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– ¿Dónde está ese imbécil? -preguntó, dándome una mano húmeda y mirando mi oficina.

– Frank O'Leary llegará en unos quince minutos. Lo cité antes porque quería que tuviéramos tiempo de revisar algunas cosas entre los dos.

Frank O'Leary era el "inventor" de SpaceTime, el juego de computadora que era copia exacta del sorprendente SpaceTron de Mel Kornstein. Él y su abogado, Bruce Kantor, habían aceptado una reunión para iniciar el análisis de algún tipo de acuerdo. Normalmente, eso quería decir que se daban cuenta de que les convenía llegar a un acuerdo, que sabían que perderían si iban a juicio. Un juicio, dicen los abogados, es una máquina en la que uno entra siendo chancho y sale convertido en jamón ahumado. Pero yo sabía que siendo como eran, también era posible que vinieran sólo como muestra de cortesía. O para mostrar su confianza de gladiadores y tratar de sacudirnos un poco.

No me sentía en mi mejor momento. En realidad -aunque ya casi no me dolía la cabeza- me costaba mucho pensar y Mel Kornstein se dio cuenta de eso.

– ¿Está usted conmigo, abogado? -preguntó, como quejándose, en un momento en que se dio cuenta de que yo había perdido el hilo de su argumentación.

– Sí, estoy con usted -dije, tratando de concentrarme. Había descubierto que si no quería leer los pensamientos de una persona, no lo hacía. Ahí, sentado con Kornstein, me había dado cuenta de que no me sentía bombardeado por pensamientos que cubrieran el sonido de la conversación, lo cual hubiera sido intolerable. Lo podía escuchar con tranquilidad, normalmente, y si quería "leerlo", podía enfocar la mente, decidir que lo haría.Obviamente, no es fácil de describir, pero es lo mismo que le pasa a una madre que distingue la voz de su hijo que juega en la playa entre las de docenas de chicos que juegan con él. Es un poco como escuchar la multitud de voces de una fiesta, algunas más audibles que otras. O tal vez es más exacto decir que es lo que nos pasa cuando hablamos en un teléfono inalámbrico y oímos el fantasma de las conversaciones de otros. Si uno hace el esfuerzo, oye la conversación ajena con toda claridad, pero si quiere, puede concentrarse en la suya.

Así que me descubrí escuchando la voz de Kornstein, que se alzaba cuando estaba furioso, y caía cuando se desesperaba. Por suerte, retomé un poco el hilo para cuando llegaron O'Leary y Kantor. O'Leary era alto, pelirrojo, de treinta años, con anteojos; Kantor era chiquito, compacto, de cerca de cincuenta, y medio pelado. Se acomodaron en mi oficina hundiéndose en las sillas, como si fuéramos todos viejos amigos.

– Ben -dijo Kantor, como saludo.

– Me alegro de verlo, Bruce. -El viejo discurso de amigotes entre abogados.

En ese tipo de reunión, sólo los letrados hablan. Los clientes, si es que aparecen, están únicamente para servir de referencia. Se supone que deben guardar silencio. Pero Mel Kornstein estaba sentado allí, furioso, y se negaba a darle la mano a nadie y no podía dominarse.

– Dentro de seis meses va a estar lavando platos en McDonald's, O'Leary -no pudo dejar de decir-. Espero que le guste el olor a fritanga.

O'Leary sonrió con calma y miró a Kantor con ojos que decían: ¿Piensa manejar a este lunático o no? Kantor me miró a mí y yo dije:

– Por favor, Mel, deje que Bruce y yo nos encarguemos de esto.

Mel cruzó los brazos y se hundió en la silla, rabioso.

El punto real de la reunión era determinar algo muy simple: ¿había visto Frank O'Leary un prototipo del SpaceTron mientras "desarrollaba" el juego SpaceTime? La similaridad de los juegos no estaba en duda. Pero si podíamos probar sin lugar a dudas que O'Leary había visto un SpaceTron en algún momento antes de que su inventor lo sacara al mercado, ganábamos. Era simple.

O'Leary sostenía que la primera vez que había visto un SpaceTron estaba en un negocio de venta de software. Kornstein estaba convencido de que O'Leary había conseguido un prototipo primitivo del juego, de manos de uno de los ingenieros electrónicos de su planta, alguien que se lo había vendido, aunque no podía probarlo. Y ahí estaba yo, tratando de luchar con Bruce Kantor, ese pendenciero.

Después de media hora, Kantor seguía con las quejas sobre prácticas injustas y restricciones a la ley del mercado libre. A mí me estaba costando mucho concentrarme en esa línea de argumentación. Desde la mañana, estaba medio perdido. Por otra parte, sabía que Kantor estaba tratando de perder el tiempo. Ni él ni su cliente iban a ceder ni un ápice.

Pregunté, por tercera vez:

– ¿Puede decir con toda certeza que ni su cliente ni sus empleados tuvieron acceso a ninguno de los trabajos de desarrollo que se realizaban en la firma del señor Kornstein?

Frank O'Leary siguió sentado, impasible, con los brazos cruzados, la mirada aburrida, y dejó que su abogado hiciera el trabajo pesado. Kantor se inclinó hacia adelante, sonrió con su sonrisita engañosa y dijo:

– Creo que con eso está usted tocando el fondo de la olla, Ben. Si no tiene nada más…

Y entonces oí, en ese tono suave que había empezado a reconocer, la voz de Frank O'Leary. Casi no podía distinguirla, pero llevé la cabeza hacia adelante y fingí consultar mi libreta. Lo que realmente hice fue concentrarme para oír eso y separarlo de la charla de Kantor.

Ira Hovanian, decía O'Leary.

Por Dios, si Hovanian dice algo…

– Ah, Bruce -dije-, tal vez su cliente quiera decirnos algo de un tal Ira Hovanian…

Kantor frunció el ceño, pareció enojarse y dijo:

– No sé de qué está…

Pero O'Leary lo tomó inmediatamente del brazo y le susurró algo al oído. Kantor me miró, intrigado por un momento, después giró en redondo y susurró algo más.

Consulté la libretita amarilla y volví a inclinar la cabeza y a escuchar, pero en ese momento, Kornstein me tocó en el hombro.

– ¿Qué tiene que ver Ira Hovanian con todo esto? -susurró-. ¿Y cómo se enteró usted de que existe Ira Hovanian?

– ¿Quién es? -pregunté.

– No tien…

– Dígamelo.

– Es un tipo que dejó la compañía unos meses antes de que saliera SpaceTron. Un shlemazzel.

– ¿Un qué?

– Me dio pena. Perdió mucho en una operación bursátil. Supongo que encontró un trabajo mejor en otra parte. Si se hubiera quedado, ahora sería rico.

– ¿Vendía secretos industriales?-¿Ira? Ira no era nadie.

– Escúcheme -dije-. Por alguna razón, O'Leary conoce ese nombre. Significa algo para él.

– Usted no me mencionó…

– Es una investigación que hice hace poco -contesté-. De acuerdo, déjeme pensar por un minuto.

Me volví para no mirar a Kornstein y fingí concentrarme en mi anotador amarillo. A unos pasos, O'Leary y Kantor susurraban.

…robó un prototipo de trabajo de la caja de seguridad. Tenía la combinación. Me lo vendió. Veinticinco mil y promesa de otros cien cuando sacáramos provecho…

Yo tomé notas lo más rápido que pude y seguí escuchando, pero la voz desapareció. O'Leary sonreía, relajado ahora, y sus pensamientos eran plácidos, y por lo tanto ilegibles.

Estaba por volverme hacia Kornstein para preguntarle si era posible, cuando de pronto, leí otro parlamento.

…quemado. ¿Qué mierda podía hacer…? Es el tipo que cometió lo ilegal… ¿Así que a quién puede apelar, carajo?

Kantor se volvió hacia mí y dijo:

– Veámonos en un día o dos, ¿sí? Creo que ya fue suficiente por hoy.

Yo pensé unos segundos y contesté:

– Si eso es lo que quieren usted y su cliente… A mí me conviene… me va a dar tiempo para buscar una declaración del señor Hovanian, que ya nos ha dado información interesante sobre un prototipo del SpaceTron y una caja de seguridad de la compañía.