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Todo parecía mal. La llamada, Molly sentada en el taxi: olía mal y mis años de entrenamiento en la Agencia me habían enseñado a oler las cosas de cierta forma, a ver esquemas, y…

…y algo me había pasado por el rabillo del ojo, un fulgor leve, un brillo… ¿metal? en la luz de la lámpara de la calle angosta.

Entonces lo oí, el leve ruidito de una tela que roza otra tela, o una tela en contacto con cuero, un sonido familiar, claro y distinto de todos los otros ruidos de la calle: una pistolera.

Me arrojé contra el suelo, mientras una voz profunda, masculina, gritaba:

– ¡Abajo!

De pronto el silencio se quebró en una cacofonía terrible.

Un instante después, era el terror, una confusión terrible de explosiones y gritos, el golpeteo de las pistolas automáticas con silenciadores, los alaridos metálicos de las balas entrando en las chapas de los autos. Desde algún lugar llegó un ruido de frenos y después una explosión de vidrios. Una ventana quebrada en alguna parte… ¿un tiro perdido?

Me levanté, agachado, tratando de determinar de dónde venían los disparos. Me moví a toda velocidad, el cerebro girando en millones de cálculos.

¿De dónde venían?

No veía. ¿Del otro lado de la calle? ¿De la izquierda? Sí, de la izquierda, desde… ¿desde el taxi?

Una figura oscura corría hacia mí, otro grito que no entendí, y después, cuando me aplasté otra vez contra el pavimento, otra explosión de ametralladora. Esta vez estaban cerca, peligrosamente cerca. Sentí un pedazo de algo en la mejilla, la frente, después, el dolor de la vereda contra la mandíbula. Algo me golpeó el muslo. Y entonces, el parabrisas del auto detrás del cual estaba parapetado explotó en una telaraña blanquecina.

Estaba atrapado. Mis asaltantes desconocidos se acercaban y yo no tenía armas. Me metí debajo del auto, en una actividad frenética, y escuché otra serie de disparos, un aullido agónico y el ruido de neumáticos que aceleran demasiado…

Después, silencio.

Silencio absoluto.

El tiroteo había acabado por el momento. Desde debajo del chasis del auto veía un círculo de luz que estaba directamente del otro lado de la calle. En ese circulo estaba tendido el cuerpo de un hombre, oscuro, la cara hacia el otro lado, la nuca convertida en un horrendo desastre de sangre y tejidos.¿Era el albino que había visto antes?

No, eso lo noté enseguida. El cuerpo del muerto era más robusto, más petiso.

En el silencio, todavía me ardían las orejas. Por un momento, me quedé ahí con miedo de moverme, aterrorizado por la idea de que un solo movimiento podía indicar mi posición a los enemigos.

Y entonces, oí mi nombre.

– ¡Ben! -Una voz algo familiar.

Se me acercaba. Venía de la ventana de un vehículo en movimiento.

– Ben, ¿está bien?

Momentáneamente, no pude contestar.

– Oh, Dios -oí decir a la voz-. Dios, espero que no lo hayan herido.

– Aquí -logré contestar-. Estoy aquí.

21

Unos minutos después, estaba sentado, confundido, en la parte posterior de una camioneta blanca a prueba de balas.

En el compartimiento del frente, detrás del conductor uniformado, separado de mí por un panel de vidrio grueso, estaba Charles Rossi. El interior de la camioneta era elegante: un televisor, una cafetera y hasta un fax.

– Me alegro de que esté bien -llegó la voz amplificada de Rossi, metálica y grave por el intercomunicador. El vidrio que nos dividía parecía ser a prueba de sonidos. -Tenemos que hablar.

– ¿Que fue eso, carajo?

– Señor Ellison -dijo él, con cansancio-, su vida está en peligro. Esto no es un juego, se lo aseguro.

Era raro, pero no me sentía furioso. ¿Por qué estaba atontado por lo que me había pasado? ¿Por el horror de la desaparición de Molly? Lo que sentía, en cambio, era una sensación de indignación remota, distante, una conciencia de que las cosas no estaban bien… Y nada de furia.

– ¿Dónde está Molly? -pregunté sin ansiedad.

Rossi suspiró por el intercomunicador.

– Está a salvo. Queríamos decírselo.

– Usted la tiene.

– Sí -contestó Rossi como desde muy lejos-. La tenemos.

– ¿Qué le hicieron?

– La verá usted muy pronto -dijo Rossi-. Se lo prometo. Y se va a dar cuenta de que lo hicimos por la seguridad de ella.

Su voz era suave, razonable, plausible. Trataba de tranquilizarme.

– Ella está a salvo -siguió diciendo-. Y usted va a verla. La estamos protegiendo. Le juro que va a hablar con ella en unas horas.-¿Quién trató de matarme?

– No lo sabemos.

– Me parece que hay demasiadas cosas que no saben.

– No estamos seguros. Uno de los nuestros u otros…

Uno de los nuestros, ¿la CIA?, ¿u otros en el gobierno? ¿Y cuánto sabían sobre mí?

Me incliné hacia la puerta y traté de abrirla pero estaba cerrada.

– Ni lo intente -dijo Rossi-. Usted es demasiado valioso para nosotros, no quiero que se lastime.

La camioneta se movía. Yo no sabía adonde íbamos, no entendía. Pero había algo que sí sabía.

– Me hirieron -dije.

– A mí me parece que está usted bien, Ben.

– No, me hirieron.

Me incliné, toqué lo que me dolía en el muslo. Abrí el cinturón, me bajé los pantalones. Encontré la marca de la aguja, un punto negro rodeado de una inflamación roja. No había visto el dardo, no era una aguja hipodérmica.

– ¿Cómo lo hacen? -pregunté.

– ¿Qué?

Nos movíamos por Storrow Drive hacia un carril que llevaba a la autopista.

"Quetamina", pensé.

La voz de Rossi llegó otra vez, metálica:

– ¿Mmmm?

Seguramente yo había dicho algo en voz alta. Hice un esfuerzo por no transmitir mis pensamientos.

¿Me habían dado un compuesto de benzodiacepina? No. Parecía hidroclorito de quetamina. "La Q especial", la llamaban. Un tranquilizante para animales.

La Agencia solía dársela a sujetos que no cooperaban. Produce algo llamado "anestesia disociativa" que básicamente significa que uno se siente disociado de su medio, puede experimentar dolor, por ejemplo, pero no lo siente. El significado del hecho se separa de la sensación del hecho.

O, en una dosis exacta, uno sigue alerta pero se pone sumamente agradable, acepta todo, aunque su sentido de preservación le pida que no lo haga.

Si uno quiere que otro haga algo que no haría en su sano juicio, es la droga perfecta.

Miré la ruta, miré cómo nos acercábamos al aeropuerto. Me pregunté sin ansiedad, sin apuro, qué estarían por hacerme.

Pensaba que no podía ser tan malo, después de todo.

Nada muy malo. Parte de mí, una parte pequeña, débil, quería abrir la puerta, saltar.

Pero todo está bien, básicamente, decía con seguridad la parte más fuerte, más cercana, la voz más poderosa.

Me están probando. Charles Rossi. Eso es todo.

No hay nada que puedan saber sobre mí, nada de valor. Si fueran a matarme, ya lo habrían hecho.

Pero esa idea de peligro es una tontería. Paranoia. Innecesaria.

Todo está bien, básicamente.

Oí que Rossi me hablaba con calma desde muy lejos, a millones de kilómetros de distancia.

– Si yo estuviera en su posición, Ben, no dudo de que reaccionaría igual. Hay que pensar en lo que le pasó. Usted cree que nadie lo sabe, usted mismo no termina de creerlo. A veces se siente feliz cuando piensa en lo que es capaz de hacer y a veces le parece que el miedo lo va a matar.