Se me consideraba un buen abogado pero no porque amara lo que hacia o me interesara mucho en ello. Después de todo, como dice el dicho, los abogados son las únicas personas en quienes no se castiga la ignorancia de la ley.
En cambio, tengo la bendición de un raro regalo neurólogico, presente en menos del uno por ciento de la población: una memoria eidética (o fotográfica, como se la llama generalmente). Eso no significa que yo sea más inteligente que los que me rodean, pero no hay duda de que ese talento me facilitó la vida en la universidad cuando había que memorizar un pasaje o un caso. Soy capaz de ver la página de nuevo en la mente, completa, como si fuera un cuadro. Esta capacidad no es algo que suela publicitar. La gente no lo sabe porque no es la clase de cosas que puede hacernos populares entre los conocidos. Y sin embargo, es una parte esencial de lo que soy y siempre lo ha sido; a tal punto que tengo que recordarme cada tanto que no debo permitir que me separe de los demás.
Hay que reconocer el mérito de los socios fundadores de la firma, Bill Stearns y James Putnam, ya fallecido: gastaron todas sus ganancias de los primeros años en decoración. La oficina, toda alfombras persas y antigüedades frágiles del período de la Regencia, exuda una elegancia callada, casi asfixiante. Hasta el sonido del teléfono es suave. La recepcionista que, naturalmente, es inglesa está instalada frente a una mesa antigua cuya superficie parece de cristal por el brillo. He visto clientes, propietarios de muchas mansiones, gente que en su propia casa se lo pasa girando sobre sus talones y aullando órdenes a los sirvientes, entrar aquí tan desconfiados e inseguros como chicos de escuela.
Más o menos un mes después del funeral de Hal Sinclair, camino a una reunión en mi oficina, me crucé con Ken McElvoy, un socio joven enredado desde hacía ya seis meses en un litigio inconmensurablemente aburrido entre corporaciones. Llevaba una gran pila de carpetas y parecía muy desdichado, uno de los muertos vivos o algo así. Le sonreí porque me parecía casi un personaje de Dickens en ese momento y me fui para mi oficina.
Mi secretaria, Darlene, me hizo un gesto rápido con la mano y dijo:
– Todo el mundo está adentro.
Darlene es la persona más rara de la firma, algo que no es difícil de lograr. Suele vestirse toda de negro. El cabello teñido del color de un ala de cuervo; las sombras de los ojos, azul oscuro. Pero es inmensamente eficiente así que no me importa lo demás.
Yo había llamado a una reunión para resolver una disputa que llevaba por correo desde hacía ya seis meses. El asunto tenía que ver con una máquina para hacer ejercicios llamada Alpine Ski, un aparato magníficamente diseñado que simula la bajada por una ladera alta en esquís, y le da al usuario no sólo los beneficios de un buen ejercicio aeróbico, semejante al que se lograría bajando por una montaña, sino también un buen trabajo muscular.
El inventor del Alpine Ski, Herb Schell, era mi cliente. Ex entrenador en Hollywood, había dedicado todo a su invento.
Y luego, hacía ya un año, habían empezado a aparecer en la televisión nocturna avisos baratos de algo llamado Scandinavian Skier, evidentemente una copia de la invención de Herb.
Y costaba mucho menos: el verdadero Alpine Ski valía más de seiscientos dólares (el Alpine Ski Gold, más de mil), y el Scandinavian Skier sólo 129,99 dólares.
Herb Schell ya estaba sentado en mi oficina junto con Arthur Sommer, el ejecutivo en jefe de E-Z Fit, la compañía que fabricaba el Scandinavian Skier, y su abogado, un hombre muy poderoso llamado Stephen Lyons, de quién yo había oído hablar pero no conocía personalmente.
En algún punto, me parecía irónico que tanto Herb Schell como Arthur Sommer fueran gorditos y estuvieran en muy mal estado físico. Arthur me había confesado en un almuerzo, poco después de que nos conociéramos, que desde que no era entrenador profesional, se había cansado de hacer ejercicio todo el tiempo y prefería la lipoaspiración.
– Caballeros -dije. Nos dimos la mano. -Tratemos de resolver esto.
– Amén -dijo Steve Lyons. Sus enemigos (que son legión) lo llaman "León Litigón" porque hace cualquier cosa por un litigio, y su firma, pequeña y muy agresiva, recibe el mote popular de "la guarida del león".
– De acuerdo -dije-. Su cliente infringió sin lugar a dudas el secreto de diseño del mío, hasta el último detalle. Ya revisamos esto docenas de veces. Es una copia como las de los japoneses, por Dios, y a menos que resolvamos el asunto hoy mismo, estamos decididos a ir a las cortes federales y buscar reparación allí. También vamos a demandar por daños y perjuicios y, como ya saben, los daños se multiplican por tres en casos de infracciones obvias como esta.
La ley de patentes tiende a ser muy poco severa, y es un modo muy aburrido de ganarse la vida. Lo blando tiende a lo blando, digo yo, así que me gustaban mucho las pocas oportunidades que tenía de confrontarme francamente con alguien. Arthur Sommer enrojeció, tal vez de furia, pero no dijo nada. Los labios estrechos se le curvaron en una sonrisa tensa, pequeña. Su abogado se reclinó otra vez en la silla: un lenguaje corporal decididamente amenazador.
– Mire, Ben -dijo Lyons-. Ya que no hay causa real de acción aquí, mi cliente está dispuesto a ofrecer un arreglo muy pero muy generoso, una cortesía de quinientos mil. Yo no se lo aconsejo, pero esta charada le está costando a él y a nosotros…
– ¿Quinientos mil? Pruebe multiplicarlo por diez.
– Lo lamento, Ben -dijo Lyons-. Esta patente no vale ni el papel en que está escrita. -Unió la manos. -Aquí tenemos un asunto de venta previa.
– ¿De qué diablos está hablando usted?
– Tengo pruebas de que Alpine Ski salió a la venta como un año antes de la patente -replicó Lyons con suavidad-. Dieciséis meses antes, para ser exactos. Así que la patente no es válida. Es venta previa.
Ese enfoque del problema era nuevo y, por el momento, me hizo perder el equilibrio y la seguridad. Hasta ese día, habíamos estado discutiendo letra por letra si el Scandinavian Skier era materialmente parecido al Alpine Ski, para decirlo legalmente, si infringía la patente. Ahora Lyons citaba algo llamado la "doctrina de la venta previa", bajo la cual un invento no puede patentarse cuando ha estado "a disposición del público o en venta" durante más de un año antes de la fecha en que se pidió la patente.
Pero no dejé que se notara mi sorpresa. Un buen abogado tiene que ser buen actor.
– Buen intento -le dije-. Pero no tiene validez, Steve, y usted lo sabe. -Sonaba bien, significara lo que significase.
– Ben… -interrumpió Herb.
Lyons me dio una carpeta, un archivo legal.
– Mire -dijo-. Aquí hay una copia de una carta al Big Apple Health Club, ese club de salud de Manhattan, que muestra la última adquisición de su departamento de máquinas, el Alpine Ski, casi un año y medio antes de que el señor Schell lo patentara. Y una factura.
Tomé la carpeta, le eché una mirada desinteresada y la devolví.
– Ben -dijo Herb de nuevo-, ¿podemos hablar un minuto?
Dejé a Lyons y a Sommer en mi oficina mientras Herb y yo hablábamos en una sala vacía.
– ¿Qué quiere decir esto, carajo? -le pregunté.
– Es verdad. Tienen razón.
– ¿Vendió esa cosa más de año antes de patentarla?
– Dos años antes. A doce entrenadores personales de clubes de salud en todo el país.