Выбрать главу

…no golpearlo… oí.

Sonreí, sabiendo de qué se trataba.

Tosí otra vez.

Después: para qué…

Y unos segundos después: …lo que hizo es cosa de la Compañía no nos dicen seguramente algo de espionaje no parece espía mierda parece un abogado.

– Creo que no tiene tantas ganas de vomitar después de todo -dijo el guardia, alejándose un poco.

– Qué suerte. Pero no se lleve eso muy lejos.

Sabía, uno, que la cosa funcionaba todavía; y dos, que no podía averiguar nada de ese tipo, al que habían dejado en ignorancia completa de mi identidad y mi destino.

Poco después, me dormí; un largo descanso sin sueños. Cuando volví a despertarme, estaba sentado en otro vehículo, esta vez un Chrysler del gobierno. Me dolía todo el cuerpo.

El conductor era un tipo alto de casi cuarenta años con aspecto de marino y un traje azul oscuro.

Estábamos entrando en una parte rural de Virginia, algún lugar en las afueras de Reston. Atrás quedaban los restaurantes especializados en panqueques y las tiendas Oseo y los cientos de centros comerciales. Ahora estábamos en rutas de sólo dos manos, rutas rodeadas de bosques y llenas de curvas. Al principio me pregunté si no estaríamos llegando a Langley por rutas secundarias, después vi que la dirección era otra.

Era un refugio en el campo, la parte de Virginia donde la CIA mantiene una serie de casas particulares para sus asuntos: encuentros con agentes, interrogatorios a desertores y demás. A veces son departamentos en edificios anónimos de los suburbios, pero en general son cascos de estancia con muebles de segunda, alquilados por mes, vodka en la heladera, espejos dobles y vermut para la mesa.

Diez minutos después nos detuvimos frente a unas puertas de hierro ornamental que se abrían sobre una gran reja de hierro de más de cuatro metros de altura. Los portones y la cerca terminaban en puntas agudas y parecían de alta seguridad. Probablemente electrificados. Las puertas se abrieron electrónicamente. Pasamos por un largo camino lleno de bosques, circular, que terminaba frente a una gran casa del período georgiano que parecía temible a la luz del atardecer. Sólo había luz en una habitación del segundo piso, en algunas del primero y en una grande de la planta baja con las cortinas corridas. La entrada también estaba iluminada. Me pregunté cuánto le costaría a la Agencia alquilar esa impresionante residencia y durante cuánto tiempo lo harían.

– Bueno, señor -dijo el conductor-. Ya llegamos. -Hablaba con el tonito suave de tantos empleados del gobierno que emigraron hacia Washington desde la Virginia rural.

– Bueno. Gracias por el viaje.

Él asintió, un gesto grave.

– La mejor de las suertes para usted, señor.

Salí del auto y caminé lentamente a través del camino de grava y la entrada. Cuando me acerqué a la puerta, ésta se abrió de par en par.

PARTE III. EL REFUGIO

THE WALL STREET JOURNAL

La CIA en crisis

____________________

El Presidente estaría por nombrar

al nuevo director de la CIA

____________________

¿Podrá limpiarla

el nuevo dirigente?

¿Está fuera de control la agencia de espionaje?

____________________

POR MICHAEL HALPERIN,

PERIODISTA DE PLANTA DE THE WALL STREET JOURNAL

En medio de un clima de rumores muy desagradables con

respecto a vastas actividades ilegales dentro de la CIA, el

Presidente estaría por nombrar al nuevo director.

Las últimas especulaciones se centran en un funcionario

de carrera de la Agencia, el señor Alexander Truslow, de

buena reputación en el Congreso y en la comunidad de hombres

relacionados con la inteligencia.

Sin embargo, muchos observadores manifiestan preocupación

al respecto. El señor Truslow enfrenta el desafío muy

complejo, tal vez imposible, de tratar de reinar sobre una CIA

que según se cree, está totalmente fuera de control.

23

No debería haberme sorprendido al ver al hombre de la silla de ruedas mirándome con toda calma cuando entré en el living, una habitación vasta y muy adornada. James Tobias Thompson III había envejecido mucho desde la última vez que nos habíamos visto durante el incidente que terminó con mi carrera en la Agencia, y sobre todo con la vida de una maravillosa mujer y la movilidad de un hombre.

– Buenas noches, Ben -dijo Toby.

La voz, ronca y baja, casi inaudible. Era un hombre compacto de más de sesenta y cinco años, en un traje conservador color azul. Los zapatos, que casi nunca tocaban el piso, eran botines negros, con brillo de espejo. La cabeza estaba totalmente cubierta de cabellos blancos, un poco largo para un hombre de su edad, especialmente un veterano de la Agencia. En París, ese pelo había sido de un negro profundo con algunos trazos de gris en las sienes. Tenía los ojos castaños y parecía digno y desalentado.

La silla de ruedas descansaba cerca de un hogar inmenso, en el cual ardía un gran fuego artificial, que parecía extraño. Extraño, digo, porque la habitación en la que estábamos, de unos quince metros de ancho por treinta de largo, con un cielo raso de más de seis metros de alto, estaba fría por el aire acondicionado. Por alguna razón, recordé que Richard Nixon quería tener fuegos ardiendo en la Oficina Oval de la Casa Blanca, aún en pleno verano, con el aire acondicionado encendido.

– Toby -dije, acercándome despacio para darle la mano. Pero él hizo un gesto para que me sentara en una silla a unos buenos diez metros de la suya.

En una gran silla de cuero a un costado estaba Charles Rossi y no mucho más lejos, en un sofá tapizado, dos jóvenes en trajes baratos tipo marinero que siempre asocio con los de seguridad dentro de la Agencia. No había duda de que llevaban armas.

– Gracias por venir -dijo Toby.-Ah, no me des las gracias a mí -dije, tratando de disimular en algo mi amargura-. Mejor a la gente del señor Rossi. O a los químicos de la Agencia.

– Lo lamento -dijo Toby-. Conozco tu temperamento y no creí que pudiéramos traerte de ninguna otra forma.

– Usted fue muy claro cuando dijo que no pensaba cooperar -aclaró Rossi.

– Bien hecho -dije-. Esa droga sí que se come la voluntad. ¿Piensan tenerme así todo el tiempo para asegurarse mi aceptación?

– Creo que cuando nos haya escuchado hasta el final, será usted más cooperativo. Si no quiere cooperar, bueno, no podemos hacer nada, supongo. Un animal enjaulado no sirve como agente de campo.

– Adelante, entonces -dije.

La silla de respaldo recto en la que estaba sentado parecía puesta de tal forma que, aunque veía y oía bien a Rossi y a Thompson, estaba a gran distancia de los dos.

– La Agencia les dio un lindo refugio -dije.

– En realidad, es de un retirado -dijo Toby, sonriendo-. ¿Cómo estás?

– Bien, Toby. Y tu estás muy bien.

– Sí, dentro de lo posible.

– Lamento que no tuviéramos oportunidad de hablar -dije.

El se encogió de hombros y sonrió otra vez como si yo hubiera hecho una sugerencia superficial y tonta.

– Reglas de la Agencia -dijo-. No mías. Ojalá lo hubiéramos hecho, sí.

Rossi me miraba en silencio.

– No creo que pueda expresarte lo mucho que… -empecé a decir.

– Ben -me interrumpió Toby-, por favor, no. Nunca te eché la culpa. Esas cosas pasan. Y lo que me pasó fue horrendo pero lo que te pasó a ti, a Laura…

Nos quedamos callados un momento. Escuché el siseo de las llamas anaranjadas que lamían los troncos de cerámica.