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Me pasé la primera hora inspeccionando cuidadosamente la habitación, buscando los transmisores (tenía que haberlos pero no los localicé). Junto a la cama había un radio reloj despertador, que seguramente tenía un transmisor.

Comprobé que estaba equivocado.

A eso de la una de la mañana golpeé en la puerta para llamar al guardia. La puerta se abrió en unos minutos y vi la cara de Chet.

– ¿Sí?

– Lo lamento -dije-. Tengo la garganta reseca y me pregunto si me puede traer un vaso de agua mineral.

– Tiene que haber una heladera ahí -dijo, inseguro, pero estaba tenso, el cuerpo preparado como el de una víbora lista para saltar, las manos a los costados, como le habían dicho que estuviera.

Sonreí, un gesto de somnolencia.

– Se terminó.

Me miró, irritado.

– Espere unos minutos -dijo y cerró la puerta. Supuse que llamaría abajo con el transmisor y pediría instrucciones porque seguramente le habían dicho que no debía abandonar su puesto en ninguna circunstancia.

Unos cinco minutos después, hubo un golpe en la puerta.

Ya entonces tenía la radio a todo volumen, en una estación de rap en am, rítmica y permanente, y la ducha encendida, el baño lleno de vapor. La puerta del baño estaba abierta y el vapor entraba en la habitación.

– Estoy en la ducha -aullé-. Déjelo donde quiera, por favor.

Entró otro guardia, uniformado, con una bandeja, una botella de agua mineral francesa -me pareció que era un lindo toque de elegancia- y miró alrededor en la habitación unos segundos, tratando de decidir dónde iba a ponerla y entonces,!e salté encima.,Era un profesional bien entrenado pero yo también lo era y los dos o tres segundos de ventaja que me había dado la sorpresa me sirvieron mucho. Lo apreté contra el suelo y la bandeja y el agua cayeron sin ruido sobre la alfombra. Se recobró con una velocidad impresionante y se levantó, me corrió un poco a un costado y con el brazo izquierdo me aplicó un golpe doloroso, terrible, en la mandíbula.

La vieja calma glacial, la de siempre, me dominó.

La radio seguía cantando a todo vapor: "abajo tengo que ir abajo ella también abajo…" y el ruido de la ducha golpeteaba y no se oía mucho por encima de tanto alboroto y…

La bandeja era un arma excelente y con la mano derecha la tomé del suelo y la arrojé contra la garganta del guardia, directo a ese punto cartilaginoso que protege la yugular. Le metí el borde filoso contra la nuez de Adán, sacándole el aire y él gruñó mientras apretaba las piernas alrededor de mi cuerpo y oí, de pronto… no… dispararle no… no me dejan… al hijo de puta…

Entonces, supe que lo tenía, que lo tenía porque ahora sabía lo que él no iba a hacerme. Ese era su punto vulnerable, la razón por la que no buscaba el revólver, y en el momento en que lo vi poner los puños duros, me las arreglé para convertir los míos en una cuña y golpearlo en el estómago, derrumbándolo contra el brazo de roble macizo del sillón. El aire se le escapó de los pulmones con un siseo audible y de pronto, se dejó caer, la boca abierta, en el suelo…

Inconsciente. Lastimado, pero no muy lastimado. Estaría fuera de combate unos diez, veinte minutos.

Y por encima de todo, la radio seguía aullando.

Sabía que tenía pocos segundos: pronto entraría el otro guardia a ver qué le había pasado a su compañero.

El guardia inconsciente tenía un arma en la pistolera, una excelente Ruger P90.9 mm, semiautomática. Yo me había entrenado con ella aunque nunca había tenido oportunidad de usarla en acción. La saqué, inserté el cartucho extra, solté el seguro y…

Un poco más allá vi los pies del segundo guardia, no Chet, otro, el de la mañana. Tenía el arma levantada, apuntándome.

– Suéltela -dijo.

Nos miramos, los dos congelados donde estábamos.

– Tranquilo -dijo-. Va a poner eso en el suelo y nadie va a salir lastimado. Bájela. Suéltela…

No tenía alternativa.

Lo miré con firmeza y disparé.

Apunté bajo, para no lastimarlo mucho.

Una explosión brusca, un relámpago de luz, el olor acre. Lohabía herido en el muslo, lo vi enseguida. Hizo lo que le dijo su instinto: se agachó. No era un asesino entrenado; eso yo ya lo sabía y para mí era una información muy valiosa.

Me le acerqué, la Ruger apuntándole a la cara.

La mirada en sus ojos era una combinación de dolor y mucho miedo. Oí una corriente angustiada de voces:

no Dios mío no Dios es capaz no por favor

Dije, con toda tranquilidad:

– Si se mueve, voy a tener que dispararle. Lo lamento.

Los ojos se abrieron todavía más, mirándome. Le tembló el labio inferior. Lo desarmé y me guardé el arma.

Después, agregué:

– Usted se queda donde está. Cuente hasta cien. Si se mueve antes, si hace un ruido, uno solo, carajo, lo mato.

Cerré la puerta cuando salí, oí correrse el cerrojo automáticamente y me lancé hacia el corredor oscuro.

27

Agachado, me deslicé a lo largo de las paredes del vestíbulo recubiertas de roble y consideré la situación.

En un extremo, brillaba una luz que parecía venir de una puerta abierta. Tal vez había otra persona allí. O no. Supuse que la habitación era para que la usaran los guardias mientras esperaban el cambio de turno, y tomaban café.

"¿Habrá algo que pueda servirme ahí dentro?", pensé.

No. Seguramente no. No valía la pena arriesgarse.

De pronto oí un ruido de estática, metálico y fuerte. Venía del transmisor que el segundo guardia había dejado en la puerta cuando entró con la bandeja en el dormitorio. Una señal, un pedido de informes. Yo no conocía los códigos, no podía engañarlos.

Eso significaba que tenía menos de un minuto antes de que alguien viniera a investigar por qué nadie contestaba la llamada.

Oscuridad en todas partes. Una larga serie de puertas cerradas. No sabía mucho de la disposición de la casa, sólo lo que había podido ver y suponer mientras me traían.

Me estaba alejando de la escalera principal. Tenía que ser un territorio peligroso, demasiado central. Estaba convencido de que tenía que haber una escalera de servicio.

Claro que había una.

Sin luz, estrecha, los escalones de madera muy usados, la encontré al final del ala de la casa donde me habían colocado para pasar la noche. Bajé haciendo el menor ruido posible, pero sentía el eco de los crujidos a mi alrededor.

Para cuando llegué al primer piso, había pasos más arriba. Carreras, gritos. Habían descubierto mi huida antes de lo que yo esperaba.

Sabían que todavía estaba en la casa, en alguna parte, y ye no tenía duda alguna de que todas las entradas estarían cuida das. Ahora todos estaban alerta. Me sentí atrapado.

Levanté la vista. Examiné lo que me rodeaba. Sabía que no llegaría a la planta baja.¿Y al primer piso?

No tenía elección, tenía que arriesgarme. Salté de la escalera oscura hacia el corredor. Este no estaba alfombrado y mis pasos hacían un ruido alarmante. Las voces se me acercaban, eran cada vez más fuertes.

La única luz venía de la luna, afuera, un brillo débil que entraba por una ventana al final del corredor. Giré y me acerqué a ella, traté de abrirla y saltar, pero de pronto, me di cuenta de que abajo no había césped sino pavimento.

Un área de estacionamiento abierta, de asfalto o canto rodado, unos buenos ocho metros más abajo. Un salto suicida. Y nada de qué agarrarme. No, no podía hacerlo.

Y entonces oí la alarma, el chillido de miles de timbres en toda la casa, todos ensordecedores, enloquecidos y terribles. Las luces se encendieron, un fulgor cegador iluminó el vestíbulo, lo iluminó todo mientras el ruido seguía.