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Yo había estado en Roma vanas veces, y nunca me había gustado. Italia es sin duda alguna uno de mis países favoritos, tal vez elfavorito, pero Roma siempre me pareció sucia, congestionada y desalentadora Hermosa, sí -el Campidoglio de Michelangelo, San Pedro, la Villa Borghese, la Via Veneto, todos son impresionantes cada uno a su manera, antiguos, lujosos, opulentos, maravillosos-, pero también amenazadora, terrible a su modo. Y vaya uno donde vaya por la ciudad, siempre termina frente al monumento a Víctor Emanuel II, esa estructura espantosa en forma de máquina de escribir, de mármol blanco de Brescia, rodeada de tránsito maligno en la plaza Venecia Mussolini hablaba desde esos balcones y yo prefiero evitarlos si puedo

El día que llegué la lluvia caía con fuerza y hacía un frío desagradable Los taxis detenidos frente al aeropuerto internacional en Fiumicino parecían demasiado solitarios para aventurarse directamente hacia ellos

Así que busqué un bar y pedí un caffé lungo, lo saboreé por un rato, sintiendo cómo la cafeína luchaba contra el cansancio del vuelo Había entrado en el país con un pasaporte falso, provisto por esos magos de la documentación que conforman la sección de Servicios Técnicos de la cía (en cooperación con el Servicio de Inmigración y Naturalización de los Estados Unidos, debo decir)

Según ese pasaporte, yo era Bernard Masón, hombre de negocios estadounidense que venía por un extraño arreglo con la subsidiaria italiana de la corporación en la que trabajaba El pasaporte que me habían dado estaba muy usado y el efecto era admirable Si no hubiera sabido de dónde venía, habría pensado que lo habían usado en muchos viajes internacionales y que su dueño había sido un hombre desprolijo Pero estaba preparado así y en realidad, era nuevo

Pedí un segundo caffé lungo y un cornetto y caminé hacia el baño Era un lugar simple, negro y blanco, y muy limpio. Contra una pared, debajo de un espejo, había una fila de piletas; del otro lado, cuatro retretes con las puertas pintadas de negro brillante, altas, del piso al cielo raso. El de la izquierda estaba ocupado, y aunque el del centro estaba libre, me quedé un rato en la pileta, me lavé las manos, la cara y me peiné hasta que se abrió la puerta del retrete izquierdo. Salió un árabe diminuto, que se ajustó el cinturón contra la panza. Se fue sin lavarse las manos y yo entré en el compartimiento que había dejado y lo cerré con llave.

Bajé el asiento, me trepé sobre él y estiré la mano hasta el compartimiento de plástico cerca del techo. Se abrió con facilidad y tal como me habían prometido, ahí estaba: un bulto gordo, un sobre de manila que contenía una caja de cincuenta cartuchos automáticos para pistola Colt.45 y una hermosa pistola.45 color mate, Sig-Sauer 220, totalmente nueva y brillante del aceitado de fábrica, todo envuelto en trapos de algodón. Yo creo que la Sig es la mejor pistola que existe. Tiene miras nocturnas, cañón de cuatro pulgadas, seis ranuras, y pesa unos setecientos cuarenta gramos. Esperaba no tener que usarla.

Mi humor era un desastre. Había jurado no volver nunca a ese juego horrible, y ahí estaba. Una vez más, tendría que buscar el lado violento, oscuro de mi personalidad, que creía haber enterrado de una vez para siempre.

Envolví la pistola de nuevo, la deslicé dentro de mi bolso y dejé el sobre en el compartimiento.

Pero apenas me fui caminando hacia los taxis, sentí que algo andaba mal. Una presencia, una persona, un movimiento. Los aeropuertos son lugares caóticos, inquietos, hervideros de personas, y por lo tanto, perfectos para vigilar. Me estaban observando. Lo sentí. No puedo decir que lo ni que leí a alguien, demasiada gente, demasiados pensamientos, una Babel de lenguas extranjeras y mi italiano no es muy bueno. Pero lo sentí. Mis instintos, tan bien afinados en un tiempo, tan desusados luego, volvían lentamente a tomar el control.

Había alguien siguiéndome.

Un hombre compacto, robusto, de unos treinta o cuarenta años, en una chaqueta deportiva verde grisácea. Cerca de la farmacia, la cara escondida tras una copia del Corriere della sera.

Apresuré el paso hasta que salí del edificio. Me siguió con muy poca sutileza. Eso me preocupó. No parecía importarle que me diera cuenta, lo cual quería decir que había otros. O, probablemente, que querían que me diera cuenta.

Me metí en el primer auto disponible, un Mercedes blanco, y dije:

– Grand Hotel, per favore.El que me vigilaba había tomado el taxi que seguía, lo vi inmediatamente. Probablemente ya había otro vehículo involucrado, tal vez dos, tal vez hasta tres. Después de cuarenta minutos de deslizarse a paso de hombre en medio de la hora pico de la mañana, el taxi se detuvo en la estrecha Via Vittorio Emanuele Orlando frente al Grand Hotel. Inmediatamente bajaron del vestíbulo cuatro hombres de librea para sacar mi equipaje, ponerlo en un carrito, ayudarme a bajar y escoltarme ' al vestíbulo elegante, sobrio y silencioso.

Le di una propina más que generosa a cada uno y mi nombre falso al de la recepción.

El empleado sonrió, y dijo:

– Buon giorno, Signore. -Inspeccionó las hojas de reservaciones. Una expresión de duda apareció en su rostro. -Signore… ¿señor Mason? -agregó, levantando la vista, los ojos llenos de disculpas.

– ¿Hay algún problema?

– Al parecer, señor… No tenemos registro…

– Tal vez bajo el nombre de mi compañía -le sugerí-. TransAtlantic.

Después de un momento sacudió la cabeza otra vez.

– ¿Sabe desde dónde la hicieron?

Golpeé con la palma abierta sobre la superficie de mármol.

– ¡Me importa un carajo quién la hizo y desde dónde! -dije-. Este maldito hotel ya…

– Si necesita una habitación, señor, estoy seguro…

Señalé al jefe de los de librea.

– No, aquí no. Estoy seguro de que el Excelsior no comete este tipo de errores. -El hombre que había llamado se detuvo a mi lado y entonces le dije: -Lleve mi equipaje a la entrada de servicio. A la del frente no. Y quiero un taxi al Excelsior, en la Via Véneto. Inmediatamente.

El hombre se inclinó un poco e hizo un gesto a sus compañeros que dieron vuelta con mi equipaje y empezaron a llevarlo por el vestíbulo.

– Señor, si hay algún error, estoy seguro de que podemos arreglarlo -dijo el recepcionista-. Tenemos una habitación disponible. En realidad, tenemos varias suites…

– No quiero causarles ningún problema -dije con furia mientras seguía el carrito hacia el final del vestíbulo.

En unos minutos, vi que se detenía un taxi frente a la entrada de servicio del hotel. El chico cargó la valija y el bolso en el baúl del Opel y le di una buena propina.

– ¿Al Excelsior, verdad, señor? -dijo el conductor.

– No, no -dije-. Al Hassler. Piazza Trinitá dei Monti.El Hassler está frente a la Plaza España, uno de los lugares más bonitos de Roma. Yo ya había estado allí antes y la Agencia había reservado una habitación a mi pedido. El episodio del Grand Hotel, claro está, era una estratagema y al parecer había dado resultado. Ya no me seguían. No sabía cuánto podría quedarme allí sin que me vieran, pero por el momento, las cosas estaban bien.

Agotado, me duché y me dejé caer en la cama de dos plazas y media, me metí entre las sábanas de lino, lujosas y suaves, momentáneamente en paz, y me dejé caer en un sueño muy necesario, muy profundo, sacudido de a ratos por visiones de Molly que me llenaban de aprensión.