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Unas horas después, me despertó el sonido distante de una bocina cerca de la Plaza España. Media tarde y la suite estaba llena de luz. Rodé sobre la cama, levanté el teléfono, pedí un cappuccino y algo de comer. Me estaba haciendo ruido el estómago.

Miré el reloj y calculé que el día de negocios estaría empezando en Boston. Llamé a un Banco en Washington donde tengo una vieja cuenta desde hace ya años. John Matera había enviado mis "ganancias" del Beacon Trust a esa cuenta (aunque la verdad es que "ganancias" es lo único que no eran). No tenía sentido, pensé, hacerle fácil a la cía meter las manos en mi dinero. Yo conocía los trucos de la Agencia y estaba decidido a no confiar en ellos, en lo posible.

El café llegó quince minutos después, en una taza profunda, grande, con borde dorado y junto con deliciosos sandwiches: rodajas gruesas de pan blanco con tajadas delgadas de jamón, arugula, un poco de pecorino fresco, y pedazos de tomate de un color rojo incitante, brillantes por el aceite fragante de oliva.

Me sentía más solo que nunca. Molly, eso lo sabía, estaba bien… en realidad, estaba prisionera pero también la estaban protegiendo. Y sin embargo, me preocupaba por ella, por lo que le dirían acerca de mí, por el miedo que seguramente estaría sintiendo, por la forma en que lo soportaría. Estaba convencido de que no haría ninguna locura. Convertiría en un infierno las vidas de sus captores, de eso sí estaba seguro.

Sonreí y justo en ese momento sonó el teléfono.

– ¿Señor Ellison? -La voz tenía acento estadounidense.

– Sí.

– Bienvenido a Roma. Es un lindo momento para venir.

– Gracias -dije-. Es mucho más cómodo aquí que en losEstados Unidos en esta época del año.

– Y hay mucho más para ver -dijo mi contacto, completando el código de reconocimiento.

Colgué.

Quince minutos después, bajo la luz suave de la tarde romana, salí del Hassler. La gran escalinata de Plaza España estaba llena de gente sentada, fumando, tomando fotografías, gritándose, riendo de las bromas de sus compañeros. Miré la escena llena de vida, me sentí terriblemente fuera de lugar entre tanta vida, y, con el estómago hecho un nudo de tensión, tomé un taxi.

31

Fui hasta la Piazza della Repubblica, no muy lejos de la estación de trenes de Roma y alquilé un auto en la agencia Maggiore con mi nombre falso, Bernard Mason, y con la licencia de conductor, más una tarjeta Visa dorada del Citibank. (En realidad, la tarjeta era real, pero las cuentas que pagaba el ficticio señor Mason se hacían efectivas a través de Fairfax, Virginia, es decir, la cía misma.) Me dieron un brillante Lancia negro, grande como un transatlántico: el tipo de auto que Bernard Mason, nuevo rico de los Estados Unidos, apreciaría más.

El consultorio del cardiólogo estaba cerca, sobre el Corso del Rinascimento, una calle ruidosa y llena de tránsito que nace en Piazza Navona. Estacioné en un estacionamiento subterráneo a una cuadra y media y localicé el edificio cuya entrada tenía una placa de bronce con la inscripción dott. ALDO PASQUALUCCI.

Había llegado temprano para la cita, unos cuarenta y cinco minutos más o menos, y decidí caminar hasta la plaza. Por muchas razones, sabía que era mejor respetar la hora señalada. Tenía que ver al cardiólogo a las ocho de la noche, un horario extraño, pero lo había hecho a propósito. El inconveniente, supongo, estaba diseñado para agrandar mi leyenda: ésa era la única hora del día en que el millonario estadounidense, Bernard Mason, podría encontrar un minuto para una entrevista con el médico. Con ese inconveniente, el doctor Pasqualucci seguramente estaría más decidido a cooperar y a ayudarnos. Pasqualucci era uno de los cardiólogos más renombrados de Europa, y el antiguo jefe de la kgb lo había consultado seguramente por esa razón. Así que era lógico que el señor Mason, que residía varios meses por año en Roma, buscara sus servicios. Lo único que sabía Pasqualucci era que ese estadounidense le había sido derivado por otro médico, un interno al que conocía sólo casualmente. Se le pedía cierto grado de discreción ya que el imperio de negocios del señor Mason podría sufrir incalculables pérdidas si alguien se enteraba de que había recibido tratamiento por un problema cardíaco. Pasqua-lucci no sabía que el médico que me había derivado también era empleado de la cia.

A esa hora de la tarde, los edificios barrocos color ocre de la Piazza Navona estaban iluminados con luces poderosas, una visión impresionante, dramática. La plaza estaba repleta de gente que se sentaba en los cafés, excitada, eléctrica, chillona. Había parejas que caminaban absortas en el amor, o mirando a otros. La plaza está construida sobre las ruinas de un antiguo Circo, el del emperador Domiciano. (Siempre me acuerdo de que fue Domiciano el que dijo: "Los emperadores son necesariamente los hombres más desdichados ya que sólo su muerte por asesinato convencerá al público de que las conspiraciones contra sus vidas son reales".)

Las luces de la tarde brillaban sobre el agua de las dos fuentes de Bernini a las que la gente parece acercarse siempre: la de los Cuatro Ríos en el centro de la plaza y la del Moro en el extremo sur. Era una plaza extraña, la Piazza Navona. Hace siglos se usó para carreras de carros y más tarde los papas ordenaron que la inundaran para poder presenciar dramatizaciones de batallas navales.

Caminé a través de la multitud, sintiéndome algo aislado de los demás: el espíritu feliz y efervescente de todos contrastaba mucho con mi ansiedad. Había pasado unas cuantas noches como esa, solo en ciudades extranjeras, y siempre me había parecido que el parloteo de las voces en idiomas extraños me producía somnolencia. Esa noche, claro, transformado (¿o sería mejor decir "afligido"?) por mi nueva habilidad, me sentía cada vez más confuso, mientras los pensamientos se fundían con las voces y los gritos en una sola corriente imposible de comprender.

Oí, en voz bien alta:

– Non ho mai avuto una settimana peggiore.

Después en la voz-pensamiento: Avessimo potuto salvarlo.

Y en voz alta:

– Luí é uscito con la sua ragazza.

En la voz interior, más suave: Poverino!

Y después otra voz confusa, de las del pensamiento, esta vez con evidente tono estadounidense: ¡Dejarme así sola, carajo!

Me volví. Era obviamente una estadounidense de menos de veinticinco años, en una remera con el escudo de Stanford y una chaqueta de lona prelavada, caminando sola a unos pocos pasos. La cara redonda, simple, estaba fija en una mueca de disgusto. Me vio mirándola y me miró con furia. Yo desvié la vista y entonces oí otra frase en un inglés estadounidense, y mi corazón empezó a latir con fuerza.

Benjamín Ellison.¿Pero de dónde venía? Tenía que estar cerca, tenía que estar dentro de un círculo de dos metros a mi alrededor. Una de las personas que me rodeaban, una docena más o menos, pero, ¿cuál? Me costó mucho trabajo no darme vuelta en redondo y tratar de detectar a alguien que pareciera algo fuera de lugar, un tipo de la Agencia. Me volví como casualmente y oí…

no tiene que darse cuenta

… y empecé a acelerar el paso hacia la iglesia de St. Agnes, incapaz de distinguir a la persona en la multitud. Me apresuré hacia la izquierda, golpeé una mesa blanca en un café y también a una mujer mayor que perdió el equilibrio, mientras yo me hundía en la oscuridad de una callecita estrecha, inundada de olor a orina. Desde lejos oí gritos, la voz de una mujer, la de un hombre, los sonidos de la conmoción. Corrí por la calle y me escondí en un portal que parecía una especie de entrada de servicio. Me aplasté contra dos puertas altas de madera, mientras sentía la costra de la pintura desprendida contra el cuello y la cabeza. Incliné las rodillas y me dejé caer sobre el suelo de baldosas del vestíbulo. Veía hacia afuera por un vidrio de la puerta exterior, roto en el medio. Pensé que la oscuridad y las sombras me ocultarían.