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Todo era posible.

Para cuando salí de Roma con mis cosas en el baúl del Lancia, era más de medianoche. La autopista A-1 estaba bastante vacía, a excepción de los grandes camiones de transporte de mercaderías.

Había comprado un buen mapa de Toscana, uno del Touring Club Italiano que parecía abarcador y exacto. Fue muy fácil para mí guardarlo en mi memoria. Después localicé una ciudad pequeña llamada Volte-Basse, no muy lejos de Siena, a unas tres horas de viaje hacia el norte.

Me llevó un tiempo acostumbrarme a los conductores italianos, que no son realmente imprudentes -comparados con los de Boston, todos los conductores del mundo son virtuosos-, sino elegantemente agresivos. Me concentré un tiempo en la autopista iluminada con lámparas color ámbar y eso me tranquilizó poco a poco. Pronto pude pensar con más tranquilidad.

Entonces, además de mirar la ruta, empecé a pensar. Manejé por el carril izquierdo a unos 120 kilómetros por hora. Dos veces me salí de la ruta bruscamente y esperé con las luces y el motor apagados para asegurarme de que nadie me seguía. Es un acto elemental pero funciona. Nadie parecía seguirme aunque no podía estar totalmente seguro.

Un auto se me acercó desde atrás e hizo luces con los faros. Se me puso tenso el estómago. Ya estaba casi encima y entonces, apreté el acelerador a fondo y di un giro muy brusco a la derecha.

No, no, lo único que trataba de hacer es pasarme

Era evidente que yo tenía los nervios destrozados. "Así es como pasan en Italia", me dije. "Estás perdiendo la calma. Contrólate."

Y después, en voz alta:

– No te descontroles, Ben. Tú puedes. No te pongas nervioso.

Lo cierto es que con ese nuevo… talento… me había convertido en un monstruo. No tenía idea de cuánto duraría, pero ya había cambiado mi vida para siempre y me había llevado alas puertas de la muerte varias veces. Y sobre todo, el talento y todo lo que traía con él me habían transformado de nuevo en esa cosa que yo no quería ser, en ese autómata desalmado creado por el trabajo en la cia.

El tipo de fes que tenía era algo terrible. Ahora lo sabía. No era algo fantástico ni maravilloso, sino horrendo. Uno no debería poder penetrar en las paredes protectoras que rodean a los demás.

Así que estaba en medio de algo que se había llevado a mi esposa para convertirme otra vez en el hombre de hielo, algo que amenazaba con matarme.

¿Quiénes eran los malos? ¿Una facción de la cia?

Sin duda, lo sabría pronto. En la ciudad de Volte-Basse, en Toscana.

Era una aldea diminuta, apenas un puntito en el mapa. Un grupito de edificios de piedra color arena se agolpaban a los dos lados de una ruta estrecha, la número 71, que llevaba directamente a Siena. Había un bar, un negocio de carnicería y verdulería, y no mucho más.

A las tres y media de la mañana, la ciudad estaba totalmente callada, envuelta en silencio y oscuridad. El mapa que había memorizado, a pesar de lo completo que era, no indicaba nada llamado "Castelbianco", y a esa hora de la mañana, no había nadie a quien preguntar.

Yo estaba exhausto y necesitaba descansar, pero la ruta era un lugar demasiado expuesto. Mis instintos me decían que estacionara en un sitio más protegido. Me alejé hacia Siena por la 71 a través de la moderna ciudad de Rosia y entré en los bosques de las colinas. Después de un patio rodeado de piedras vi un camino que entraba en una propiedad privada, un inmenso bosque toscano con un castillo en el medio. El camino era pequeño y estaba oscuro; la superficie, traicionera y sembrada de grandes piedras y grava. El Lancia se sacudió y tembló sendero arriba. Pronto localicé un bosquecillo más espeso y metí el auto allí para que nadie pudiera verlo, por lo menos mientras fuera de noche.

Apagué el motor, saqué del baúl una de las mantas que había robado del Hassler con mucha culpa y la tiré sobre mi cuerpo. Recliné el asiento lo más que pude y escuché cómo se enfriaba el motor. Me sentí muy solo, hasta que finalmente me quedé dormido.

33

Me desperté con la salida del Sol, confuso y dolorido. Al principio no supe dónde estaba. No en casa, no en mi cama cómoda, apretado contra Molly. Lo recordé con una sensación de naufragio y desgracia. Ah, sí, estaba en el asiento delantero de un auto alquilado en un bosque de algún lugar de Toscana.

Volví a enderezar el asiento, encendí el motor y retrocedí por el bosquecillo y el camino hasta la ciudad de Rosia. El aire estaba frío y el sol, que acababa de salir en el horizonte, echaba rayos dorados sobre los edificios color terracota. Todo estaba en calma, totalmente en silencio hasta que un camión entró tronando por la ruta, a través del centro de la ciudad. Luego gruñó con fuerza, gimiendo, cuando el conductor cambió la marcha para tomar el camino de la colina que yo había usado el día anterior y que subía hacia la cantera de piedras.

Al parecer, Rosia era una ciudad de dos calles principales y de filas de edificios de techos rojos, construidos evidentemente a mediados de siglo. La mayoría contenía negocitos, una panadería, un bazar, algunos negocios de frutas y verduras, un quiosco de diarios. A esa hora de la mañana estaban todos cerrados menos un Jolly Caffé Bar-Alimentari, que además de bar era panadería, en la calle más tranquila. Desde allí provenían voces masculinas. Me acerqué. Había obreros tomando café, discutiendo, leyendo las páginas deportivas de los diarios. Levantaron la vista cuando entré, se callaron y me miraron de arriba abajo. Recogí algunos pensamientos en italiano, pero nada importante.

Vestido como estaba, en un par de pantalones bastante arrugados y un suéter de lana, probablemente yo los confundía. Si era uno de los extranjeros (sobre todo ingleses) que alquilaban las villas toscanas a precios exorbitantes, ¿por qué nunca me habían visto antes? Y si no lo era, ¿qué hacía ese extranjero loco despierto a semejante hora de la mañana?

Pedí un espresso y me senté a una de las mesitas redondas de plástico. La conversación volvió a aparecer lentamente y cuando llegó mi café, una tacita llena de espresso oscuro y humeante coronado con una capa tostada de crema, tomé un buen trago y sentí que la cafeína empezaba a trabajar

Fortificado por fin, me puse de pie y me acerqué al que parecía el mayor de los obreros, un hombre de panza grande, cara redonda y cabeza medio calva, con la cara cubierta por una barba gris Usaba un delantal sucio sobre un uniforme de trabajo azul marino.

– Buon giorno -dije

– Buon giorno -contestó, mirándome con ojos llenos de sospechas. Hablaba con el acento suave, amable de Toscana, en el que la C dura se transforma en una J, y una ch fuerte en una sh.

Me las arreglé para decir en mi italiano rudimentario

– Sto cercando Castelbianco in Volte-Basse -Busco Castelbianco

Él se encogió de hombros, se volvió a los demás

– Che pensi, che questo sta cercando di venderé l'assicurazione al Tedesco, o cosa? -¿Les parece que este tipo está tratando de venderle seguros al alemán, o qué?

El alemán ¿entonces creían que Orlov era alemán? ¿Era ésa su cobertura un emigrado alemán?

Risas. El mas joven, un hombre de unos veinte años, de piel oscura que parecía árabe, dijo.

– Digli che vogliamo una parte della sua percentuale - Dile que queremos parte de la comisión Más risas.

Otro dijo:

– Pensi che questo sta cercando di entrare nella professione del muratore? -¿Les parece que este tipo quiere entrar en el negocio de las construcciones de piedra?