Unos minutos después estábamos en el portón. El guardia salió de su casilla de piedra, con una larga hoja de papel sobre una madera y se acercó al camión, parpadeando bajo el sol.
– Si?
La entonación y el acento eran tan claros que si hubiéramos estado varios miles de kilómetros más al norte, hubiera podido imaginarlo diciendo "Da?" con la misma brusquedad. Con el cabello rubio bien cortado, la cara roja, saludable, era sin duda alguna, de antepasados campesinos rusos, el tipo de rufián tranquilo, poderoso, que emplean con tanta frecuencia en Lubyanka.
– Ciao -dijo Ruggiero.
El guardia asintió, hizo una marca en la hoja de visitantes, miró la carga de mármol y después me vio.
Y volvió a asentir.
Le hice el más leve gesto de reconocimiento y saludo, y me hundí en mis pensamientos como un obrero que haría cualquier cosa para que el tiempo pase más rápido y llegue por fin el final del turno.
Ruggiero encendió el motor de nuevo y guió el camión entre los macizos pilares de piedra. El camino de tierra pasaba frente a varias casas de piedra con techos a dos aguas que, según supuse, pertenecían a los sirvientes. Pollos y patos caminaban entre los patios diminutos frente a las casas, discutiendo y chillándose unos a otros. Una pareja de obreros extendía polvo blanco sobre un fragmento de pasto. Fertilizante.
– Su gente vive aquí.
Yo gruñí, sin preguntarle quién era "su gente". No sé si él lo sabía.
Un pequeño rebaño de ovejas pastaba sobre la ladera de la colina a la izquierda. Tenían caras flacas y rosadas, diferentes de cualquier cara de oveja que yo hubiera visto en los Estados Unidos, y balaron a coro, asustadas, cuando pasamos a su lado.Arriba, al fondo, acechaba la casa.
– ¿Cómo es por dentro? -pregunté.
– Nunca entré. Me dijeron que es linda, pero que está un poco abandonada. Necesita reparaciones. El alemán la compró barata, dicen.
– Suerte para él.
Giramos en una curva sobre una quebrada estrecha, pasamos otro edificio bajo de piedra. Este no tenía ventanas.
– Casa de las ratas -dijo Ruggiero.
– ¿Eh?
– Broma. O medio broma. Ahí dejaban la comida para el ganado. Está llena de ratas, así que nunca me acerqué, ni ahora ni de chico. La usan para guardar cosas.
Temblé de sólo pensar en las ratas.
– ¿Cómo sabe tanto?
– ¿De Castelbianco? Mis amigos y yo jugábamos aquí cuando éramos chicos. -Puso punto muerto y estacionó el camión cerca de una galería donde varios hombres grandes, bronceados, maduros, cortaban y colocaban pedazos de granito de distintos colores en un dibujo ornamental en círculos concéntricos. -En esos días, cuando Castelbianco era de los Peruzzi-Moncini, dejaban que los chicos de Rosia jugáramos aquí. No les importaba. A veces, ayudábamos con alguna cosa. -Buscó debajo del asiento, sacó dos pares de guantes y me dio uno. Mientras bajaba la palanca que colocaría la carga de mármol en el suelo, dijo: -Si hace que alguien se la compre al alemán, trate de encontrar a alguien que saque el alambre tejido. Este lugar era de toda la comune.
Saltó fuera de la cabina, y lo seguí hasta la parte de atrás donde empezó a levantar el mármol y a colocarlo en una pila cerca de la galería.
– Che diavolo stai facendo, Ruggiero? -gritó uno de los albañiles, volviéndose hacia nosotros y haciendo un gesto con la mano alzada.
– Calmati -dijo Ruggiero y siguió trabajando-. Sto facendo il mio lavoro. E per l’interno, credo. Che ne so io? -Hago mi trabajo, decía. Me le uní para bajar el mármol. Las planchas de material, rugosas de un lado, suaves del otro, no eran pesadas pero sí frágiles y teníamos que apoyarlas en el suelo con mucho cuidado.
– Nadie me comentó nada de una entrega de mármol -dijo el mismo hombre, probablemente un capataz, en italiano. Hablaba con muchos gestos. -El mármol vino la semana pasada. ¿Metieron la pata o qué?
– Yo hago lo que me dicen -dijo Ruggiero e hizo un gesto hacia la casa-. Parece que la última entrega fue escasa y Aldo ofreció mandar más. Y además, no es asunto tuyo, carajo.
El albañil levantó una cuchara, alisó una franja de cemento y dijo, resignado:
– A la mierda contigo.
Trabajamos en silencio, un rato, levantando, llevando, poniendo, encontrando el ritmo. Después le dije, despacio:
– Los tipos esos te conocen, ¿verdad?
– Ese sí. Mi hermano trabajaba para él hace un par de años. Un tarado. ¿Ya terminamos con esto?
– Casi -dije.
– ¿Casi?
Mientras trabajábamos, miré la casa y los alrededores. Arriba, Castelbianco no era un palazzo: era grande y, a su manera, magnífico, pero al mismo tiempo desprolijo y abandonado. Sin duda necesitaba reparaciones. Tal vez un millón de dólares en trabajos de renovación le devolverían una grandeza que no había visto desde hacía siglos, pero Orlov no estaba gastando ni una fracción de eso. Me pregunté de dónde habría sacado el dinero, pero había sido jefe de una gran central de inteligencia: ¿por qué no iba a tener formas de llevarse al bolsillo algo del presupuesto ilimitado que había controlado alguna vez? ¿Y cuánto les estaba pagando a los guardias de seguridad, que tal vez eran más de seis? No mucho, sospechaba yo, pero claro, también les estaba dando asilo, protección contra el arresto y la prisión que los hubieran esperado en Rusia por haber servido fielmente a la tan desacreditada kgb. ¡Qué rápido habían cambiado las cosas! Los funcionarios de la seguridad del Estado, tan temidos, tan poderosos, espada y escudo del Partido, cazados como perros rabiosos en su propio país.
Me molestaba que hubiera sido tan fácil entrar en Castelbianco. ¿Qué tipo de seguridad era ésa para un hombre que temía por su vida, un hombre arrastrado a un trato con el jefe de la cia a cambio de protección, algo así como un comerciante de Chicago que tiene que pagar protección a los hombres de Al Capone?
La seguridad era modesta: no parecía haber cámaras de circuito cerrado ni computadoras. Aunque pensándolo bien, eso tenía sentido en cierto modo. El verdadero sistema de seguridad de Orlov era su disfraz de hombre anónimo, aparentemente tan exitoso que hasta sus hombres ignoraban quién era. Demasiada seguridad hubiera sido… bueno… algo así como una "bandera roja". Un sistema demasiado sofisticado hubiera atraído demasiado la atención. Un alemán excéntrico y rico podía tener unos cuantos guardias, pero una sofisticación demasiado grande en cuanto a la seguridad hubiera sido arriesgada. Así que ahora yo estaba adentro, y según la información que había recibido, Orlov también El problema era ¿cómo iba a entrar en la casa? Y sobre todo, una vez adentro, ¿cómo iba a salir?
Por enésima vez, supongo, volví a ensayar mi plan mentalmente y luego hice señas a mi cómplice italiano para que dejara el mármol y me siguiera.
– Aiutatemi! -¡Ayúdenme! -Per il amor di Dio, ce qualcuno chi auitare? -Golpeando con fuerza la puerta de madera que se abría directamente hacia la cocina, Ruggiero aullaba pidiendo que, por el amor de Dios, lo ayudaran. Tenía el antebrazo izquierdo hecho un desastre, una gran herida que sangraba mucho.
Arrodillado en los arbustos cercanos, detrás de un grupo de barriles de metal que contenían restos de comida, yo vigilaba la escena. Un ruido adentro fue la señal de que alguien había escuchado sus golpes desesperados. Lentamente, la puerta se abrió con un crujido. Detrás había una mujer redonda, anciana, con un delantal de tela verde sobre un vestido floreado sin mucha forma. Los ojos castaños, pequeños círculos en la gran masa de arrugas bajo una melena revuelta y salvaje de cabello gris, se abrieron bruscamente al ver la herida de Ruggiero.