– Shto eto takoye? -dijo en una voz aguda, asustada- Bozhe moi! Pridi, malodoi chelovek! Bystro! -¿Qué pasa aquí? Mi Dios, entre, entre, joven, estaba diciendo en ruso
Ruggiero le contestó en italiano
– il marmo il marmo é affilato… -El mármol está muy filoso.
Seguramente era el ama de llaves rusa, tal vez una sirvienta que había trabajado para Orlov en sus días de poder Y como yo había anticipado, se comportó con toda la preocupación maternal de una rusa de su generación. Nunca hubiera creído que la herida de Ruggiero no era fruto de un accidente con los pedazos de mármol, sino algo preparado por mí con elementos de maquillaje de teatro de un negocio en Siena.
Tampoco sospechaba la pobre que apenas se diera vuelta para llevar al joven italiano a la cocina, alguien saltaría desde los arbustos para reducirla. Le puse un trapo con cloroformo sobre la boca y la nariz, ahogué su grito y la sostuve cuando su cuerpo se derrumbó, inerte.
Ruggiero cerró la puerta de la cocina Me miró, alarmado, como pensando qué clase de "inversor canadiense" era yo. Pero su ayuda estaba comprada y pagada y no iba a traicionarme.
Desde sus días de juego infantil en Castelbianco, había sabido dónde estaba la entrada a la cocina Me hizo una descripción de la parte del interior que conocía. Se había ganado su dinero. Cuando saqué el hilo de nailon de debajo de la ropa de trabajo, me ayudó a atar al ama de llaves, con cuidado para que la soga no la lastimara, y a ponerle una mordaza en la boca para cuando se despertara. Después, en silencio, la llevamos desde la cocina que olía a cebollas, hasta la gran despensa.
Me dio la mano, le pagué lo que faltaba en dólares estadounidenses, y con una sonnsita nerviosa me dijo "Ciao" y se fue.
Una escalera estrecha de piedra llevaba hacia arriba desde la cocina al resto de la casa Desembocaba en un corredor al que daban una sene de dormitorios desocupados Me deslicé por él sin hacer ruido, tanteando el camino En algún lugar de la casa oía un leve zumbido pero parecía lejano, como si me llegara desde miles de kilómetros de distancia No había ninguno de los ruidos normales de una casa o de un castillo viejo como ese
Llegué a una intersección de dos corredores, un vestíbulo desnudo que sólo contenía dos sillitas de madera muy maltratadas El zumbido estaba más cerca ahora, y venia de algún lugar más abajo Lo seguí por las escaleras, doblé a la izquierda y caminé unos metros, luego doblé a la izquierda otra vez.
Metí la mano en el bolsillo delantero de mi mono, toqué la empuñadura de la pistola Sig-Sauer. Acaricié con los dedos el frío tranquilizador del acero del cañón.
Estaba de pie frente a dos altas puertas de roble El zumbido venía a intervalos regulares, desde adentro.
Tomé la pistola y, agachándome lo más posible, abrí una de las puertas, sin saber quién o qué estaría adentro.
El lugar era un enorme comedor vacío con paredes y pisos desnudos y una inmensa mesa de roble preparada para el almuerzo de una sola persona. Esa persona ya había almorzado, eso era evidente.
El único comensal, sentado en un extremo de la mesa, tocaba el timbre para llamar a un ama de llaves que no podía contestarle Era un hombrecito calvo, viejo, aparentemente inofensivo, con anteojos gruesos, de marco negro Lo había visto en fotos miles de veces pero no tenía idea de que fuera tan chiquito.
Vladimir Orlov usaba un traje y una corbata, cosa rara ¿a quién podía estar esperando allí, escondido en Toscana? El traje no tenia la elegancia inglesa, como los que les gustaba usar a los rusos en posiciones de poder. Al contrario era antiguo, estaba mal hecho, era de manufactura soviética o de Europa del Este, probablemente muy viejo.
Vladimir Orlov, el último jefe de la kgb, cuya cara, dura ysin sonrisa, había visto muchísimas veces en los archivos de la Agencia, en diarios y en revistas. Mikhail Gorbachov lo había puesto en la Agencia para reemplazar al traidor anterior que había tratado de sacarlo del gobierno durante las últimas convulsiones del poder ruso. Sabíamos muy poco sobre él, excepto que lo consideraban "confiable" y "pro Gorbachov" y otros rasgos tan vagos y tan poco fáciles de probar como esos.
Ahora estaba sentado frente a mí, chiquito y retorcido. Todo el poder parecía habérsele escurrido del cuerpo.
Levantó la vista, hizo un gesto de desprecio y dijo en un ruso con acento de Siberia:
– ¿Quién es usted?
Tardé unos segundos en contestar, pero cuando lo hice, fue con una facilidad de palabra en ruso que me sorprendió:
– Soy el yerno de Harrison Sinclair -dije-. Estoy casado con su hija, Martha.
El viejo parecía haber visto un fantasma. Se le frunció el ceño y luego levantó bruscamente la vista; los ojos se afinaron, después se abrieron del todo. Parecía pálido, de pronto.
– Bozhe moi -susurró-. Bozhe moi. -Ay, mi Dios.
Yo lo miré, el corazón en la boca, sin entender lo que significaban esas palabras, sin saber quién pensaba él que era yo.
Se levantó lentamente, y me señaló, como acusándome.
– ¿Cómo diablos entró aquí?
No le contesté.
– Qué estupidez, qué estupidez ha hecho al venir aquí. -Las palabras eran un susurro apenas audible. -Harrison Sinclair me traicionó. Y ahora van a matarnos a los dos.
35
Caminé despacio hacia el interior cavernoso del comedor. Mis pasos hacían eco contra las paredes desnudas, los altos techos en forma de bóveda.
Detrás de su calma glacial, de sus gestos imperiales, los ojos de Vladimir Orlov iban de un lado a otro, angustiados.
Pasaron varios minutos de silencio.
Mis pensamientos corrían al galope.
Harrison Sinclair me traicionó. Y ahora nos van a matar a los dos.
¿Traicionarlo? ¿Qué significaba eso?
Orlov volvió a hablar, la voz clara y resonante, reverberando en el silencio.
– ¿Cómo se atreve a venir a verme?
El viejo puso una mano sobre la parte inferior de la mesa y tocó un botón. Desde algún lugar en el vestíbulo llegó el sonido del timbre. Luego, pasos en el interior de la casa. El ama de llaves, probablemente despierta ya pero atada y amordazada, no contestaba los llamados. Pero tal vez uno de los guardias había oído el ruido y venía a ver si todo estaba bien.
Saqué la pistola del bolsillo y apunté al jefe de la kgb. Me pregunté si Orlov se habría visto en esa situación alguna vez. En los círculos de inteligencia en los que había trabajado, por lo menos según los informes y las suposiciones que yo había leído, no había revólveres ni dardos envenenados. En esos círculos, las armas eran los informes y los memorandos.
– Quiero que sepa -dije, con la pistola bajo la mesa- que no tengo intenciones de hacerle daño. Tenemos que charlar un poco, usted y yo. Después voy a irme de esta casa. Cuando aparezca el guardia, quiero que le asegure que todo está bien. Si no lo hace, creo que voy a verme obligado a matarlo.
Antes de que pudiera seguir hablando, se abrió de par en par la puerta de la habitación y un guardia que no había visto antes me apuntó con una automática mientras me ordenaba:
– ¡No se mueva!
Sonreí como si no me importara, miré al viejo una sola vez,y después de un momento de duda, él le dijo al guardia: -Vete. Todo está bien, Volodya. Yo estoy bien. Fue un error.