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El guardia bajó la pistola, me miró de arriba abajo -el verme vestido como trabajador le pareció sospechoso-, y dijo:

– Perdone. -Retrocedió y cerró la puerta despacio detrás de él.

Me acerqué a la mesa y me senté cerca de Orlov. Había sudor en su frente; la cara, de cerca, parecía cenicienta. Glacial e imperiosa, sí, pero muy asustada aunque el hombre trataba de no demostrarlo.

Estaba sentado a unos pocos metros, demasiado cerca para su gusto y volvió la cabeza cuando habló. Una expresión de asco le cruzó la cara.

– ¿Para qué vino? -gruñó.

– Por un acuerdo que usted tenía con mi suegro -dije. Hubo una larga pausa durante la cual me concentré, tratando de oír la voz del pensamiento, pero no conseguí nada.

– Sin duda lo siguieron. Está poniéndonos en peligro a los dos.

Apreté los labios, sin contestarle, concentrándome más, y de pronto oí un ruido, una frase sin sentido, algo que no entendí. Una onda de pensamiento pero nada que pudiera servirme en absoluto.

– Usted no es ruso, ¿verdad?

– ¿Para qué vino? -dijo Orlov, retorciéndose en la silla. Su codo tomó un plato y lo empujó contra otro con un ruido agudo. Su voz empezaba a elevarse, a ganar en fuerza y gritó: -¡Estúpido!

Oí otra frase mientras él hablaba, algo que no entendí, algo en una lengua desconocida. ¿Qué era eso? Ruso, no, no podía ser ruso, no me era familiar. Hice un gesto, cerré los ojos, escuché, oí un alarido de vocales, palabras que no podía decodificar.

– ¿De qué se trata todo esto? -preguntó-. ¿Para qué vino? ¿Qué está haciendo? -Movió la silla de roble tallado para levantarse. La silla chilló contra el suelo de terracota.

– Usted nació en Kiev. ¿Verdad?

– ¡Fuera!

– No es ruso. Es ucraniano.

Él se levantó y empezó a retroceder por la habitación.

Yo me puse de pie otra vez y volví a empuñar la Sig aunque no quería amenazarlo de nuevo.

– Quédese ahí, por favor.

Él se quedó quieto.-Su ruso tiene un leve acento ucraniano. Las "ges", diría yo.

– ¿Para qué vino?

– Su lengua nativa es el ucraniano. Usted piensa en ucraniano, ¿verdad?

– Si lo sabe -dijo él como ladrando-, no necesitaba venir y ponerme en peligro para decirme eso. Harrison Sinclair lo sabía. -Dio un paso hacia mí, como para amenazarme, un intento torpe de recuperar su ventaja sicológica. Su viejo traje estalinista le colgaba como un traje de espantapájaros. -Si tiene algo que decirme o algo que darme, será mejor que sea algo increíble. Si no, no vale la pena. -Otro paso. Luego agregó: -Voy a suponer que es así y le daré cinco minutos para explicarse. Después, será mejor que se vaya.

– Siéntese, por favor -dije, haciendo un gesto con la pistola hacia la silla-. No va a llevarme mucho, se lo aseguro. Mi nombre es Benjamin Ellison. Como ya le dije, estoy casado con Martha Sinclair, la hija de Harrison Sinclair. Martha heredó todas las propiedades y fondos de su padre. Sus contactos, y estoy seguro de que los tiene y muchos, pueden confirmarle mi identidad.

Pareció relajarse, y luego, de pronto, se lanzó contra mí, como si perdiera el equilibrio, las manos extendidas hacia adelante. Con un sonido inhumano, casi gutural, un alarido retorcido y ahogado, se me tiró encima, tomándome de las rodillas, tratando de hacerme perder el equilibrio. Yo me di vuelta en el aire, lo tomé del hombro y lo aplasté contra el piso.

Él se dejó caer bajo la mesa de roble, jadeando, la cara roja.

– No -gruñó. Se le salieron los anteojos. Los miré rebotar en el piso, a medio metro de su mano.

Yo mantenía la pistola sobre él mientras me agachaba a buscarlos. Con el brazo libre, traté de ayudarlo a levantarse. Me costó un poco.

– Por favor, no vuelva a intentar algo así.

Orlov se dejó caer en la silla más cercana como una marioneta, exhausto pero alerta. Siempre me ha fascinado el hecho de que los líderes mundiales, cuando ya no tienen poder, se sienten tan palpablemente disminuidos, incluso a nivel físico. Me acordé de mi encuentro con Gorbachov en la Escuela Kennedy de Boston, me acordé de cómo le había dado la mano después de una conferencia unos años después de que lo echaran sin ceremonias del Kremlim, después de la ascensión al poder de Boris Yeltsin. Me pareció chiquito entonces, muy mortal, muy común. Sentí lástima por él.

Una frase en ruso.

La oí, oí sus pensamientos: una frase reconocible en ruso enmedio de la corriente de ucraniano, como un pedacito de uranio en el grafito.

Sí, había nacido en Kiev. A los cinco años, la familia se mudó a Moscú. Como el médico de Roma, él también era bilingüe, aunque pensaba sobre todo en ucraniano, con algo de ruso en el medio.

La frase que había pensado se traducía como los sabios,

– Usted sabe muy poco -dije, fingiendo gran seguridad- de los Sabios.

Orlov rió. Tenía los dientes mal cuidados, desparejos y manchados.

– Yo sé todo, señor… Ellison.

Miré su cara con cuidado, concentrándome, para ver qué podía recoger. Otra vez, la mayor parte estaba en ucraniano. Aquí y allí encontraba palabras parecidas a las rusas, inglesas o alemanas. Oí algo como Tsyurikh, algo que tenía que significar "Zúrich". Oí Sinclair y algo que parecía banco, aunque no estaba seguro.

– Tenemos que hablar -dije-. De Harrison Sinclair. Del trato que hizo con usted.

Otra vez me incliné hacia él, como pensando. Una corriente de palabras extrañas salía de su cabeza, baja e indistinta, confusa, pero una palabra me gritó algo. De nuevo, Zúrich, o algo parecido.

– ¡El trato! -dijo en tono de burla. Rió: una risa seca, fuerte. -¡Me robó miles de millones de dólares a mí y a mi país… miles de millones! ¿Se atreve a llamarlo trato?

36

Así que era verdad. Alex Truslow tenía razón.

Pero… ¿miles de millones de dólares?

¿Entonces todo tenía que ver con el dinero? ¿Esa era la respuesta? El dinero siempre ha motivado los grandes actos del mal. ¿Era el dinero la razón por la que Sinclair y los otros habían muerto, por la que estaban destrozando la Agencia, como decía Edmund Moore?

Miles de millones de dólares.

El ex jefe de la kgb me miraba con arrogancia, casi con superioridad, y trataba de arreglarse los anteojos.

– Y ahora -dijo con un suspiro, pasando al inglés-, es sólo cuestión de tiempo antes de que me encuentren los míos. De eso no tengo duda alguna. No estoy totalmente sorprendido de que usted me haya rastreado. No hay lugar en la Tierra, por lo menos no un lugar tolerable, en el que no puedan encontrar a quien quieran, cualquiera de ellos. Pero lo que no sé es por qué, por qué decidió poner en peligro mi vida y venir aquí. Es algo muy, pero muy estúpido. -Tenía un inglés excelente, aparentemente fluido y de acento británico.

Yo respiré hondo y dije:

– Tuve muchísimo cuidado al venir. Tiene muy poco de qué preocuparse. -La expresión del ruso no cambió. Respiraba despacio por la nariz. Los ojos, quietos, no tenían ninguna expresión, no lo traicionaban. -Estoy aquí para arreglar las cosas. Para rectificar el mal que haya hecho mi suegro. Estoy dispuesto a ofrecerle mucho dinero si me ayuda a localizar ese dinero.

Él levantó los labios en una mueca de desprecio.

– A riesgo de que me crea grosero, señor Ellison, me interesaría muchísimo que me diera su definición de "mucho".

Yo asentí y me levanté. Volví a poner la pistola en el bolsillo y retrocedí hasta quedar fuera de su alcance físico. Me agaché y me levanté el mono para que viera los fajos de dólares que había pegado a mis tobillos con bandas. Solté los seguros de Velcro que había comprado en un negocio de deportes de Siena, y el dinero salió en dos partes.