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– Pero, ¿cómo se las arregló la CIA o Sinclair para sacar el dinero?

– Ah -dijo él, con cansancio-, hay formas, ya sabe… Los mismos canales que se usaban para sacar a los desertores de Rusia en los viejos días.

Esos canales (yo lo sabía) incluían el sistema de correos militares, protegido por la Convención de Viena. Ese método en particular se usó para sacar a varios desertores de detrás de la Cortina de Hierro. Yo me acuerdo de haber oído hablar de uno de ellos, Oleg Gordievsky, legendario en los chismes de la Agencia, que había salido del país en un camión de muebles. No era verdad, pero por lo menos era plausible.

Él siguió hablando.

– Se puede tratar a un avión militar como a una valija diplomática y si es así, ese avión puede salir del país sin revisación aduanera. Y hay camiones sellados, por supuesto. Unos pocos métodos eran de la CIA; nosotros no teníamos acceso a ellos porque nos vigilaban demasiado. Había informantes en todas partes, incluso entre mis secretarias y secretarios personales.

Algo no encajaba.

– Pero, ¿cómo supo Sinclair que podía confiar en usted? ¿Cómo podía saber que usted no era uno de los malos?

– Por lo que yo le ofrecí -dijo Orlov.

– Expliqúese.

– Bueno, él quería limpiar la CIA, creía que estaba podrida de arriba abajo. Y yo le di las pruebas.

37

Orlov miró la puerta como si esperara que apareciera uno de sus guardias. Suspiró.

– A principios de la década del 80, empezamos a desarrollar la tecnología necesaria para interceptar las comunicaciones más sofisticadas entre los cuarteles de la CIA y otras agencias del gobierno. -Suspiró otra vez, después sonrió con suficiencia. Era como si hubiera contado esa historia antes. -El equipo de satélite y microondas del techo de la Embajada Soviética en Washington empezó a recibir gran cantidad de señales. Confirmaron información que ya habíamos recibido de infiltrados en Langley.

– ¿Qué información?

Otra sonrisa de suficiencia. Empecé a preguntarme si ésa no sería simplemente su forma de sonreír, un torcimiento de la boca, los ojos inalterados, preocupados, serios.

– ¿Cuál era la función principal de la CIA desde su fundación hasta… digamos… hasta 1991?

Yo sonreí, un cínico sonriéndole a otro.

– Derrotar al comunismo en el mundo, hacerles la vida imposible a ustedes.

– Correcto. ¿Hubo alguna vez en que la Unión Soviética fuera realmente un peligro para ustedes?

– ¿Por dónde empiezo? ¿Lituania, Letonia, Estonia? ¿Hungría? ¿Berlín? ¿Praga?

– Pero para los Estados Unidos, específicamente.

– Ustedes tenían la bomba, no lo olvidemos.

– Y estábamos tan asustados de usarla, como ustedes. Solamente ustedes la usaron, nosotros nunca. ¿Había alguien en Langley que realmente creyera que Moscú tenía los medios o la voluntad necesarios para conquistar el mundo? ¿Y qué se suponía que hiciéramos con él cuando lo tuviéramos…? ¿Hacerlo caer como hicieron una vez nuestros grandes y estimados líderes soviéticos con el Gran Imperio Ruso?

– Hubo engaños de los dos lados -dije, coincidiendo con él.-Ah… pero ese… ese engaño mantuvo a la CIA trabajando durante años, y horas extra, ¿verdad?

– ¿Adonde quiere llegar?

– A esto -dijo Orlov-, es simple: su gran misión actualmente es derrotar el espionaje entre corporaciones, ¿no es cierto?

– Así me dicen. Es otro mundo ahora.

– Sí. Espionaje corporativo internacional. Los japoneses y los franceses y los alemanes, todos quieren robar valiosos secretos de negocios de las pobres y asediadas corporaciones estadounidenses. Y sólo la CIA puede hacer que el capitalismo de los Estados Unidos esté a salvo. Bueno, a mediados de la década del 80, la kgb era el único servicio de inteligencia del mundo con equipos capaces de monitorear las comunicaciones constantes que venían de los cuarteles de la CIA. Y lo que averiguamos confirmaba las sospechas más oscuras de algunos de los comunistas más acérrimos. A partir de comunicaciones interceptadas entre Langley y los puestos en capitales extranjeras, Langley y la Reserva Federal, etcétera, supimos que hacía años que la CIA había estado poniendo sus formidables habilidades de espionaje en contra de las estructuras económicas de países que parecían aliados, como los japoneses y los franceses y los alemanes. Contra las corporaciones privadas de dichos países. Todo para proteger la seguridad estadounidense.

Hizo una pausa, se volvió para mirarme y yo dije:

– ¿Y? Eso es parte del negocio.

– Y -siguió diciendo Orlov, mientras se acomodaba en su silla y levantaba las dos palmas al mismo tiempo, como si ya se hubiera explicado-, pensamos que habíamos descubierto los contornos de una operación normal de lavado de dinero: usted ya sabe, el dinero fluye desde las cuentas de Langley en la Reserva Federal de Nueva York hacia varias estaciones de la CIA en el mundo. Espera allí a que se lo necesite para pagar operaciones cubiertas a favor de la democracia, ¿sí? De Nueva York a Bruselas, de Nueva York a Zúrich, a Panamá, a San Salvador. Pero no. No era sí. Para nada.

Me miró y volvió a sonreír como siempre, los labios torcidos.

– Cuanto más investigaban nuestros genios financieros… -Notó mi escepticismo y agregó: -Sí, teníamos unos cuantos genios entre tantos tontos. Cuanto más investigaban, tanto más confirmaban la sospecha de que no era una operación de lavado de dinero estándar. El dinero no estaba en canales, no lo estaban canalizando. Lo estaban haciendo. Lo estaban acumulando. Lo sacaban del espionaje de las corporaciones. Y loprobamos con una comunicación tras otra.

"¿La CIA como institución? No. Nuestro hombre dentro de Langley confirmó que eran sólo algunas personas. Privadas. Estas operaciones estaban controladas por una pequeña célula de individuos de la CIA.

– Los "Sabios".

– Un nombre irónico, supongo. Un grupito de funcionarios públicos que se estaba haciendo enormemente rico. Usando la inteligencia obtenían de las operaciones de espionaje los medios para enriquecerse. Y bastante bien.

El hecho es que es bastante común que los hombres de operaciones de la CIA saquen algo de sus presupuestos, sus fondos, siempre mal documentados y fluidos (por razones de secreto: ningún director de la CIA que haya ordenado una operación cubierta en un país del tercer mundo quiere dejar ningún tipo de rastro que pueda investigar luego un comité del senado). Muchos hombres que conocí tenían la costumbre de sustraer -mamar, le decían algunos- diez por ciento de los fondos a los que tenían acceso, para ponerlos en una cuenta numerada en Suiza. Yo nunca lo hice, pero los que lo hacían, lo hacían para darse una seguridad social en el futuro, una protección en caso de que algo saliera mal. Los tipos de contabilidad de Langley suelen borrar estas cuentas como rutina. Saben perfectamente bien adonde fueron.

Se lo dije a Orlov, que sacudió la cabeza lentamente.

– Estamos hablando de vastas sumas de dinero. No de mamar.

– ¿Quiénes eran… son ellos?

– No conseguimos nombres. Estaban demasiado protegidos.

– ¿Y cómo dice usted que amasaron sus fortunas?

– No hace falta comprender profundamente el negocio de la microeconomía, señor Ellison. Los Sabios conocían las conversaciones más privadas y las sesiones de estrategia en los directorios y oficinas de las corporaciones y en los automóviles de Bonn y Frankfurt y París y Londres y Tokio. Y con esa información… Bueno, era fácil hacer inversiones estratégicas en los mercados de valores de todo el mundo, sobre todo Nueva York, Tokio y Londres. Después de todo, si uno sabe en qué anda la Siemens o la Philips o la Mitsubishi, uno sabe qué acción comprar o vender, ¿verdad?