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– ¿Entonces no era estafa? -pregunté.

– No. No era estafa. Pero sí manipulación de acciones, violaciones de cientos de leyes estadounidenses y extranjeras. Y los Sabios lo hicieron bien, realmente bien. Las cuentas de Luxemburgo, las de la Gran Caimán, las de Zúrich, florecíany crecían todo el tiempo. Hicieron una fortuna. Cientos de millones de dólares, si no más.

Levantó la vista otra vez hacia las puertas dobles y siguió, con una mirada de triunfo en la cara pequeña.

– Piense en lo que podríamos haber hecho con las pruebas: las transcripciones, las comunicaciones interceptadas… Se me nubla la razón cuando pienso… No podríamos haber pedido nada mejor para usar en propaganda política. ¡Los Estados Unidos les roban a sus aliados! No había nada mejor. Cuando lo dijéramos, la otan se destruiría por completo.

– Dios.

– Ah, pero entonces llegó 1987.

– ¿Es decir?

Orlov sacudió la cabeza.

– ¿Usted no lo sabe?

– ¿Qué pasó en 1987?

– ¿Se olvida de lo que le pasó a la economía estadounidense en ese año?

– ¿La economía? -pregunté, confundido-. Hubo una caída de la Bolsa en octubre de 1987, pero fuera de…

– Exactamente. Tal vez "caída" sea una palabra un poco fuerte, pero no hay duda de que la Bolsa se derrumbó el 19 de octubre de 1987.

– ¿Pero qué tiene que ver eso con…?

– Una "caída" del mercado de valores, para usar sus palabras, no es necesariamente un desastre para el que está preparado. Al contrario, un grupo de inversores con información certera puede hacer grandes ganancias en una de esas caídas, vendiendo a corto plazo, apelando a arbitrajes, a futuros y todo lo demás, ¿entiende?

– ¿Qué me quiere decir?

– Lo que digo, señor Ellison, es que una vez que supimos lo que estaban haciendo esos Sabios, cuáles eran sus conductos, pudimos seguir sus actividades muy de cerca… sin que ellos lo supieran.

– Y ellos hicieron mucho dinero en la caída de 1987, ¿no es cierto?

– Usaron programas computarizados para mercados y mil cuatrocientas cuentas diferentes, calibraron con precisión lo que pasaba en el Nikkei de Tokio y movieron los hilos en el momento exacto con la velocidad exacta. No sólo hicieron vastas sumas de dinero con la caída, señor Ellison: ellos la provocaron.

Me quedé mudo, mirándolo.

– Así que ya ve -siguió diciendo él-, teníamos pruebas muy perjudiciales de lo que le había hecho al mundo ese grupito de hombres dentro de la CIA.

– ¿Y las usaron?

– Sí, señor Ellison. Hubo un momento en que nosotros las usamos.

– ¿Cuándo?

– Cuando digo "nosotros", me refiero a mi organización. ¿Se acuerda de los hechos de 1991, del golpe de estado contra Gorbachov, instigado y organizado por la kgb? Como usted bien sabe, la CIA tenía información sobre el golpe antes de que sucediera. Sabían que estaban planeándolo. ¿Por qué cree que no hicieron nada para detenerlo?

– Hay teorías -dije.

– Hay teorías, sí, y hay hechos. Los hechos son que la kgb poseía archivos detallados, explosivos, sobre ese grupo de "Sabios". Esos archivos, una vez develados al mundo, habrían destruido la credibilidad de los Estados Unidos, como ya le dije.

– Y así la CIA quedó inerme -dije-. Chantajeada por la amenaza de hacerlos públicos.

– Precisamente. ¿Y quién abandonaría con facilidad semejante arma? No un enemigo de los Estados Unidos. No un hombre leal a la kgb. ¿Qué mejor prueba podía ofrecerle yo a Sinclair?

– Sí. Brillante. ¿Quién conoce la existencia de esos archivos?

– Hay bastante gente -respondió-. Mi predecesor en la kgb, Kryuchkov, que está vivo pero tiene mucho miedo por su vida y no habla. Su primer asistente, que fue ejecutado… no, perdóneme, creo que The New York Times publicó una historia que decía que se había "suicidado" justo después del golpe, ¿no es cierto? Y, claro está, yo también.

– Y le dio esos archivos increíbles a Sinclair…

– No -dijo él.

– ¿Por qué no?

Se encogió de hombros. Sonrió otra vez.

– Porque habían desaparecido.

– ¿Qué?

– La corrupción era impresionante en esos días, en Moscú -explicó Orlov-. Todavía peor que ahora. Los viejos, los miles de personas que trabajaban en las antiguas burocracias, los ministerios y secretarías, todo el gobierno sabía que tenía los días contados. Los jefes de las fábricas vendían bienes en el mercado negro. Los empleados vendían archivos en las oficinas de Lubyanka. La gente de Boris Yeltsin se había llevado archivos de la kgb y algunos de esos archivos estaban cambiando de manos con rapidez… Y entonces me dijeron que el archivo sobre los Sabios había desaparecido…

– Los archivos de ese tipo no desaparecen…

– Claro que no. Me dijeron que una empleada de nivel bastante bajo del jefe principal del Directorio de la kgb se había llevado el archivo a su casa y lo había vendido.

– ¿A quién?

– A un consorcio de hombres de negocios alemanes. Me dijeron que se los vendió por algo así como dos millones de marcos alemanes.

– Un millón de dólares más o menos. Pero hubiera podido obtener mucho más, supongo.

– ¡Claro que sí! Ese archivo valía mucho dinero, muchísimo. Contenía las herramientas necesarias para chantajear a los más altos funcionarios de la CIA… Imagínese. Valía mucho más de lo que pidió esa tonta mujer. La avaricia puede hacernos irracionales…

Reprimí el deseo de reírme.

– Un consorcio alemán -musité-. ¿Para qué querría chantajear a la CIA un consorcio alemán?

– En ese entonces, no lo sabía.

– Pero ahora sí.

– Tengo mis teorías…

– ¿Por ejemplo?

– Me está pidiendo hechos -contestó él-. Nos encontramos en Zúrich, Sinclair y yo, en condiciones de absoluto secreto, naturalmente. Para entonces, yo ya no estaba en Rusia. Sabía que nunca volvería.

"Sinclair estaba furioso. Se enfureció cuando le dije que ya no tenía la prueba incriminatoria y amenazó con cancelar el trato, volar a Washington y terminar con todo eso. Discutimos muchas horas. Traté de convencerlo de que lo que yo le decía era cierto.

– ¿Y?

– En ese momento, me pareció que lo había convencido. Ahora no lo sé.

– ¿Por?

– Porque pensé que habíamos hecho un trato y tal como salieron las cosas, no era cierto. Me vine aquí desde Zúrich. Debo decir, ya que estamos, que Sinclair había encontrado la casa para mí. Esperé. Diez mil millones de dólares estaban en Occidente. Oro que pertenecía a Rusia. Era un juego de enorme importancia, y yo tenía que confiar en la honestidad de Sinclair. Más que eso, en su interés en el asunto. Quería que Rusia no se convirtiera en un país de extrema derecha, en una dictadura nacionalista y chauvinista. También él quería salvar al mundo de eso, pero yo creo que fueron los archivos. El hecho de que yo no tuviera los archivos de los Sabios para entregárselos. Seguramente pensó que yo no estaba jugando limpio. No creo que haya otra razón por la que pudiera haberme traicionado…

– ¿Traicionarlo?

– Diez mil millones de dólares terminaron en una bóveda de Zúrich, bajo Bahnhofstrasse con dos códigos de acceso para asegurar la liberación. Pero yo no tuve acceso a ese código. Y» entonces, Harrison Sinclair murió, lo mataron. Y ahora no hay esperanza de recuperar el oro. Así que espero que entienda que ciertamente yo no tenía interés alguno en matarlo. ¿No le parece?