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– Bien.

Los tres me sacaron de la camioneta hacia el brillo del día. No tenía sentido luchar. No podía llegar a ninguna parte atado como estaba. Miré alrededor y vi árboles, arbustos, un brillo de alambre de púa. Todavía estábamos en Castelbianco, no lejos de la entrada, frente a uno de los edificios de piedra que yo había notado desde el camión, al entrar.

Me pusieron en el suelo justo en la puerta del edificio. Olía a tierra húmeda, y también a basura podrida. Supe dónde estaba.

Entonces, el que estaba a cargo, dijo:

– Lo único que tiene que decirnos es dónde está el oro.

Boca arriba en el suelo, el cuello húmedo de tierra, dije:

– Orlov no cooperó. Apenas si tuve tiempo de charlar con él.

– Eso no es cierto, señor Ellison -dijo el que estaba en el medio-. No nos está diciendo la verdad.

Sacó un objeto pequeño, brillante, lo puso cerca de mis ojos para que lo viera. Un escalpelo afilado como una hoja de afeitar. Cerré los ojos instintivamente. Dios, no. Que no lo haga.

Hubo un golpe sobre mi mejilla. Sentí el horror del metal frío, luego un dolor agudo, como de agujas.

– No tenemos por qué cortarlo más -siguió diciendo el jefe-. Por favor, necesitamos la información. ¿Dónde está el oro?

Sentí algo caliente y pegajoso que me corría sobre la cara, a la derecha.

– No tengo ni la menor idea -dije.

El falso policía me apoyó el escalpelo en la otra mejilla, frío, casi agradable.

– Esto no me gusta más que a usted, señor Ellison, se lo aseguro. Pero no tengo alternativa. Otra vez, Frank.

Yo jadeé.

– No.

– ¿Dónde está?

– Ya le dije, no tengo…

Otro corte. Frío, luego calor y ardor, y la sangre sobre la cara, mezclándose con ese líquido pegajoso que me habían puesto. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.

– Usted sabe por qué hacemos esto, señor Ellison -dijo el jefe.

Traté de darme vuelta sobre la panza, pero dos de ellos me sostenían con firmeza en el lugar.

– Mierda -grité casi-. Orlov no sabía. ¿Es tan difícil de entender? El no sabía… así que yo no sé…

– No nos obligue -dijo el jefe-. Usted sabe que somos totalmente capaces de hacerlo.

– Si me dejan ir, puedo ayudarlos a encontrar el oro -susurré.

Él hizo un gesto con la pistola y los otros me levantaron, uno por los pies, otro por la cabeza. Me retorcí con fuerza pero no tenía movilidad y ellos sabían lo que hacían.

Me arrojaron a la oscuridad húmeda y asquerosa del depósito, una oscuridad inundada del olor fuerte, pútrido, de la basura abandonada. Oí unos crujidos. Había otro olor también, algo ácido, como queroseno o nafta.

– Sacaron la basura ayer -dijo el jefe-. Tienen hambre, creo yo.

Más crujidos y roces.

El ruido del plástico cuando lo pisan; más roces, esta vez más frenéticos. Sí, nafta o queroseno.

Me bajaron, con los pies atados. La única luz en esa cámara horrenda, diminuta, venía de la puerta, contra la cual veía las tres siluetas grandes de los falsos policías.

– ¿Qué mierda quieren? -dije con un graznido.

– Díganos dónde está y lo sacamos. Es simple. -Era la voz ronca del jefe.

– Dios. -No pude reprimir el grito. Nunca dejes que se den cuenta de que tienes miedo, pero ahora el espanto era incontenible. Un roce, varios. Tenía que haber docenas ahí dentro.

– Su ficha personal -siguió diciendo él -hace notar que es usted fóbico a las ratas. Por favor, ayúdenos, y todo esto será apenas un mal recuerdo en menos de un segundo.

– Ya le dije que él no sabía…

– Cierra, Frank -dijo casi con un ladrido.

La puerta se cerró. Oí el ruido del pasador. Durante un instante todo quedó negro y luego, cuando mis ojos se fueron acostumbrando, todo tomó un brillo ámbar, un brillo amenazador. Había ruidos leves en todas partes. Varias formas oscuras, grandes, se movían a mi alrededor. Se me erizó toda la piel.

– Cuando esté listo para hablar -oí que decían desde afuera-, lo estaremos esperando, amigo.

– ¡No! -exclamé en un aullido-. Ya les dije todo lo que sé.

Algo pasó corriendo sobre mis pies.

– ¡Dios santo!

Desde afuera, oí la voz ronca que me hablaba.

– ¿Sabía que las ratas son algo así como ciegas? Operan casi absolutamente por su sentido del olfato. Su cara, con la sangre y el líquido dulce que le pusimos, va a ser irresistible para ellas. Van a tratar de comérselo. Se le van a subir encima, se lo aseguro.

– No sé nada… No sé nada -aullé.

– Entonces, lo lamento por usted -dijo la voz ronca.

Sentí que algo grande y tibio y seco y correoso me corría por la cara, sobre los labios. Varias, eran varias, sí, y yo no podía abrir los ojos, sentí que me lastimaban las mejillas, punzones insoportables, agudos, terribles, un sonido como de papeles, una cola que restallaba contra mi oído, patitas sobre el cuello.

Sólo la idea de que mis captores estaban afuera, esperando a que yo me descontrolara por completo, a que me derrumbara o enloqueciera, me impidió aullar en un ataque de miedo indescriptible, insoportable, inmenso.

39

Todavía no sé cómo hice, pero conseguí mantener la mente en foco, estar ahí.

Me las arreglé para retorcerme y ponerme de pie, arrojando ratas a mi alrededor, sacándomelas de la cara y el cuello con las manos unidas. En unos minutos logré sacarme las bandas de nailon pero eso no iba a ayudarme mucho y los hombres que me esperaban afuera lo sabían: la única salida era la puerta y estaba bien guardada.

Busqué la pistola hasta que me di cuenta de que se habían llevado las dos. Tenía algunas municiones en los zapatos, entre el pie y la media, pero no servían para nada sin un arma para dispararlas.

Cuando los ojos se me acostumbraron a la penumbra, entendí de dónde venía el olor a combustible. Había varios tanques de nafta contra la pared, junto a máquinas de granja. Tal vez la "casa de las ratas", como la había llamado mi amigo italiano, fuera para guardar basura, pero evidentemente la usaban también para materiales de mantenimiento: bolsas de cemento, bolsas de plástico con fertilizante, difusores para fertilizantes, herramientas de tipo mortero, algunos repuestos de tractores.

Las ratas se me reunían alrededor y yo movía las piernas permanentemente para que no se me subieran al cuerpo. Mientras tanto, trataba de investigar las herramientas. Un rastrillo no sobreviviría a un asalto contra una puerta de acero reforzado, ni él ni ninguna de las demás herramientas. La nafta parecía el mejor método, pero ¿qué podría hacer con ella? ¿A quién asaltaría? ¿Qué incendiaría? ¿Y con qué iba a encenderla? No tenía fósforos. ¿Y si la esparcía y me las arreglaba para encenderla… qué sucedería? Moriría quemado. Eso no beneficiaría a nadie excepto a mis captores. Una estupidez total. Tenía que haber otra forma.

Sentí el roce de una cola de rata contra el cuello. Me estremecí de arriba abajo.

Desde afuera, la voz ronca repetía:-Lo único que queremos es la información, señor Ellison

Lo más fácil era inventar información, fingir que me había quebrado y soltarla

Pero eso no serviría Seguramente lo esperaban estaban bien informados Tenía que salir de otra forma

Era imposible Yo no era ningún Houdini, pero tenía que salir Las ratas, esas criaturas gordas, marrones, con colas largas, peladas, se deslizaban entre mis pies, haciendo ruiditos agudos Había docenas. Algunas se habían trepado a las paredes Dos, acostadas sobre una bolsa de fertilizante de veinticinco kilos, saltaron hacia mí, buscando el olor de la sangre que se me congelaba en la mejilla. Horrorizado, agité los brazos para alejarlas Una me mordió el cuello Golpeé a mi alrededor y maté a una o dos con los pies.