O, lo cual era peor todavía, ¿tendría algo que ver con el poder que yo había adquirido en el laboratorio del Proyecto Oráculo? ¿Algo estaría empezando a fallar? ¿Quién había sido -Rossi o Toby- el que había mencionado, así, al pasar, que la única persona en la que había funcionado el protocolo, el holandés, se había vuelto loco? El clamor de su cabeza lo había llevado al suicidio. Empecé a entenderlo.
Y sin embargo, al mismo tiempo me preocupaba el hecho de que la maldita habilidad telepática que me había metido en todo eso ya no estuviera en mí.
Así que fruncí el ceño, entrecerré los ojos, traté de convertir mi mente en receptor y… me pareció muy difícil. Estaba rodedado de sonidos, y eso hacía que fuera muy complicado separar las ondas elf del resto. Estaba el sonido del motor del avión, ahogado y repetitivo, como una canción de cuna; la charla más clara de los pasajeros cercanos, una risa fuerte, como un ladrido, de alguien en la sección de fumadores; un chico que lloraba unos asientos más atrás; el ruidito de los carritos de servicio con vasos, hielo y botellitas en miniatura.
Durmiendo a mi lado estaba Molly, pero yo no quería violar mi pacto con ella. El pasajero más cercano -al fin y al cabo, estábamos en primera- estaba bastante lejos.
Incliné la cabeza hacia Molly, un gesto furtivo, y la oí murmurar algo en voz alta. Cambió de posición bruscamente como si hubiera detectado mi proximidad y abrió los ojos.
– ¿Qué estás haciendo?
– Te cuido -dije.
– ¿Ah, sí?
– ¿Cómo te sientes?
– Muy mal. Descompuesta.
– Lo lamento.
– Gracias. No es nada. Ya se me va a pasar. -Se sentó, se masajeó la nuca. -¿Tienes idea de lo que vas a hacer en Zúrich, Ben?
– Una idea bastante aproximada, sí -respondí-. El resto» de oído.
Ella asintió, me tocó la mano derecha.
– ¿Y el dolor?
– Un poco mejor.
– Bien. Quiero decir, buen intento de hacerte el macho. Pero sé lo mucho que duele. Esta noche, si quieres, te doy algo para que duermas. Las noches son peores porque a veces,cuando duermes, ruedas sobre los brazos.
– No creo que haga falta.
– Pero dímelo si después cambias de idea.
– Sí.
– ¿Ben? -La miré. Tenía los ojos bordeados de rojo.
– Ben, tuve un sueño con papá. Pero eso lo sabes, supongo.
– Ya te dije, Molly, no pienso volver a…
– No importa. El sueño que tuve… Ya sabes, todos esos lugares en los que viví mientras crecía, Afganistán, las Filipinas, Egipto… Desde que me acuerdo, sentí su ausencia. Supongo que eso es muy común entre los de la CIA: papá se va y no sabes adonde ni por qué ni lo que está haciendo, y tus amigos siempre te preguntan por qué tu padre no está, por qué nunca está… ¿entiendes? Siempre me pareció que papá no estaba nunca y me llevó mucho tiempo entender por qué, pero me acuerdo de haber pensado que si yo me portaba mejor con mamá, él pasaría más tiempo conmigo. Cuando crecí, me dijo que trabajaba para la CIA, y yo lo tomé bien; creo que ya lo sabía: un par de mis amigos me lo habían sugerido. Pero no por eso fue más fácil…
Volvió a tirar el asiento hacia atrás hasta que estuvo casi horizontal, después cerró los ojos, como si estuviera con el analista.
– Cuando dejó de trabajar como hombre de campo, cuando se lo identificó públicamente como hombre de la CIA, las cosas tampoco mejoraron. Trabajaba todo el tiempo, siempre esclavo de su carrera. Así que, ¿qué hice? Me convertí en esclava de la mía, me metí en medicina, y eso porque yo sabía que en cierto sentido es peor todavía.
Noté que había empezado a llorar, y lo atribuí a que estaba cansada o al trauma que habían representado nuestra separación y nuestro reencuentro.
Ella siguió hablando. Suspiró una vez.
– Supongo que siempre pensé que él y yo nos conoceríamos mejor cuando él se jubilara y cuando yo tuviera una familia. Y ahora… -Se le quebró la voz, ahogada y aguda. Una nenita otra vez. -Ahora, nunca…
No pudo seguir. Yo le acaricié el cabello como para decirle que igual la entendía…
La última vez que vi al padre de Molly fue en un viaje de negocios a Washington. Él era director de la CIA desde hacía ya varios meses. Yo estaba en Washington por asuntos legales. No había ninguna razón por la que tuviera que llamarlo desdeel hotel Jefferson. Lo llamé porque probablemente quería compartir de alguna forma el entusiasmo de su nueva importancia, la idea de tener un suegro en un puesto tan destacado. ¿Egoísta? Naturalmente. Quería tocar en algo la gloria de Hal. Sin duda también quería volver a los cuarteles de la CIA con algo parecido al triunfo, aunque fuera el triunfo de otro.
En el teléfono, Hal me dijo que le encantaría que nos reuniéramos a tomar algo o a almorzar (se había convertido en un fanático de la salud, había dejado el alcohol, tomaba solamente cerveza sin alcohol o su cóctel preferido: jugo de cerezas, agua mineral y lima).
Mandó un auto y un chofer a buscarme, lo cual me puso nervioso: ¿y si The Washington Post notaba ese abuso de poder de parte de Hal? Harrison Sinclair, ese hombre recto y probo, había enviado una limusina del gobierno, pagada con los impuestos de los contribuyentes, a recoger a su yerno. Que podría haberse tomado un taxi. ¿Vería mi foto en la primera plana dentro de una gran limusina negra?
A diferencia de lo que había pasado en mi última vez dentro de la CIA, cuando me había alejado con la cabeza baja y una caja de cartón con todas mis cosas entre las manos, solo a través del vestíbulo oscuro hacia el estacionamiento, esta vez la entrada fue triunfal. Sheila McAdams -la atractiva secretaria privada de Hal, de treinta años- me recibió en el vestíbulo y me llevó en el ascensor hasta la oficina de Hal.
Él irradiaba buena salud. Parecía realmente encantado de verme. En parte era porque le fascinaba mostrar su nueva oficina, supongo. Almorzamos en su comedor privado ensalada griega y sandwiches de berenjena; tomamos jugo, agua mineral y lima.
Hablamos un rato, al azar, de los negocios que me habían llevado a Washington. Hablamos de la forma en que había cambiado la Agencia desde la caída de la Unión Soviética, de sus planes para el puesto. Charlamos sobre mucha gente que conocíamos. Un poco de charla política. En general, un almuerzo muy agradable e intrascendente.
Pero nunca voy a olvidarme de algo que dijo cuando yo ya me iba. Mientras me acompañaba hacia el ascensor, me puso el brazo sobre los hombros y dijo:
– Sé que nunca hablamos de lo que pasó en París.
Yo lo miré, intrigado.
– Lo que te pasó, quiero decir…
– Sí… -dije.
– Algún día tenemos que hablar. Hay algo que quiero decirte.
Instantáneamente me dieron ganas de vomitar.-Hablemos ahora -dije. Y me sentí bien, aliviado, cuando él contestó: -No puedo.
– Tus tiempos son muy breves, supongo… -No es sólo eso. No puedo. Pero vamos a hablar. Ahora no. Pronto.
Nunca hablamos.
Cuando Molly y yo llegamos al aeropuerto Kloten, tomamos un taxi al centro de Zúrich, un Mercedes. Pasamos el mamut recientemente renovado de Hauptbahnhof, giramos alrededor de la estatua de Alfred Escher, el político del siglo XIX al que, según se dice, se debe la transformación de Zúrich en un moderno centro de Bancos y banqueros.