– No puedo decírtelo, Miles…
– Pero, ¿en qué andas? Estás en Europa, ¿no? ¿Dónde?
– Digamos Europa y dejémoslo ahí.
– ¿Y en qué estás metido?
– Lo lamento.
– Ben Ellison… somos amigos. Sé franco conmigo.
– Si pudiera,… Pero no.
– Mira, de acuerdo, de acuerdo. Si no me vas a decir nada, por lo menos déjame ayudarte. Voy a preguntar un poco, investigación de campo, a amigos. Dime dónde llamarte.
– No puedo.
– Llámame tú entonces…
– Sí, Miles -dije y corté.
Empezaba a entender algo.
Durante un rato muy largo me quedé sentado en el borde de la cama, mirando por la ventana la elegante vista de la Para-deplatz, los edificios brillantes bajo el sol, y me sentí paralizado de pronto por un terror enorme, oscuro, opaco.
43
No dormí. No podía.
En lugar de eso, llamé a uno de los muchos abogados que conocía en Zúrich. Tuve la suerte de encontrarlo en la ciudad y en su oficina. John Knapp era un abogado especializado en leyes de corporaciones, la única práctica que me parecía más aburrida que la relacionada con las patentes. Había estado viviendo en Zúrich y trabajando para una firma de abogados estadounidense con sucursal suiza, desde hacía cinco años. Sabía más que cualquier otra persona que yo conociera sobre el sistema bancario de los suizos. Había estudiado en la Universidad de Zúrich y supervisado más de una transacción secreta no del todo limpia para algunos de sus clientes. Knapp y yo nos conocíamos desde la universidad, donde habíamos estado en la misma sección y el mismo año, y de vez en cuando jugábamos al squash juntos. Yo sospechaba que en el fondo yo le desagradaba tanto como él a mí, pero nuestros tratos nos unían como profesionales y los dos fingíamos compañerismo, camaradería ruidosa, como tantos hombres que se conocen.
Le dejé una nota a Molly, que seguía durmiendo, para avisarle que volvería en una hora o dos y tomé un taxi en la puerta del hotel. Le pedí al chofer que me llevara a Kronenhalle en la Ramistrasse.
John Knapp era un hombre bajito, delgado, con un caso terminal de la enfermedad de los petisos. Como un chihuahua que amenaza a un San Bernardo, se hinchaba todo el tiempo con sus gestos imperiosos, lo cual lo convertía en alguien levemente ridículo, como un personaje de dibujo animado. Tenía ojitos marrones y cabello castaño muy corto, salpicado de gris y cortado en bandas. Ese corte le daba el aspecto de un monje disoluto. Después de tantos años en Zúrich, había empezado a tomar el color local y en cuanto a la ropa, parecía un banquero suizo. Usaba un traje azul, inglés, y una camisa rayada que seguramente eran de Charvet, en París. No había duda de que de allí provenían los gemelos. Había llegado quince minutos tarde a la cita: sin duda un movimiento para demostrar su poder. Era un tipo que leía libros sobre cómo demostrar el poder que uno tiene y conseguir éxito y dominio en un almuerzo o acorralar a alguien en una oficina.
El bar de Kronenhalle estaba tan repleto que apenas si conseguí deslizarme hacia el interior y llegar hasta un asiento. Pero no había duda de que los parroquianos eran los adecuados, los glitterati suizos. Knapp, que apreciaba la buena vida, coleccionaba lugares como ese. Generalmente, esquiaba en St. Moritz y Gstaad.
– Dios, ¿qué les pasó a tus manos? -preguntó cuando me apretó la derecha con algo de firmeza y vio la mueca que me provocaba ese gesto descuidado.
– Mala manicura -dije.
Su expresión de horror se transformó inmediatamente en una de risa exagerada.
– ¿Estás seguro de que no te cortaste con el papel de tus excitantes patentes?
Sonreí, casi tentado de empezar a nombrar mis últimos éxitos (los abogados de corporaciones son particularmente vulnerables a eso, es evidente), pero no le dije nada. Es importante tener en mente que un aburrido es alguien que habla cuando uno quiere que escuche. Y en mi caso, en un momento apenas, Knapp se había olvidado de mis manos vendadas.
Cuando terminamos con los preliminares, me preguntó:
– ¿Y qué mierda te trae a la ciudad Z?
Yo estaba tomando whisky. El había pedido, con todo orgullo, un kirschwasser, en Schweitzerdeutsch, el dialecto suizo del alemán.
– Esta vez, voy a tener que ser poco comunicativo, lo lamento -dije-. Negocios.
– Aja -dijo, levantando las cejas. Sin duda sabría por alguno de nuestros conocidos que alguna vez yo había trabajado en la Agencia. Probablemente pensaba que ésa era la clave de mi éxito legal (y, claro, no estaba muy lejos de la verdad). De todos modos, supuse que con Knapp era mejor ser misterioso que inventar tonterías.
Fingí ceder un poquito.
– Es un cliente con activos. Tiene que localizarlos aquí.
– ¿Localizar activos? ¿No está un poco fuera de tu línea de trabajo?
– No del todo. Está relacionado con un trato que se está por hacer en mi firma. Si no te importa, no puedo decir mucho más.
Él se lamió los labios y sonrió, como si supiera más que yo de qué estábamos hablando.-A ver -dijo.
Era tan alto el nivel de ruido que la idea de tratar de leerle la mente me pareció totalmente ridicula. Lo intenté varias veces, inclinándome hacia él lo más que podía, pero fue totalmente inútil. Y por otra parte, lo que yo quería averiguar no era nada que él no hubiera dicho en voz alta. Y seguramente los pensamientos de Knapp eran banales, absurdos y terriblemente aburridos.
– ¿Cuánto sabes sobre el tema del oro?
– ¿Cuánto quieres saber?
– Estoy tratando de rastrear un depósito de oro en uno de los Bancos de aquí.
– ¿Cuál?
– Ni idea.
Él suspiró, despectivo.
– Hay cuatrocientos Bancos registrados en la ciudad, viejo. Unas cinco mil oficinas. Y millones de onzas de oro nuevo llegan cada año desde Sud África y demás. Buena suerte con tus investigaciones.
– ¿Cuáles son los Bancos más grandes?
– ¿Los más grandes? Los Tres Grandes: el Anstalt, el Verein, y el Gesellschaft.
– ¿Mmrn?
– Lo lamento. El Anstalt es el que llamamos Credit Suisse, o Schweizerische Kreditanstalt. El Verein es el Swiss Bank Corporation. El Gesellschaft es el Union Bank of Switzerland. ¿Así que estás buscando oro depositado en uno de los tres grandes, pero no sabes en cuál buscas?
– Correcto.
– ¿Cuánto oro?
– Toneladas.
– ¿Toneladas? -Otro suspiro despectivo. -Lo dudo seriamente. ¿De qué estamos hablando, de un país?
Sacudí la cabeza.
– De una empresa muy próspera.
El silbó bajito. Una rubia en un traje verde claro pegado como un fideo sobre el cuerpo lo miró fijamente. Era evidente que pensaba que el silbido era por ella, luego desvió la vista. Seguramente no tenía interés en un monje disoluto en traje azul.
– ¿Y cuál es el problema? -me preguntó él, terminando el kirschwasser y haciéndole una seña al camarero para que trajera otro-. ¿Alguien se olvidó de dónde puso el número de cuenta?
– Espera un segundo -dije. Estaba empezando a sonar como él y no me gustaba. -Si se trajera una cantidad significativa de oro a Zúrich y se colocara en una cuenta numerada, ¿adonde iría a parar el oro, físicamente hablando?
– Bóvedas. Es un problema creciente para los Bancos de la ciudad. Tienen todo ese dinero y ese oro, y se están quedando sin espacio y las leyes municipales no les permiten construir edificios más altos, así que tienen que usar lo que está debajo, como si fueran duendes.