Después, abrió el libro. La tapa gris, estaba inmaculada y el lomo del libro crujió cuando se abrió por el medio. Seguramente lo habían abierto apenas unas dos o tres veces antes. Tal vez sólo una, cuando el legendario señor Dulles sacó su pluma Waterman y escribió en la página del título en letras negras: "Para Hal, con la mayor de las admiraciones, Allen".
– Fue lo único que te dejó papi -dijo ella-. Y durante un tiempo me pregunté por qué.
– Yo también.
– Él te quería. Y aunque siempre fue frugal, no era un avaro. Me preguntaba por qué te había dejado ese libro solamente. Yo conocía bien su mente… era un jugador, le gustaban los juegos. Así que cuando empaqué, reuní los documentos que me dejó papá y decidí traer esto y mirarlo para ver si tenía marcas… Ese es el tipo de cosa que me hacía cuando yo era chica: marcar los libros para que prestara atención a las partes que le parecían importantes. Y así lo encontré.
– ¿Ehh?
Miré la página que ella me indicaba. En la página 73, que trataba de códigos y criptografía, estaba subrayada la frase "Código Rosa". Junto a ella, en lápiz, Hal había agregado: "L2576HJ".
– Es su siete -explicó Molly-, y sin duda, el dos es suyo. Y la J.
Yo entendí inmediatamente. "Código Rosa" significaba en realidad Código Ónix. Dulles no había querido dar el nombre verdadero en el libro. El Código Ónix era un libro de códigos legendario de la Primera Guerra Mundial que la Agencia había heredado del Servicio Diplomático de los Estados Unidos. Todavía estaba en carrera, aunque rara vez se utilizaba realmente porque hacía siglos que alguien lo había decodificado. L2576HJ era una frase en código.
Hal Sinclair le había dejado a Molly los medios legales para acceder a la cuenta.
Me había dejado a mí, el número de cuenta. Siempre que lograra descifrarlo.
– Uno más -dijo Molly-. En la página anterior.
En la parte superior de la página 72 había una serie de números, 79648, que Dulles citaba como ejemplo de cómo funcionan los códigos. Estaba subrayada en lápiz, sin mucha fuerza, y junto a ella, Sinclair había escrito "R2".
R2 se refería a un libro de códigos mucho más reciente, que yo nunca había usado. Supuse que 79648 era otro código que se traduciría en otra serie de números (o tal vez letras) cuando se le aplicara el código R2.
Necesitaba información de la CIA, y sin embargo, no podía arriesgarme a dar a conocer mi paradero. Así que llamé a un amigo de la Agencia, alguien que conocía desde lo de París y que se había retirado hacía unos años y enseñaba Ciencias Políticas en Erie, Pensilvania. Yo le había salvado el pellejo no una sino dos veces: una vez en una misión que se había complicado y otra vez, burocráticamente, limpiando el nombre en la investigación subsiguiente.
Me debía mucho y aceptó sin dudar ni un instante llamar a un amigo suyo de la Agencia y pedirle, como favor a un viejo conocido, que buscara en los archivos de criptografía que quedaban un piso más abajo. Como cualquier libro de código de más de setenta y cinco años de antigüedad no se considera asunto de seguridad nacional, la fuente de mi amigo le leyó una serie de códigos. Después, él llamó a mi teléfono pago fuera del hotel y me los leyó a mí.
Finalmente, tuve el número de cuenta ante mis ojos.
El segundo código, en cambio, fue un hueso mucho más difícil de roer. El amigo no encontró el libro entre los archivos cripto (Cripto, como los llamaban) porque todavía estaba activo.
– Haré lo que pueda -dijo mi amigo Eric.
– Te llamo más tarde -le contesté.
Nos quedamos sentados en silencio, mirando las memorias de Dulles, que había empezado la sección "Códigos" con ese famoso dicho de Henry Stimson, el secretario de Estado de-1929: "Un caballero no lee la correspondencia de otro".
Lo cual, por supuesto, era un error que Dulles se preocupaba por señalar una y otra vez. En el oficio de la inteligencia, todos leen la correspondencia del vecino además de todo lo que encuentran con ella. Para defender a Stimson, tal vez podría decirse que los espías no son caballeros.
Yo me preguntaba qué mierda hubiera dicho Henry Stimson sobre caballeros que leían las mentes de otros caballeros.
Llamé a Eric media hora después. Contestó apenas sonó el teléfono. La voz estaba cambiada, llena de tensión.
– No lo conseguí -dijo.
– ¿Qué quieres decir? -¿Alguien lo había interceptado?
– Está desactivado.
– ¿Ehh?
– Desactivado. Las copias se retiraron de circulación. Todas.
– ¿Desde cuándo?
– Desde ayer. ¿De qué se trata todo esto, Ben?
– Lo lamento -dije, con el pecho agitado. Los Sabios. -Tengo que irme corriendo. Gracias. -Y colgué.
A la mañana siguiente, caminamos por Bahnhofstrasse, a unas cuadras de la Paradeplatz, hasta que encontramos el número que buscábamos. La mayoría de los Bancos tenía las oficinas centrales en los niveles superiores de los edificios, arriba de los negocios de moda.
A pesar de su nombre grandilocuente, el Banco de Zúrich era pequeño, muy discreto y pertenecía a una familia. La entrada estaba escondida en una callecita lateral que terminaba en Bahnhofstrasse, junto a un Konditorei. Una placa de bronce, pequeña, decía solamente: B.Z. et Cié. Si tienes que preguntar, entonces no queremos que lo sepas.
Entramos en el vestíbulo y justo en ese momento, tuve la sensación de que veía un movimiento detrás de nosotros. Me volví con cuidado y vi que era probablemente alguien sin importancia, alguien de Zúrich que pasaba por la puerta. Alto, delgado, en un traje color gris paloma, seguramente un empleado, o un banquero rumbo al trabajo. Me relajé, le pasé el brazo por la cintura a Molly y entramos en el vestíbulo.
Pero algo se quedó en mi mente y volví a mirar. El supuesto empleado ya no estaba.
Era la cara. Pálida, extremadamente pálida, con círculos amarillos y grandes bajo los ojos, labios pálidos y flacos y un cabello fino, muy claro, peinado hacia atrás.
Me parecía extrañamente familiar. De eso, no había duda alguna.
Por un instante, me acordé de la tarde del tiroteo en la caHe Malborough en Boston, me acordé del hombre que había pasado por allí, alto, fantasmal…
Era él. Mi reacción había sido terriblemente lenta, pero ahora estaba seguro. El hombre de Boston estaba aquí, en Zúrich.
– ¿Qué pasa? -preguntó Molly.
Me volví y seguí caminando hacia el Banco.
– Nada. Vamos. Tenemos trabajo que hacer.
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– ¿Qué pasa, Ben? -preguntó Molly, asustada-. ¿Había alguien ahí afuera?
Pero antes de que pudiera decir nada, una voz masculina nos preguntó quiénes éramos, por el intercomunicador.
Le di mi nombre real.
La recepcionista me contestó con apenas una huella de deferencia:
– Entre, por favor, señor Ellison. Herr Director Eisler lo espera.
Tenía que aceptar que los buenos oficios de Knapp servían de mucho. Evidentemente era un hombre de poder en la ciudad.
– Por favor, asegúrense de no tener objetos de metal encima -dijo la voz sin cuerpo-. Llaves, cortaplumas, monedas, pongan lo que sea en ese cajón. -Mientras la voz hablaba, salió un cajoncito de la pared. Los dos depositamos allí todo lo que teníamos, todo lo de metal, por lo menos. Una operación impresionante y cuidadosa, me pareció.
Hubo un zumbido leve y el par de puertas que teníamos enfrente se abrió de par en par electrónicamente. Yo levanté la vista hacia un par de cámaras de vigilancia japonesas, montadas cerca del cielo raso, y Molly y yo pasamos a una pequeña cámara a esperar que se abriera el segundo de los juegos de puertas.