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– No estás armado, ¿no? -susurró Molly.

Meneé la cabeza. Las segundas puertas se abrieron también y nos recibió una mujer rubia, joven, simple, un poco robusta, con anteojos de borde de acero que seguramente le hubieran quedado bien a cualquiera menos a ella. Se presentó como la secretaria privada de Eisler y nos llevó por un corredor alfombrado en gris. Yo me detuve un segundo en el baño y luego me uní al grupo de nuevo.

La oficina del doctor Eisler era pequeña y simple, con paredes revestidas en nogal. Las paredes estaban adornadas con unas cuantas acuarelas color pastel en marcos de roble, y casi nada más. Ninguno de los toques de decoración que yo hubiera esperado: nada de alfombras orientales, relojes de péndulo, muebles de caoba. El escritorio del director también era simple: una mesa de vidrio y cromo.

Enfrente, dos sillones individuales aparentemente muy cómodos, de cuero blanco y diseño sueco moderno, y uno grande del mismo material.

Eisler era bastante alto, más o menos como yo, pero algo porcino en su traje de lanilla negra. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, una cara redonda, papada, ojos muy hundidos y orejas grandes. Alrededor de la boca se veían con claridad las líneas profundas de la edad, que también subían hacia la frente y entre las cejas. Y estaba totalmente calvo, con la cabeza brillante. Era una figura impresionante aunque algo siniestra.

– Señora Sinclair -dijo, tomándole la mano a Molly. Él sí sabía cuál era el centro de su atención: no el esposo, sino la mujer, legítima heredera de la cuenta numerada del padre según lo disponía la ley bancaria suiza. Se inclinó profundamente. -Y señor Ellison… -Tenía una voz baja, grave; el acento era una mezcla de alemán suizo e inglés de Oxford.

Nos sentamos en las sillas de cuero mientras él se acomodaba frente a nosotros, en el sillón grande. Nos presentamos, y él hizo que la secretaria nos trajera una bandeja con café. Mientras hablaba, las líneas que le marcaban la frente se hicieron más profundas y gesticuló con las manos bien cuidadas en movimientos tan delicados que parecían casi femeninos.

Sonrió con algo de tensión como para indicar que la reunión en sí ya había comenzado. ¿Qué era lo que queríamos de él?, decía su expresión.

Yo saqué el documento de autorización firmado por el padre del Molly.

Él lo miró.

– Supongo que quieren acceso a la cuenta numerada.

– Correcto -dijo Molly, como una mujer de negocios.

– Hay algunas formalidades -dijo él, como pidiendo disculpas antes que nada-. Tenemos que asegurarnos de su identidad, verificar la firma y todo lo demás. Supongo que tienen referencias bancarias de los Estados Unidos…

Molly asintió y sacó un grupo de papeles con la información que él necesitaba. Él los tomó, apretó un botón para llamar a la secretaria y le entregó todo a ella.

Luego hablamos unos cinco minutos del tiempo y la Kunthaus y otras visitas obligadas en Zúrich. Finalmente, sonó el teléfono. Él lo levantó, dijo "Ja!", escuchó unos segundos y volvió a poner el receptor en su lugar. Otra sonrisa tensa.

– El milagro del fax -dijo-. Esto llevaba mucho más tiempo hace unos años… ¿Si fuera usted tan amable…?

Le dio una lapicera a Molly y una pizarra con una sola hoja membretada del Banco de Zúrich y le pidió que escribiera el número de la cuenta, en palabras -la firma numérica-, sobre la línea de puntos grises en el centro.

Cuando ella terminó de escribir el número que su padre había codificado con tanto cuidado, él llamó otra vez a la secretaria, le entregó el papel y charlamos otro rato mientras estudiaban la escritura con máquinas especiales. Él explicó al pasar que se la comparaba con la firma de la tarjeta que habíamos firmado alguna vez en nuestro Banco de Boston.

El teléfono volvió a sonar, él lo levantó, dijo "Danke" y colgó. Un momento después, volvió la secretaria con una carpeta gris marcada con el número 322069.

Evidentemente, habíamos pasado la primera prueba. El número de cuenta era el correcto.

– Ahora -dijo Eisler-, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Con toda intención, yo había elegido el asiento más cercano a él. Me incliné hacia adelante, puse la mente en blanco, enfoqué mi cerebro en el problema.

Aproveché el momento de silencio. Enfoqué otra vez.

Llegó. Alemán, claro está, una frase tras otra.

– ¿Señores? -dijo él, mirándome con la cabeza baja y el ceño fruncido.

No era suficiente. Yo sabía algo de alemán, había tenido entrenamiento intensivo en la Granja, pero él estaba pensando demasiado rápido para mis habilidades.

No podía.

– Nos gustaría saber cuánto hay en la cuenta -dije.

Me incliné hacia él otra vez, enfoqué, traté de aislar cualquier cosa que pudiera entender en el flujo continuo de alemán, algo a qué aferrarme.

– No se me permite discutir particularidades -dijo Eisler en tono flemático-. Y además, no lo sé.

Y entonces oí una palabra. Stahlkammer.

Sin duda, era la primera palabra que me saltaba a la mente. Stahlkammer.

Bóveda.

– Hay una bóveda que tiene que ver con esta cuenta, ¿verdad? -pregunté.

– Sí, señor -admitió él-. Una grande, debo decir.

– Quiero acceso. Inmediatamente.

– Como desee -dijo él-. Sin duda. Ahora mismo. -Se levantó del sillón. La cabeza calva reflejaba el brillo de las luces en el cielo raso. -Supongo que tienen el código de la combinación para acceder a ella. Molly me miró. Estaba fuera de su elemento.

– Supongo que es el mismo de la cuenta -dije.

Eisler rió una vez y después se sentó de nuevo.

– Realmente no lo sé. Aunque por razones de seguridad, aconsejamos a nuestros clientes que no usen ese número. Y de todos modos, no es la misma cantidad de dígitos.

– Tal vez lo tenemos -dije-. Estoy casi seguro… En alguna parte. Mi suegro nos dejó muchos papeles. Usted podría ayudarnos. Decirnos, por ejemplo, el número de dígitos.

El miró el archivo.

– Imposible -dijo.

Pero yo oí, varias veces, un número que él estaba pensando y no decía, que articulaba en algún lugar de su centro de habla. "Vier"…

Cuatro dígitos, ¿era eso?

– ¿Es de cuatro dígitos? -le pregunté.

El rió de nuevo, se encogió de hombros. Este juego es divertido, decía su cuerpo, pero creo que ya no queda mucho más que decir.

– Hay una cuenta numerada que nosotros administramos y atendemos -explicó con el tono que se usa para explicarle algo a un grupo de niños pequeños-. Ustedes pueden sacar o transferir esos fondos, como quieran. Pero también hay una bóveda, una caja de seguridad, digamos. Nosotros la mantenemos pero no tenemos acceso a ella. Nunca, excepto en las circunstancias más extraordinarias. Como estipuló el fallecido señor Sinclair, para abrir la bóveda se requiere un código de acceso.

– Entonces, usted nos lo puede dar -dijo Molly, reuniendo todo su valor.

– Lo lamento, pero no es posible.

– Se lo exijo como heredera legal de la cuenta.

– Si pudiera, se lo daría, señora -dijo Eisler-. Pero bajo los términos de los arreglos que se hicieron, no puedo.

– Pero…

– Lo lamento -dijo el banquero, la voz terminante-. Eso es imposible.

– Pero yo soy la heredera legal de todas las propiedades de mi padre -dijo Molly, indignada.

– Lo lamento muchísimo -dijo Eisler, imperturbable-. Espero que no haya venido desde Boston, ¿Boston no es cierto?, para esto solamente. Hubiera podido arreglarlo con una llamada telefónica. Menos gasto en dinero y en tiempo.