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– ¿Quién es el otro dueño? -preguntó, la voz tranquila.

– No sé -contesté.

– ¿No lo adivinas?

– Ni siquiera eso. Nada. Todavía no.

Ella se pasó las manos y los brazos sobre las rodillas, y las apretó contra su pecho.

– ¿Cuánto?

– ¿Qué?

– Oro. ¿Cuánto oro hay aquí? -Se le habían cerrado los ojos.

Miré la cámara. La pila era de unos dos metros de alto, cada barra tenía veintidós centímetros de largo, siete centímetros y medio de alto y dos centímetros y medio de espesor. Por lo menos.

Me llevó un tiempo, pero conté 526 pilas, cada una de dos metros. Es decir, unos 946,8 metros lineales. Unas 37.879 barras de oro.

¿Estaba calculándolo bien?

Me acordaba de haber leído un artículo sobre el Banco de Reservas Federales de Nueva York. La bóveda del oro del Federal, que tiene la mitad de la longitud de un campo de fútbol, contiene unos 126 mil millones de dólares de oro si se calcula el precio de mercado a 400 dólares la onza. No sabía a cuánto se vendía el oro cuando Orlov y Sinclair atacaron las reservas de la Unión Soviética, pero 400 la onza parecía un buen número base para el cálculo.

No. No servía.

De acuerdo. El mayor compartimiento de la bóveda del Federal contenía una pared de oro de tres metros de ancho por tres de alto por seis de profundidad. Lo cual significaba unas 107.000 barras. Unos diecisiete mil millones de dólares.

Me ardía la cabeza por los cálculos febriles. El volumen en esta habitación era un tercio de lo que había en aquélla.

Volví a mi cálculo inicial de 37.879 barras de oro. El oro se vendía no a 400 dólares la onza sino a algo así como 330. De acuerdo. Así que a 330 la onza, una barra de oro de cuatrocientas onzas valía 132.000 dólares.

Lo cual nos llevaba a…Cinco mil millones de dólares.

– Cinco -dije.

– ¿Cinco mil millones?

– Correcto.

– Eso es algo que ni siquiera puedo concebir -dijo Molly-. Estoy sentada… apoyada sobre esto… y no puedo ni concebir cinco mil millones de dólares… y son todos míos…

– No.

– ¿La mitad?

– No. Pertenecen a Rusia.

Ella me miró, los ojos fríos y después dijo:

– No me causa ninguna gracia.

– Cierto. Y él dijo diez -la interrumpí.

– ¿Qué?

– Tal vez hay cinco mil millones aquí. Orlov me dijo diez mil.

– Estaba equivocado. O te mentía.

– O la mitad desapareció.

– ¿Desaparecer? ¿Qué quieres decir, Ben?

– Pensé que habíamos encontrado el oro -dije en voz alta-. Y en realidad no es más que una parte.

– ¿Qué es esto? -dijo ella, sorprendida, de pronto.

– ¿Qué?

Como un sandwich entre dos pilas verticales de oro, a nivel del piso, había un pequeño sobre de papel.

– ¿Qué mierda…? -dijo ella, tirando para sacarlo.

Salió con facilidad.

Con los ojos muy abiertos, Molly dio vuelta el sobre en blanco, vio que no tenía nada escrito y lo abrió.

Era una tarjeta de bordes azules, una tarjeta de Tiffany al parecer, con el nombre de Harrison Sinclair en letras de imprenta arriba de todo.

Había algo escrito en el centro de la tarjeta, en la letra de su padre.

– Es… -empezó a decir Molly pero yo la interrumpí.

– No lo digas en voz alta. Muéstramelo.

Dos líneas.

La primera: Caja 322. Banque de Raspail.

La segunda: Boulevard Raspail, 128, París 7e.

Eso era todo. El nombre y la dirección de un Banco de París.

Un número de caja, seguramente una caja de seguridad, ¿Y qué significaba eso? Cajas chinas, cajas dentro de cajas: ésa era la esencia del asunto.

– ¿Qué…?

– Ven -le dije, impaciente, metiéndome la tarjeta en el bolsillo-. Necesitamos otra charla con Eisler.

47

Según las Vidas de Plutarco: "Los muertos no muerden". Según creo fue Dryden el que escribió hace doscientos años: "Los muertos no hablan".

Error, dos veces error. Hal Sinclair seguía hablando mucho después de su funeral, y lo que decía seguía siendo misterioso.

El brillante jefe de espías Harrison Sinclair había sorprendido a cientos de personas en sus seis décadas de vida sobre la Tierra: amigos y socios, superiores y subordinados, enemigos en el mundo y en Langley. Y ahora, después de su muerte, las sorpresas, las vueltas y los recovecos no habían terminado. ¿Quién hubiera esperado tanto de las huellas de un muerto?

Para cuando Molly y yo terminamos de charlar en voz baja, la secretaria privada de Eisler nos esperaba en el corredor, fuera de la bóveda. La habíamos llamado y pedimos ver al director inmediatamente.

– ¿Hay algún problema? -preguntó ella, la cara toda preocupación.

– Sí -dijo Molly pero no explicó más.

– Estaremos encantados de ayudar en todo lo que podamos -dijo ella, escoltándonos hacia el ascensor para subir a la oficina de Eisler. Era toda eficiencia, pero su reserva suiza se había derrumbado en parte: tarareaba algo como si de pronto fuéramos viejos amigos.

Molly conversó con ella, mientras yo permanecía en silencio, tocando la Glock con los dedos, allá abajo, en el bolsillo.

Entrar en el Banco y pasar por los detectores de metales había sido toda una hazaña y debo agradecer al entrenamiento de la CIA por haberlo logrado. Un conocido mío de mis días en la Agencia, Charles Stone (cuya saga extraordinaria seguramente le es conocida a usted) me describió una vez la forma en que había metido una pistola Glock por la puerta de embarque del Aeropuerto Charles de Gaulle de París. La Glock es casi toda de plástico y Stone (creo que la idea es ingeniosa) desarmó el arma en sus componentes, puso las partes chicas de metal en una bolsita con implementos de afeitarse y las más grandes dentro de la manija metálica del equipaje (ambas pasaron por el aparato de rayos X). Dejó las partes de plástico sobre su persona.

Desgraciadamente, esa técnica no me hubiera servido allí porque no tenía el lujo de que me revisaran con dos aparatos: uno de rayos X y un detector de metales. Todo tenía que estar en mi cuerpo y sin duda, la pistola hubiera disparado la alarma.

Así que inventé mi propio método, aprovechando una desventaja de todos los detectores de metales, que no son tan sensibles en los extremos del campo como en el centro. Y la Glock tiene poco acero. Lo que hice fue atar la pistola a una cuerda de nailon larga que me colgaba del cinturón y entraba por un agujero al bolsillo derecho. La pistola colgaba de mi pierna derecha dentro de la manga del pantalón, cerca del zapato. La mantuve quieta poniendo una mano en el bolsillo sobre la cuerda mientras pasaba por el detector. Esencialmente, pateé la pistola para que pasara por el detector en el perímetro del campo magnético tan atenuado que casi no detecta nada. Naturalmente, mientras pasaba, estaba duro de miedo, pensando que tal vez el truco no funcionaría, y que algo me saldría mal. Pero pasé sin incidentes. Después fui al baño y volví a poner la pistola en el bolsillo del pantalón, un lugar mucho más cómodo.

El doctor Eisler parecía todavía más perturbado que su asistente. Nos ofreció café. Dijimos que no, gracias, con toda amabilidad. El hombre tenía la frente arrugada de preocupación cuando se sentó en el sofá enfrente de los dos.

– Bueno -dijo en su voz refinada y grave-, ¿cuál es el problema?

– El contenido de la bóveda -contesté-. No está completo.

Él me miró fijo un largo rato y después se encogió de hombros, furioso.