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– No sabemos nada del contenido de las bóvedas de los. clientes. Lo único que hacemos es mantener todas las precauciones de seguridad que nos parezcan necesarias y que son nuestra obligación…

– El Banco es responsable.

El rió una vez, secamente.

– Lamento decirle que no. Y de todos modos, su esposa no, es más que una de los dueños.

– Parece que falta una gran cantidad de oro -seguí diciendo-. Demasiado para que desaparezca fácilmente. Me gustaría saber adonde fue a parar.

Eisler dejó escapar aire por la nariz y asintió con amabilidad. Parecía aliviado, de pronto.-Señor Ellison, señora Sinclair, seguramente los dos entienden que no se me permite discutir transacciones de ningún…

– Como las transacciones se hicieron en mi cuenta -dijo Molly-, estoy segura de que tengo derecho a saber adonde se lo llevaron.

Eisler asintió otra vez, después de un momento de duda.

– Señora, señor… en el caso de cuentas numeradas, nuestra responsabilidad es permitir el acceso a cualquiera que cumple con los requerimientos estipulados por la persona o personas que han establecido la cuenta en este Banco. Más allá de eso, y para proteger a todos los involucrados, mantenemos el mayor de los secretos.

– Estamos hablando de mi cuenta -dijo Molly, con severidad-. Y yo quiero saber adonde está ese oro.

– Señora Sinclair, la confidencialidad es una tradición del sistema bancario nacional al que el Banco que presido pertenece. Lo lamento muchísimo. Si hay algo que podamos hacer…

Saqué en un sólo movimiento la Glock y la apunté a la frente alta, fruncida.

– La pistola está cargada -pronuncié con tranquilidad-. Estoy totalmente preparado para usarla… -Solté el seguro cuando vi que él empezaba a deslizar el pie hacia la derecha con tanta lentitud que uno veía inmediatamente dónde estaba el botón de la alarma. -No sea tonto, deje esa alarma silenciosa.

Me le acerqué para que el cañón de la pistola estuviera a pocos centímetros de su frente.

No tenía que concentrarme mucho: los pensamientos fluían fácilmente, con claridad. Y recogí bastante: ondas de ideas, sobre todo en alemán, pero con algo de inglés de tanto en tanto. Preparaba expresiones de sorpresa, de furia, objeciones…

– Como ve, estamos desesperados -dije. Mi expresión era evidente: yo estaba realmente desesperado y él se dio cuenta de que era capaz de dispararle en cualquier momento.

– Si es usted tan tonto como para matarme -dijo Eisler con sorprendente tranquilidad-, ni conseguirá lo que quiere ni podrá salir jamás de esta habitación. Mi secretaria oirá el disparo y hay sensores de movimiento en esta habitación y…

Estaba mintiendo. Yo lo sabía por sus pensamientos. Estaba asustado, lo cual era comprensible. Nunca le había pasado algo así antes. Siguió diciendo:

– Incluso si les diera la información que buscan, cosa que no pienso hacer, no podrían salir del Banco.

En eso, parecía estar diciendo la verdad, pero no hacía falta una percepción extrasensorial para entender esa lógica.-Sin embargo, -siguió diciendo después de un momento-, estoy dispuesto a hacer un esfuerzo para dar por terminado este episodio bochornoso. Si deja esa pistola y se va, no pienso denunciarlo. Entiendo que estén desesperados. Pero amenazándome no ganan nada.

– No estamos amenazándolo. Queremos información sobre la cuenta que le pertenece a mi esposa según la ley suiza y la estadounidense.

Unas gotas de sudor empezaron a correrle por la frente, desde la coronilla pelada hacia las líneas que empezaban allí y bajaban a las mejillas. Me di cuenta de que estaba empezando a ceder.

Oí una catarata de pensamientos, algunos furiosos, otros desesperados. Estaba en medio de la agonía de la indecisión.

– ¿Alguien sacó oro de esa bóveda? -pregunté, muy despacio.

Nein, oí claramente. Nein.

Cerró los ojos, como preparándose para el disparo que terminaría con su vida. El sudor le corría a raudales por el cuerpo.

– No podría decirlo -dijo.

Nadie había sacado el oro. Pero…

De pronto, tuve una idea.

– Pero había más oro, ¿verdad? Oro que no llegó a la bóveda.

Sostuve la pistola con fuerza y me le acerqué hasta que la punta del cañón tocó la sien húmeda. Apreté el arma contra la piel. La piel se comprimió, formando marcas alrededor del cañón.

– Por favor -dijo y yo casi no lo oía.

Sus pensamientos venían a toda velocidad, incoherentes, aterrorizados. Yo no podía leerlos.

– Una respuesta -dije-, y nos vamos.

Él tragó saliva, cerró los ojos y después los volvió a abrir.,

– Un cargamento -susurró-. Diez mil millones de dólares de oro. Lo recibimos aquí en el Banco de Zúrich.

– ¿Y adonde fue a parar?

– Parte fue a la bóveda. Es el oro que vieron.

– ¿Y el resto?

Él volvió a tragar saliva.

– Se liquidó. Ayudamos a venderlo a través de corredores de oro sobre bases de secreto absoluto. Se fundió y se volvió a colocar en barras.

– ¿Y el valor?

– Tal vez cinco… tal vez seis…

– Mil millones…-Sí.

– ¿Lo convirtieron en activo líquido? ¿En dinero al contado?

– Se transfirió.

– ¿Adonde?

Él volvió a cerrar los ojos. Los músculos que los rodeaban se tensaron como si el banquero estuviera rezando.

– Eso no puedo decirlo.

– ¿Adonde?

– No debo decirlo…

– ¿Lo enviaron a París?

– No… por favor, no puedo…

– ¿Adonde mandaron el dinero?

Deutschland… Deutschland… München…

– ¿A Munich?

– Tendrá que matarme -dijo él, los ojos cerrados-. No pienso decírselo. Prefiero morir.

Su seguridad me sorprendió. ¿Qué lo poseía? ¿Qué tontería era ésa? ¿Estaba tratando de ver si yo era capaz de cumplir con mi amenaza? Seguramente ya suponía que sí. Y además, ¿qué hombre en su sano juicio se hubiera atrevido a jugarse con un arma apoyada en la sien? ¡Pero él prefería morir a violar la confidencialidad de los Bancos suizos!

Hubo un sonido líquido y vi que había perdido control del esfínter. Una mancha oscura se extendió en un área irregular a través de su entrepierna. Su miedo era genuino. Seguía con los ojos cerrados y estaba paralizado de terror.

Pero yo no lo dejé ir. No podía.

Apreté otra vez el cañón contra su sien y dije lentamente:

– Lo único que quiero es un nombre. Díganos adonde enviaron el dinero. A quién. Dénos un nombre.

Ahora Eisler tenía el cuerpo sacudido por el miedo. Temblaba. Los ojos no estaban cerrados del todo sino apretados con fuerza, dominados por una tensión muscular rígida. El sudor le corría por la frente, sobre la mandíbula, por el cuello. El sudor le perlaba el traje gris y le manchaba la corbata.

– Lo único que queremos -repetí- es un nombre.

Molly me miraba, los ojos llenos de lágrimas, temblando de tanto en tanto. La escena era demasiado fuerte para ella. Aguanta, Mol, por favor, aguanta, quería decirle yo.

– Usted sabe cuál es el nombre que nos hace falta.

Y en un minuto, lo tuve.

El no dijo nada. Le temblaron los labios como si estuviera por ponerse a llorar pero no, no habló.

Pensó.

No dijo ni una palabra.Yo estaba por bajar el arma, cuando se me ocurrió otra pregunta:

– ¿Cuándo fue la última vez que se transfirieron fondos desde este banco a esa persona?

Esta mañana, pensó Eisler.

Apretó los ojos con más fuerza. La transpiración le bajaba en gotas por la nariz, hacia los labios.