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Esta mañana.

Y entonces, dije, bajando la pistola:

– Bueno, veo que es usted un hombre con voluntad de hierro.

Lentamente, abrió los ojos y me miró. Había miedo en ellos, claro está, pero también algo más. Un brillo de triunfo, al parecer; un rayo de desafío.

Finalmente, habló. Le temblaba la voz.

– Si se van de mi oficina inmediatamente…

– Usted no habló -dije-. Admiro eso.

– Si se van…

– No pienso matarlo -dije-. Usted es un hombre de honor y está haciendo su trabajo. Si podemos arreglar algo de modo de saber que esto no pasó nunca… si acepta no informar al respecto, y nos deja salir del Banco sin molestarnos, nos vamos.

Yo sabía que apenas saliéramos del Banco él llamaría a la policía (yo hubiera hecho lo mismo en su lugar), pero eso nos daría unos minutos muy necesarios.

– Sí -dijo él. La voz se le quebró de nuevo. Se aclaró la garganta. -Vayanse. Y si tienen sentido común, cosa que dudo, se irán de Zúrich inmediatamente.

48

Caminamos con rapidez para salir del Banco y después corrimos por Bahnhofstrasse. Eisler parecía haber cumplido con su palabra de dejarnos salir del Banco (por su propia seguridad y la de sus empleados, claro), pero para este momento, calculaba yo, seguramente ya habría llamado a seguridad bancaria y a la policía municipal. Tenía nuestros nombres reales, pero no los otros, lo cual era una suerte. Sin embargo, el arresto era cuestión de horas, si no menos. Y una vez que las fuerzas de los Sabios supieran que estábamos ahí, si es que no lo sabían ya, no quería ni pensar lo que podía pasarnos…

– ¿Lo conseguiste? -preguntó Molly mientras corría.

– Sí. Pero ahora no podemos hablar. -Yo estaba alerta, con los ojos puestos en todos los que pasaban, buscando la única cara que hubiera reconocido, la del asesino rubio que había visto en Boston por primera vez.

No aquí.

Y un momento después, tuve la sensación de que teníamos compañía.

Hay una docena de técnicas diferentes para seguir a un hombre y los que son realmente buenos, son muy difíciles de detectar. El problema para el rubio era que yo ya lo había "hecho", como se decía en la jerga: lo había reconocido. Excepto de la forma más lejana e insegura, no podía esperar seguirnos sin que yo lo notara. Y yo no lo veía.

Pero, como supe muy pronto, había otros, gente que yo no conocía. En la multitud que nos rodeaba en Bahnhofstrasse, sería difícil encontrarlos.

– Ben -empezó a decir Molly pero yo la miré con furia y ella se calló inmediatamente.

– Ahora no -dije entre dientes.

Cuando llegamos a Barengasse doblé a la derecha y Molly me siguió. Las vidrieras plateadas de los negocios nos daban una buena superficie donde vernos a nosotros y también a quienes nos estuvieran siguiendo pero nadie era demasiado obvio al respecto. Eran profesionales. Seguramente desde que lo había visto esa mañana, el rubio había decidido no participar. Otros lo reemplazaban.

Tendría que descubrirlos.

Molly dejó escapar un suspiro largo, tembloroso.

– Esto es una locura, Ben, es demasiado peligroso…

– La voz era suave. -Mira, me pareció horrendo verte poner el arma en la cabeza de ese tipo. Me pareció horrendo lo que le hiciste. Esas cosas son viles.

Caminamos por Barengasse. Yo estaba alerta a los peatones a ambos lados, pero no había podido separar a ninguno de la multitud habitual.

– ¿Armas? -dije-. Me salvaron la vida más de una vez.

Ella suspiró de nuevo.

– Papá siempre decía eso, sí. Me enseñó a dispararlas.

– ¿Un rifle o qué?

– No, armas de puño. Una.38, una.45. Y era buena tiradora, creo. Un as. Una vez le di en el ojo a una de esas siluetas de policías a unos treinta metros. Entonces bajé el arma que me había dado papá y nunca volví a levantarlo. Y le dije que no tuviera uno en mi casa, nunca.

– Pero si alguna vez tienes que usar uno para protegerme a mí o a ti misma…

– Claro que lo haría. Pero no me obligues.

– No, te lo prometo.

– Gracias. ¿Y eso fue necesario, lo de Eisler?

– Sí, lo lamento pero sí. Tengo un nombre ahora. Un nombre y una cuenta que nos dirán adonde desapareció el resto del dinero.

– ¿Y el Banque de Raspail en París?

Meneé la cabeza.

– No entiendo esa nota. Y no sé para quién era.

– ¿Pero por qué la habrá dejado ahí mi padre?

– No lo sé.

– Pero si hay una caja de seguridad, tiene que haber una llave, ¿sí?

– Generalmente, sí.

– ¿Y dónde está?

Meneé la cabeza de nuevo.

– No la tenemos. Pero tiene que haber una forma de llegar a la caja. Primero, Munich. Si hay alguna forma de interceptar a Truslow antes de que le pase algo, yo la voy a encontrar.

¿Habríamos eludido a quien quiera que fuese?

Dudoso.

– ¿Y Toby? -preguntó Molly-. ¿No tendrías que notificarle?

– No puedo arriesgarme a hacer contacto con él. Ni con nadie de la CIA…

– Pero nos vendría bien un poco de ayuda.

– No confío en su ayuda.

– ¿Y buscar a Truslow?

– Sí -dije-. Seguramente va para Alemania. Pero si puedo detenerlo…

– ¿Qué?

En la mitad de la frase giré en redondo hacia un teléfono público en la calle. Era muy pero muy arriesgado hacerle un llamado a Truslow a la oficina de la CIA, claro está. Pero había otras formas, sí. Incluso improvisando, con rapidez. Había formas.

De pie en una calle lateral, con Molly a mi lado, miré a mi alrededor. Nadie… todavía.

Con la ayuda de un operador internacional, llamé a un centro de comunicaciones privado en Bruselas, cuyo número recité con toda facilidad, por supuesto. Cuando me conectaron, disqué una secuencia de números que cambiaron la llamada a un sistema bastante complicado de retorno, una especie de lazo. Cuando volviera a llamar, si alguien rastreaba el llamado, parecería una llamada originada en Bruselas.

La secretaria privada de Truslow recibió la llamada. Le di un nombre que Truslow reconocería inmediatamente como mío y le pedí que me pasara con el director.

– Lo lamento, señor -dijo la secretaria-. En este momento, el director está en un avión militar rumbo a Europa.

– Pero se lo puede alcanzar por conexión de satélite -insistí.

– Señor, no se me permite…

– ¡Esto es una emergencia! -le grité. Truslow tenía que hablar conmigo, yo tenía que advertirle que no entrara en Alemania.

– Lo lamento, señor… -contestó ella.

Y yo colgué: era demasiado tarde.

Y después oí mi nombre.

Me volví y miré a Molly pero ella no había dicho nada.

Por lo menos, creí haber oído mi nombre.

Una sensación extraña. Sí, era mi nombre, sí. Miré a mi alrededor en la calle.

Ahí estaba, otra vez, pensamiento, no palabras.

Pero no había ningún hombre cerca que pudiera…

Sí. No era un hombre: era una mujer. Mis perseguidores creían en la igualdad de oportunidades. Correcto, políticamente hablando.

Era la mujer sola, de pie en un quiosco de diarios, a unos metros, mirando absorta una copia de Le Canard Enchainé, un diario satírico francés.

Parecía de unos treinta, treinta y cinco años, con el cabello rojo y corto, y un traje color oliva que la hacía seria y directa. Poderosa, por lo que yo veía. Sin duda era buena en lo suyo que, según creía yo, no se limitaba a rastrear a una persona.

Pero si estaba siguiéndome, eso era todo lo que yo lograba deducir. ¿Una mujer siguiéndome, empleada de quién? ¿De los que Truslow me había mencionado, de los Sabios? ¿O de gente asociada con Vladimir Orlov, que conocía la existencia del oro y sabía que yo estaba buscándolo?