Busqué un teléfono público y llamé a Kent Atkins, jefe de estación de la CIA en Munich. Atkins, un viejo amigo de los días de París (hubo tiempos en que bebíamos juntos), era también amigo de Edmund Moore, y sobre todo, era el que le había dado a Ed los documentos que hablaban de algo "amenazador" dentro de la organización.
Eran las nueve y media cuando lo llamé a su casa. Contestó a la primera llamada.
– ¿Sí?
– ¿Kent?
– ¿Sí? -La voz aguda, alerta. Y sin embargo, sonaba comohubiera estado durmiendo antes de atender. Una de las habilidades vitales que se adquieren en este negocio es la capacidad para despertarse instantáneamente, estar totalmente en onda en menos de una centésima de segundo.
– Ey, ya estás dormido… Apenas son las nueve de la noche.
– ¿Quién es?
– El padre John.
– ¿Quién?
– Pére Jean. -Una broma nuestra, antigua. Una referencia ae yo esperaba que él recordase.
Un largo silencio.
– ¿Quién di…? Ah, sí, ¿dónde estás?
– ¿Podemos vernos para tomar algo?
– ¿No puede esperar?
– No. ¿Hofbraühaus en media hora?
Atkins contestó con rapidez y sarcasmo.
– ¿Por qué no la Embajada de los Estados Unidos?
Lo entendí y sonreí. Molly me miraba, preocupada. Le hice in gesto para tranquilizarla.
– En Leopold -dijo y colgó. Sonaba perturbado.
Leopold, yo lo sabía -y él sabía que yo lo sabía-, significaba Leopoldstrasse, en Schwabing, una región al norte de la ciudad. Eso significaba el Englischer Garten, un lugar lógico para encontrarse, y específicamente, el Monopteros, un templo clásico, construido a principios del siglo XIX sobre una colina del parque. Un buen lugar para una "cita ciega", como la llamamos nosotros los espías.
En lugar de tomar el subte directamente desde la estación de trenes, cosa que me parecía riesgosa, salimos de la estación y caminamos sin rumbo, en círculos, hacia Marienplatz, la plaza central. Siempre llena de gente y presidida por la monstruosidad gótica de la nueva Municipalidad, la fachada gris como de pan de jengibre, iluminada de noche a toda luz, una visión espantosa. Al sudoeste, una tienda de aspecto bárbaro y moderno que destruía completamente la unidad arquitectónica de la plaza, que a pesar de lo fea que siempre había sido, al menos era gótica.
En algunas cosas, Alemania no había cambiado desde mi última visita. La multitud que esperaba como ganado frente a un semáforo en rojo sobre Maxburgstrasse, a pesar de que no se veía ni un sólo automóvil y todos podrían haber cruzado sin problemas, me hacía sentir seguro. La leyes eran leyes allí. Un joven levantó un pie, desesperado de impaciencia, como un caballo que descansa un casco en el aire, pero ni siquiera con su desesperación iba a violar la etiqueta social.
Por otra parte, en muchas cosas, Alemania había cambiado,y drásticamente. Las multitudes de Marienplatz eran más ruidosas y más amenazadoras que los amables y educados clientes de siempre. Pelados neonazis acechaban en pequeños grupos despectivos, lanzando epítetos raciales a los que pasaban. Los graffiti cubrían parte de los edificios góticos, que siempre habían estado tan limpios. Ausländer raus! y Kanacken raus!, "Fuera los extranjeros" con insultos de distinta intensidad; Tod alien Juden und dem Ausländerpack!, "Muerte a los judíos y las hordas extranjeras"; Deutschland ist stärker ohne Europa, "Alemania es más fuerte sin Europa". Había ataques contra los ex alemanes del Este: Ossis Parasiten. En un color fluorescente que brillaba como el día, sobre un restaurante elegante, una evocación de viejos tiempos: Deutschland für Deutsche, "Alemania para los alemanes". Y un grito de dolor y esperanza: Für mehr Menschlichkeit, gegen Gewalt!, es decir, "Más humanidad, menos violencia".
Docenas de personas sin hogar dormían sobre cartones en los bancos. Muchos negocios estaban tapiados con madera, había vidrieras rotas sin arreglar y locales abandonados. Wegen Geschaftsaufgabe alie Waren 30% billiger!, decía un carteclass="underline" Cerramos, liquidación 30% de descuento.
Munich parecía una ciudad fuera de control. Me pregunté si el país entero, en la crisis económica más profunda desde los días anteriores a la llegada de Hitler al poder, no estaría exactamente igual.
Molly y yo tomamos el subte desde Marienplatz hasta Münchner Freiheit y nos abrimos paso a través de los caminos asfaltados del Englischer Garten, junto al lago artificial, cerca de la Torre China. Pronto localizamos el Monopteros, todo columnas y capiteles labrados. Lo rodeamos en silencio. En los sesenta, el Monopteros había sido un lugar preferido por los manifestantes y la gente de la calle. Ahora parecía el punto de reunión de adolescentes, vestidos con camperas de cuero y tachas o con uniformes de secundaria como los estadounidenses.
– ¿Por qué crees que el dinero está en Munich? -me preguntó Molly-. La capital financiera de Alemania, ¿no es Frankfurt?
– Sí. Pero Munich es el centro manufacturero. La capital industrial y también la capital de Bavaria. La verdadera ciudad del dinero. A veces, se la llama la capital secreta de Alemania.
Era temprano, o mejor dicho, Atkins llegó tarde, en su Ford Fiesta viejo, apenas unas planchas de metal sostenidas por cinta aisladora. Tenía la radio a todo volumen o tal vez era una cinta. Donna Summer con el viejo clásico: Ella tiene que trabajar muy duro por dinero. En París, recordaba yo, Kent había demostrado un gusto vergonzoso por las discotecas. La música desapareció sólo cuando él detuvo el auto por completo. La máquina tembló una vez antes de parar a unos ciento cincuenta metros.
– Lindo auto -le grité cuando lo vi acercarse-. Muy gemütlich.
– Muy cagado -me devolvió él, sin sonreír. Tenía una gran tensión en la cara, la misma que había habido en la voz un rato antes. Atkins tenía unos cuarenta y cinco años, un hombre flexible con una cabellera prematuramente blanca que contrastaba con las cejas oscuras y espesas. Tenía una cara larga, delgada y casi nada de labios, pero de todos modos era muy buen mozo. También era homosexual, lo cual hizo difícil su carrera durante mucho tiempo (los grandes de Langley se han liberado de muchos prejuicios sólo hace muy pero muy poco, por cierto).
Había envejecido desde los tiempos de París. Tenía ojeras grandes, oscuras, que hablaban de noches de insomnio. No había sido de los que se preocupan, pero algo lo obsesionaba ahora, y yo sabía de qué se trataba.
Empecé por presentárselo a Molly pero él no quería saber nada con contactos sociales. Sacó una mano y me apretó el hombro.
– Ben -dijo, con los ojos llenos de alarma-, mira Ben, sal de aquí enseguida. Sal de Alemania, corriendo. No puedo dejar que me vean contigo. ¿Dónde estás parando?
– En Vier Jahreszeiten -mentí.
– Demasiado público, demasiado vulnerable. Yo no me quedaría en esta ciudad si fuera tú.
– ¿Por qué?
– Eres un PNG. -Persona no grata.
– ¿Aquí?
– En todas partes.
– ¿Y?
– Estás en la lista. Hay que buscarte.
– ¿Es decir?
Atkins dudó, miró a Molly, después a mí, como si nos pidiera permiso para contestar. Yo asentí.