– Pero, ¿para qué?
– ¿Para qué? -repetí-. Mira los resultados. Vogel y Stoessel están a punto de controlar Alemania. Truslow y los Sabios controlan la CIA…
– ¿Y?
– Y… no sé…
– ¿Pero a quién van a matar?
Yo no sabía la respuesta a esa pregunta. Pero sí sabía que había una fuga, que alguien se había enterado de muchas cosas sobre la conspiración de Truslow y su gente con Stoessel y su gente, la de Alemania con los Estados Unidos. Y esa persona, fuera quien fuera, estaba a punto de testificar frente al Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia, que estaba investigando la corrupción en la CIA. "Corrupción" manejada nada menos que por el nuevo director, nada menos que por Alexander Truslow.
Un testigo secreto iba a hacer estallar todo en dos días. Si él (o ella) no era asesinado antes…
En el aeropuerto de Echterdingen busqué una aerolínea privada y encontré un piloto que estaba por irse a casa para la noche. Le ofrecí el doble de lo que le daban normalmente para que me llevara a París y él se resignó, volvió a ponerse el uniforme, y nos llevó a un pequeño avión. Pidió permiso para aterrizar por anticipado, y después de un momento, despegamos.
A eso de las dos de la mañana, llegamos al Aeropuerto Charles de Gaulle, pasamos por la aduana a toda velocidad y tomamos un taxi a París. Nos bajamos en el Duc de Saint-Simon, sobre la calle Saint Simón, en el séptimo distrito, despertamos a la empleada que dormía en la recepción y le pedimos una habitación. A la empleada no le hizo gracia que la molestáramos a esa hora. Molly insistió en acompañarme a mi misión nocturna, pero en realidad no tenía muchas ganas, estaba medio descompuesta por el embarazo, y la disuadí con rapidez.
Para mí, París no era sólo una de las grandes capitales del mundo: se había transformado en el escenario de mis pesadillas más recurrentes. París no era la Ile de la Cité y la Rive Gauche y la calle Royale. Era la calle Jacob, esa calle estrecha, oscura, llena de ecos, donde habían muerto asesinados Laura y mi futuro hijo, y James Tobias Thompson III había quedado paralizado de por vida en una secuencia de hechos que se repetía y se repetía en mi mente, convertida en un rito grotesco y artificial. París se había transformado en sinónimo de tragedia.
Y sin embargo, allí estaba otra vez: no había tenido opción.
Ahora me descubrí en el pasillo que daba al estudio deprimente de un fotógrafo en un segundo piso sobre la calle Séze. Más abajo había frentes de negocios pintados de negro con carteles que decían sex shop y video y sexodromo y lingerie látex cuir y las cruces brillantes y verdes de la Grande Pharmacie de la Place.
Lo que parecía haber sido una vez un departamentito de un dormitorio se había convertido un poco al azar en una combinación desagradable de estudio fotográfico y negocio de alquiler de vídeos, de pornografía. Me senté sobre una silla de plástico a esperar que Jean terminara el trabajo. Jean -nunca supe su apellido y no me interesa conocerlo- tenía un negocio paralelo de producción de excelentes documentos falsos, pasaportes y licencias y permisos, sobre todo para operadores independientes y ladrones de poca monta. Yo había tenido la oportunidad de tratar con él varias veces durante mis meses en París, y me parecía confiable y bueno en lo suyo.
¿Podía confiar en él? Bueno, nada es seguro en esta vida. Pero Jean tenía todos los motivos del mundo para ser confiable. Su vida dependía de su reputación en cuanto a discreción y confiabilidad, y un solo acto de traición habría manchado esa reputación para siempre.
Yo me había pasado cuarenta y cinco minutos mirando una aburrida revista de cine y estaba harto de inspeccionar las cajas de vídeo vacías de los estantes. Había más fetiches e historias de los que yo me hubiera imaginado en la pornografía ("Golpes" y "Duro" y "Trisex" y otras desviaciones de las que nunca había oído hablar), y todo eso era fácil de conseguir en cajitas de vídeo.
Era más de medianoche. El fotógrafo había cerrado con llave la puerta de entrada y había corrido las persianas para impedir que molestara el escaso tránsito que había a esta hora de la noche. Desde la habitación interior, oí el crujido de las máquinas de revelado.
Por fin, apareció desde el cuarto oscuro. Era un hombrecito calvo con cara de mago, de aspecto demasiado maduro para su edad, ojos siempre preocupados y anteojos de aro de metal dorado. Olía a permanganato de potasio, una sustancia que usaba para envejecer artificialmente los documentos.
– Voilá -dijo, apoyando los documentos en el mostrador con un gesto florido. Sonrió con orgullo. El trabajo no le había resultado difíciclass="underline" había trabajado con los documentos que había preparado la CIA para mi esposa y para mí, reciclándolos, usando las mismas fotografías y alterando los números cuando le pareció necesario. Nos había provisto de un par de pasaportes canadienses y de dos pares de pasaportes estadounidenses. Molly y yo teníamos todos los documentos que podíamos necesitar como ciudadanos estadounidenses o canadienses.
Examiné los documentos con cuidado. Era un trabajo meticuloso. Y a un precio que era increíblemente alto, por supuesto. Pero yo no podía darme el lujo de protestar.
Asentí, le pagué y me fui a la calle. Ahí estaba el gemido de los neumáticos, el olor acre de los humos de los motores diesel. Incluso a esa hora de la noche, la gente vagaba por las calles de Pigalle buscando gratificaciones rápidas y baratas. Me crucé con una banda de zaparrastrosos, tal vez chicos de la universidad, vestidos a la última moda de los sesenta en Francia: camperas de cuero con inscripciones en inglés en blanco o marrón, carteles con tonterías como "American Fútbol" que parecían totalmente falsos, cabello largo, pantalones vaqueros enrollados y zapatos altos de aspecto ortopédico como los que usan las enfermeras Alguien pasó en una motocicleta enorme, una Honda África Twin 750
En los siguientes minutos hice varias llamadas telefónicas a viejos contactos de mis tiempos de la CIA Ninguno de ellos estaba conectado oficialmente con los servicios de inteligencia y todos trabajaban más o menos del lado equivocado de la ley (una distinción difícil para el negocio del espionaje) desde el dueño de un negocio de aspecto inocente que lavaba dinero para terceros (por un precio respetable, por supuesto) hasta un fabricante de armas que alteraba armas para asesinos mercenarios Los saqué a todos de la cama, excepto a un pájaro nocturno que parecía estar en algún baile con un teléfono celular. Finalmente, a través de un amigo que me había sido útil hacía unos años, localice lo que mis amigos franceses llaman un ingénieur, un ingeniero, o sea alguien capaz de hacer conexiones elaboradas en el sistema internacional de teléfonos Una hora después estaba en su departamento, un edificio decrépito de la década del sesenta en el veintavo distrito, cerca de la Avénue de la Republique Me miró por la cerradura unos segundos y después abrió la puerta Su departamento, amueblado con muy pocas piezas y baratas, olía a cerveza rancia y a sudor El hombre era chiquito y robusto y usaba un par de pantalones manchados de pintura y una remera blanca con una inscripción que decía Hard Rock Cafe debajo de la cual se alzaba una panza enorme Obviamente había estado durmiendo, como casi todos en París: estaba despeinado y con los ojos medio cerrados. Sin gruñir ni dar la menor señal de bienvenida, me señalo un teléfono blanco sobre una mesita de cafe de Fórmica color madera medio carcomida en los bordes. Junto a la mesa había un horrendo sofá color mostaza con el relleno de tapicería afuera en vanos lugares. El teléfono se balanceaba precariamente sobre una pila de guias telefónicas de París.