Yo les hice esto. A mi mentor y amigo. A mi adorada esposa.
"Victor" examinó el pedazo de sobre y después levantó la vista. Los ojos gris azulados me miraron con una expresión que yo no pude definir del todo: ¿miedo?, ¿indiferencia? Podría haber sido cualquier cosa.
Después, me dijo:
– Por favor, pase.
Los dos, "Victor" y la mujer deforme, se sentaron uno junto al otro sobre un sillón angosto. Yo estaba de pie, enrojecido de rabia, con la pistola en la mano. Había un gran televisor color encendido, el volumen mudo, donde se desarrollaba una vieja comedia estadounidense que no reconocí.
El hombre habló primero. En ruso.
– Yo no maté a su esposa -dijo.
La mujer -¿su esposa?- estaba sentada con las manos temblorosas sobre la falda. Yo no podía ni mirarla.
– Su nombre -dije, también en ruso.
– Vadim Berzin -replicó el hombre-. Ella es Vera. Vera Ivanovna Berzina. -Inclinó la cabeza hacia ella.
– Usted es "Victor" -dije.
– Lo era. Durante unos pocos días, me hice llamar así.
– ¿Y quién es en realidad?
– Usted sabe quién soy.
¿Lo sabía? ¿Qué sabía yo de ese hombre en verdad?
– ¿Me esperaba usted? -pregunté.
Vera cerró los ojos, o mejor dicho, los hizo desaparecer dentro de las montañas de carne de su rostro. Yo había visto una cara así antes, me di cuenta, pero sólo en fotos o películas. El Hombre Elefante, esa poderosa película basada en la historia verdadera del famoso Hombre Elefante, el inglés John Merrick, terriblemente desfigurado por la neurofibromatosis, la enfermedad de von Recklinghausen. que puede causar tumores de piel y deformidades. ¿Era eso lo que tenía esa mujer?
– Sí -dijo el hombre, asintiendo.
– ¿Y no tuvo miedo de dejarme entrar?
– Yo no maté a su esposa.
– No creo que se sorprenda si le digo que no le creo.
– No -dijo él, sonriendo con dolor-. No me sorprende. -Hizo una pausa y después dijo: -Puede matarme, o a los dos, eso es fácil. Puede matarnos ahora mismo si quiere. Pero, ¿por qué? ¿No prefiere escuchar lo que tengo que decirle?-Estamos viviendo aquí desde la desaparición de la Unión Soviética -dijo-. Compramos la entrada, como tantos otros camaradas de la kgb.
– ¿Le pagaron al gobierno ruso?
– No, le pagamos a su CIA.
– ¿Con qué? ¿Dólares ahorrados o qué?
– Ah, vamos. No importa cuántos dólares hubiéramos logrado reunir en esos años, no hubieran sido nada para la poderosa y rica Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. No necesitan nuestros viejos billetes de dólar. No, compramos la entrada con la misma moneda que otros agentes de la kgb…
– Ah, claro -dije-. Información, inteligencia robada de los archivos de la kgb. Como los demás. Me sorprende que tuviera compradores después de lo que hizo.
– Ah, sí -dijo Berzin, en tono sardónico-. Traté de atrapar a un joven funcionario de la CIA con el cual la kgb tenía una cuenta pendiente, ¿eh? Una historia sacada de un libro de texto… -No le contesté así que siguió adelante. -Yo aparezco pero el joven funcionario no está. Y por lo tanto… como la venganza no es selectiva, mato a su esposa y de paso hiero a otro hombre de la CIA. ¿Le parece correcta mi versión?
– Aproximadamente, sí.
– Ah, sí, sí, un buen cuento de hadas.
Yo había bajado la pistola mientras él hablaba, pero ahora la levanté de nuevo, lentamente. Creo que pocas cosas evocan la verdad tanto como una pistola cargada en manos de alguien que sabe cómo usarla.
Por primera vez oí la voz de la mujer. En realidad, no hablaba. Gritó en una clara voz de contralto:
– ¡Déjelo hablar!
Yo la miré con rapidez, luego volví la vista hacia su esposo. No parecía asustado, al contrario: tenía una mirada casi divertida, como entretenida por la situación. Pero luego, su expresión se puso grave de pronto.
– La verdad es ésta -dijo-. Cuando llegué a su departamento, me abrió la puerta el hombre mayor, Thompson. Pero yo no sabía quién era.
– Eso es imposible…
– No. Yo nunca lo había visto y usted no me había dicho quién vendría. Por razones de seguridad, compartimentación de la información, supongo. Me dijo que tenía que verme, que quería empezar el interrogatorio inmediatamente. Estuve de acuerdo. Le dije lo del documento sobre urraca.-¿Y ese documento es…?
– Una fuente en inteligencia estadounidense.
– ¿Un topo soviético?
– No del todo. Una fuente. Uno de nosotros.
– ¿Y el nombre en código es urraca? -Usé la palabra rusa soroka que designa a ese pájaro.
– Sí.
– Entonces era un nombre en código de la kgb. -Había una larga lista de nombres en código de la kgb que coincidían con pájaros, y eran mucho más coloridos que nada que hubiéramos inventado nosotros.
– Sí, pero no un topo, no estrictamente. No un agente de penetración, más bien un agente que habíamos conseguido dar vuelta, poner de nuestro lado lo suficiente como para que nos fuera de utilidad.
– ¿Y urraca era…?
– urraca, eso lo supimos después, era James Tobías Thompson. Ciertamente yo no tenía ni idea de que estaba dirigiéndome a la fuente en cuestión porque no conocía el nombre reaclass="underline" los archivos de la kgb están demasiado compartimentalizados. Y ahí estaba, hablando de un archivo que quería vender sobre una delicada operación soviética nada menos que con el agente sobre el que hablaba ese archivo, y él escuchaba con gran interés mientras yo trataba de venderle información que haría volar en pedazos su trabajo como doble agente.
– Dios -dije-. Toby.
– De pronto, se puso violento, este Thompson. Se arrojó sobre mí, me apuntó con una pistola, una con silenciador, y me exigió el documento. Bueno, yo no era tan estúpido y no lo había llevado, no antes de que hubiéramos hecho un trato. El me amenazó y le dije que no lo tenía conmigo. Y estaba a punto de matarme cuando de pronto nos dimos vuelta y vemos entrar a una mujer en la habitación. Una mujer hermosa en un camisón blanco… toda de blanco.
– Sí, Laura.
– Ella lo había oído todo. Lo que yo había dicho, lo que había dicho Thompson. Nos dijo que estaba dormida en la otra habitación, enferma, y que el ruido la había despertado. Después, todo es confuso. Yo aproveché la interrupción para ponerme de pie y tratar de escapar. Corrí, saqué mi revólver para protegerme pero antes de que pudiera sacarle el seguro, sentí que me estallaba la pierna. Thompson me había disparado, pero no me había matado, se le había desviado la puntería en el apuro y para entonces yo ya tenía el revólver afuera y le disparé en defensa propia. Y luego, salté hacia el vestíbulo,bajé un piso y me escapé.
Yo sentía que lo único que deseaba era hundirme en el suelo, taparme los ojos, buscar refugio en el sueño, pero necesitaba toda mi voluntad. En lugar de dejarme ir a la nada, me dejé caer en un gran sillón, volví a poner el seguro en su lugar y seguí escuchando en silencio.
– Y mientras corría por las escaleras -siguió diciendo Berzin-, oí otro disparo, y supe que Thompson se había matado o había matado a la mujer.
Los ojos de la muje.r desfigurada estaban cerrados desde hacía mucho. Hubo un largo, largo silencio. Oí el lejano rugido del tránsito, un camión, la risa de unos chicos.
Por fin, conseguí hablar.
– Una historia plausible -dije.
– Plausible -dijo Berzin-. Y real.
– Pero usted no tiene pruebas…
– ¿No? ¿Examinó usted el cuerpo de su esposa?