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Y entonces, de pronto, el aullido del perro se convirtió en un ladrido agudo, fuerte.

– Algo le pasa a Cazador -dijo Berzin-. Tengo que ir a ver…

– No -dije. El ladrido se hizo más fuerte, más rápido, más insistente.

– Algo malo le pasa, en serio -dijo Berzin.

El ladrido se convirtió de pronto en un aullido horrible, desgarrador, un grito que era casi humano, casi un chillido.

Y luego, un silencio terrible.

Me pareció oír algo, un pensamiento. Mi nombre, pensado con gran urgencia, desde algún lugar cercano.

Sabía que alguien acababa de asesinar brutalmente al perro.

Y que nosotros éramos los siguientes en su lista.

59

Es sorprendente, en realidad, lo rápido que uno piensa cuando la vida está en peligro. Tanto Vera como Vadim se aterrorizaron al oír el grito agónico, desgarrador, del perro, y luego Vera chilló y saltó del sillón y empezó a correr hacia el sonido.

– ¡No! -le grité-. No se mueva, no, no… ¡Agáchese!

Confundida y aterrorizada, la pareja se abrazó, sacudiendo los brazos. La mujer empezó a gemir y el marido le gritó:

– ¡Cállate!

Asustada, ella se calló e inmediatamente hubo un silencio amenazador y extraño en el departamento. Un silencio absoluto en el cual yo sabía que una persona… o varias… se movían sigilosamente. Yo no conocía el plano del departamento, pero podía suponerlo: estaba en el primer piso y seguramente habría una salida de incendios en la parte trasera, hacia la cocina, donde habían atado al perro. Y por ahí habían entrado los invasores.

Los invasores: ¿quiénes?

Mis pensamientos corrían en mi cabeza: ¿Quién sabía que yo estaba allí? No había transmisor para guiar a mis perseguidores y no me habían seguido. Toby Thompson… Truslow… ¿acaso trabajaban juntos? ¿O uno contra el otro?

¿Habrían estado vigilando a esa pareja de rusos? ¿Era posible que alguien con excelente acceso a los secretos de la Agencia -y esa frase describía perfectamente a Thompson y a Truslow- supiera algo sobre el trato que había hecho el padre de Molly con ese matrimonio? Sí, ciertamente era posible. Y sabían que yo estaba en París; por lo tanto era natural que intensificaran una vigilancia que antes tal vez estaba casi inactiva…

Esos pensamientos me pasaron por la cabeza en menos de un segundo pero en esa pausa vi que los Berzin corrían, o rengueaban, hacia el vestíbulo, seguramente hacia la cocina. ¡Tontos! ¿Qué hacían? ¿En qué estaban pensando, por Dios?

– ¡No! Vengan aquí -grité casi, pero ya habían llegado al umbral, frenéticos y enloquecidos como ciervos asustados, sin pensar, sin reflexionar. Yo me arrojé tras ellos para hacerlos retroceder, sacarlos de en medio y poder moverme otra vez sin el miedo que me causaba su seguridad. Mientras me movía, vi una sombra en el pasillo, la silueta de un hombre. -¡Abajo! -grité pero en ese instante se oyó el silbido torvo de una automática con silenciador y tanto Vadim como Vera empezaron a caer hacia adelante y luego a un costado en una especie de ballet grotesco, como árboles caídos, antiguos árboles que han sido serruchados en la base. El único sonido fue un gemido bajo, profundo, que emanó del viejo mientras se derrumbaba en el piso.

Me quedé inmóvil, disparé sin pensar una serie de tiros hacia la oscuridad del pasillo. Hubo un grito, un alarido de dolor que parecía indicar que le había dado a alguien y luego varias voces masculinas que se hablaban. Me devolvieron los disparos y la puerta se quebró. Una bala me rozó el hombro, otra dio en el televisor y lo hizo estallar en mil pedazos. Yo salté hacia adelante, tomé la manija de la puerta y caí contra ella, cerrando la puerta que daba al comedor y girando la llave al mismo tiempo.

¿Para qué? ¿Para quedar atrapado en esa habitación? ¡Piensa, mierda!

La única salida era por el hall, donde estaban el asesino o los asesinos. Eso no tenía sentido, pero ahora, ¿qué haría?

No tenía tiempo para pensar, apenas tenía tiempo para reaccionar, pero me había metido en un lugar traicionero y mientras hacía cálculos desesperados, me dispararon una andanada de tiros desde la puerta, a través de la puerta, que era de madera gruesa.

¿Adonde ir?

¡Por Dios, Ben, muévete!

Giré en redondo, vi la silla de madera donde había estado sentado unos minutos antes y la arrojé contra la ventana. La ventana se sacudió y se quebró. Corrí hacia ella, arranqué la silla que había quedado atrapada entre las persianas y la use para sacar los vidrios que quedaban.

Otra andanada de balas detrás; alguien sacudió la manija de la puerta; luego, más disparos.

Y justo cuando se abría la puerta, salté, sin mirar, desde la ventana del primer piso hacia la calle.

Doblé las piernas para protegerme del impacto, los brazos extendidos para esconder la cabeza.

Me daba la impresión de que me estaba moviendo en cámara lenta. El tiempo se había detenido. Me vi caer, como si estuviera mirando una película, me vi doblar las piernas, vi la calle que se me acercaba, arbustos y cemento y peatones y…

Y en un instante sentí el golpe contra la vereda, un golpe doloroso, terrible: había aterrizado sobre las plantas de los pies y luego había rebotado hacia adelante, casi en un salto mortal, los brazos extendidos para recuperar el equilibrio.

Estaba lastimado y me dolía mucho. Pero estaba vivo, gracias a Dios, y podía moverme y mientras oía el silbido de las balas desde arriba, me arrojé a un costado tratando de no sentir el dolor de los pies, los tobillos y las pantorrillas. Corrí hacia Les Halles con una velocidad que no sabía que tenía. A mi alrededor los peatones gritaban y chillaban, algunos me señalaban, otros se corrían para dejarme pasar, pero yo sabía que lo único que podía salvarme era la multitud, las multitudes me esconderían y harían más lento el progreso de mis perseguidores. ¿Pero había perseguidores? ¿O los había eludido totalmente? ¿Estaban arriba todavía, en el departamento que había pertenecido a los rusos? ¿O en…?

No todos habían estado arriba. No. Eché una mirada y vi a varios hombres en trajes oscuros, y a varios más en trajes de calle comunes, que corrían hacia mí, las caras duras en muecas de determinación. Zigzagueé alrededor de una montaña de ladrillos y, de pronto, algo me llamó la atención…

¡Tírales los ladrillos, carajo!

Pero había algo más efectivo. Tenía una pistola confiable, buena, con tal vez diez o doce cartuchos en ella y me di vuelta y disparé un tiro, tratando de no herir a nadie inocente y vi a uno de los hombres en traje negro agacharse. Ahora quedaba uno. Yo seguí corriendo, giré por la calle Pierre-Lescot, pasé junto a un quiosco, un bar, una panadería, esquivando las multitudes de la hora pico. Me había convertido en un blanco muy móvil, muy difícil; un mal blanco para mi perseguidor… si es que era uno solo.

Tendría que detenerse para apuntarme con alguna posibilidad de éxito o seguir corriendo lo más rápido que podía y, al parecer, mi estrategia estaba funcionando: decidió correr, tratar de atraparme. Lo oí jadear detrás de mí. Ahora éramos él y yo, el mundo se había encogido hasta convertirse en dos personas, vida o muerte, sin gente, sin peatones, sólo el hombre del traje negro y los anteojos oscuros que me perseguía, que me iba ganando terreno, y yo, que corría como no había corrido en toda mi vida. Intentaba no escuchar la sirena del dolor, no ver las señales de peligro y el cuerpo me castigaba por eso. Y mientras corría, empecé a sentir terribles calambres en el abdomen y en los costados. Apenas podía seguir. El cuerpo, sin entrenamiento durante años de ley, me pedía que me detuviera, que me rindiera. ¿Qué podrían querer de mí ahora? ¿Información? ¡Dásela! Tal vez no querían hacerle daño a alguien valioso como yo, con mi habilidad mental…