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Justo adelante vi la forma moderna de Les Halles y mientras corría hacia allí -¿por qué?, ¿cuál era la meta?, ¿era que quería terminar en el agotamiento completo o qué?-, mi cuerpo seguía en guerra con mi mente. Mi pobre cuerpo, sacudido por el dolor de punta a punta, retorcido y desesperado, luchando contra mi resolución, rogándome y distrayéndome, luego razonando con aparente calma: Entrégate, no te van a hacer nada, no te van a hacer nada. Ni a ti ni a Molly, lo único que quieren es que les digas que no dirás nada, y tal vez no te crean, pero si te entregas, podrás descansar un momento, jugar con ellos, distraerlos, sálvate, entrégate…

Los pasos tronaban detrás de mí. De pronto me encontré en algún tipo de nivel inferior con un garaje para estacionamiento al final del cual había una puerta marcada con una señal roja: sortie de secours, decía y passage interdit. La abrí, pasé y la cerré. Cedió con un gruñido metálico y me encontré en una escalera que olía a basura. Un tacho grande, repleto, se alzaba contra la puerta.

Era de aluminio, demasiado liviano para servir como obstrucción segura.

Algo golpeó contra la puerta del otro lado. Un pie tal vez, o un hombro, pero la puerta no cedió. Desesperado, volqué el gran tacho en el suelo. Era basura común… nada, nada, excepto la mitad oxidada de un par de tijeras. Tal vez sirviera, valía la pena intentarlo…

Otro golpe contra la puerta y esta vez el metal se abrió en parte, una línea de luz brilló sobre la escalera y luego desapareció. Yo me agaché, tomé el hierro oxidado y lo metí del otro lado de la puerta, en la bisagra de la puerta.

La puerta volvió a tronar, pero esta vez no pasó la luz: nada, ni un movimiento. Mientras la tijera durara, la puerta estaba segura.

Salté por las escaleras que me llevaron directamente a un corredor que pronto terminó en un gran pasillo lleno de gente.

¿Dónde estaba? En una estación, la estación del Metro, sí, eso. Chatelet Les Halles. La más grande del mundo. Un laberinto. Ahora tenía muchas direcciones para elegir, muchas para perderlo si mi cuerpo me acompañaba y me dejaba seguir adelante.

Y entonces supe qué debía hacer.

60

Quince años antes, soy joven, más joven, acabo de graduarme en el Campo Peary de la CIA y estoy en París, con un nuevo puesto, "fresquito todavía" como dice mi amigo y jefe James Tobías Thompson III. Laura y yo llegamos a París esta mañana después de un vuelo de twa desde Washington, y estoy agotado. Laura está dormida en nuestro departamento desierto de la calle Jacob; yo estoy medio dormido, sentado allí en la oficina de Thompson en el Consulado de los Estados Unidos en la calle St. Florentin.

Me gusta ese tipo; parece que yo le gusto a él. Es un buen comienzo para una carrera sobre la que tengo muchas dudas a veces. La mayor parte de los agentes de campo odian instantáneamente a sus superiores, que los tratan como lo que son, jóvenes, inexpertos y poco confiables.

– Me llamo Toby -dice él-. O los dos nos llamamos por el apellido, y entonces eres Ellison y yo tengo que actuar como un asqueroso sargento de la Marina, o somos colegas. -Y luego, antes de que pueda contestarle, me tira una montaña de libros.

– Memorízalos -dice-. A todos.

Algunos son guías de turismo (Plan de París par Arrondissement: Nomenclature des rúes avec la station du Metro la plus proche) y otros, publicaciones de la Agencia para uso interno (mapas y planos detallados y secretos de la ciudad y el Metro, listas de lugares diplomáticos y militares en la ciudad, rutas de escape en tren y en auto para casos de peligro).

– Espero que sea una broma -digo.

– ¿Te parece que tengo cara de estar bromeando?

– No conozco tu sentido del humor.

– No tengo ninguno. -Esto dicho con un gesto apenas suficiente como para sugerir lo contrario. -Tienes memoria fotográfica. Eres capaz de retener más que todos los libros que tengo arriba.

Nos reímos. El tiene el cabello negro, y es demasiado alto y flaco, joven en apariencia.-Algún día, amigo, esta información te puede venir muy bien -dice.

Algún día, Toby, pienso ahora, con los ojos sobre la enorme estación mientras trato de orientarme. Hacía muchos años que había estado allí. Nunca se te hubiera ocurrido que la información pudiera venirme bien para defenderme de ti, ¿eh?

Físicamente, yo era una ruina. Aunque los brazos me dolían mucho menos, todavía estaban vendados; me ardían las piernas, los pies y los tobillos y sentía dolores en espiral sobre el resto del cuerpo como si me hubieran metido fuegos artificiales para festejar en mi interior el Día de la Independencia.

Chatelet Les Halles. Con cuarenta mil metros cuadrados, es la estación de subtes más grande del mundo. Gracias, Toby. Sí que me sirve. Ah, yo y mi vieja y querida memoria fotográfica.

Miré detrás de mí, no vi nada pero no me permití experimentar una sensación de alivio que tal vez me llevara a la inacción. Sin duda él me había seguido por las escaleras y apenas se había detenido un momento frente a la fuerza de ese hierro oxidado que en cualquier momento se rompería.

Cuando alguien nos está persiguiendo, lo peor que se puede hacer es ceder a antiguos instintos atávicos de la humanidad como el de pelea-o-huida que salvaba las vidas de nuestros antepasados en las cavernas. Los instintos son fáciles de predecir y lo que es fácil de predecir se transforma en nuestro enemigo.

Lo que hay que hacer es ponerse en el lugar del oponente, calcular cómo piensa uno que él está pensando, aunque eso suponga darle más mérito por su inteligencia del que probablemente se merece.

¿Qué haría él?

Si la puerta no cedía, buscaría otra entrada alternativa. Sin duda encontraría una. Entraría en la estación, trataría de pensar en lo que yo estaba pensando, decidir si yo preferiría volver a la calle -no, demasiado arriesgado- o si trataría de perderme en el laberinto de corredores (una buena posibilidad) o de poner la mayor distancia posible entre él y yo y subir al primer tren (una posibilidad todavía mejor).

Y entonces, calculando, eliminaría la mejor posibilidad (la mejor, y por lo tanto la más obvia) y me buscaría en la maraña de corredores. En cualquier lugar menos en una plataforma de subte.

Yo revisé la multitud. Una adolescente de cabello lacio cantaba en un acento francés una canción inglesa, tratando de imitar a Edith Piaf (sin conseguirlo); el fondo era sintetizado, cuerdas crecientes y obligados angelicales que emanaban de una máquina Casio. La gente le tiraba monedas en la chaqueta extendida en el suelo, sobre todo por lástima, supongo.

Todo el mundo parecía moverse con decisión hacia alguna parte. Por lo que veía, nadie me estaba siguiendo.

¿Adonde estaba el hombre?

La estación era un montón impresionante de señales de correspondances, en color naranja, y carteles azules de sortie, con trenes que iban hacia una docena de direcciones: Pont de Neuilly, Créteil-Préfecture, Saint-Rémy Les Chevreuse, Porte D'Orléans, Cháteau de Vincennes… Y no sólo los subtes comunes, también el rer, el Réseau Express Regional, el tren rápido que va hacia los suburbios de París. Un lugar enorme, infinito, confuso, cosa que me vino bien.