Joseph Finder
Poderes Extraordinarios
Titulo original Extraordinary Powers
Traducción Margara Averbach
A Michele y a nuestra hija que vendrá.
RECONOCIMIENTOS
Agradezco la amable ayuda de Richard Davies y Samuel Etris del Gold Institute; Gerald H. Kiel y Bill Sapone de McAulay Fisher Nissen Goldberg amp; Kiel; Ed Gates de Wolf Greenfield amp; Sacks; el doctor Leonard Atkins y el doctor Jonathan Finder, y, en París, de Jean Rosenthal y mis amigos del sistema de Metro de París.
Además, quisiera agradecer a Peter Dowd y Jay Gemma de Peter G. Dowd Firearms (armas de fuego), a Elisabeth Sinnott, Paul Joyal, Jack Stein y mi gran amigo Joe Teig. Jack McGeorge del Public Safety Group (Grupo de Seguridad Pública), brillante como siempre, fue tanto una fuente inapreciable de ayuda como un amigo muy generoso con su tiempo.
Vaya también mi agradecimiento a Peter Gethers, Clare Ferraro y Linda Grey de Ballantine, y al maravilloso Danny Baror de Henry Morrison, Inc. Gracias, también, a mis amigos y fuentes de la comunidad de inteligencia, que han aprendido el sentido de esa maldición china: "Que tu vida transcurra en una época interesante".
Como siempre, Henry Morrison fue no sólo un agente maravilloso y gran lector sino un editor valioso y también una fuente inagotable de ideas y ocurrencias. Sigo sintiendo asombro y una enorme gratitud hacia mi hermano Henry Finder, editor brillante y consejero indispensable. Y para mi esposa, Michele Souda -editora, consejera y crítica literaria, que estuvo allí desde el principio- mi agradecimiento y amor eternos.
Las armas de lo secreto no tienen espacio en un mundo ideal. Pero vivimos en un mundo de hostilidades no declaradas en el que tales armas se usan siempre contra nosotros y, a menos que las combatamos, podrían dejarnos otra vez inermes, esta vez frente a una masacre de magnitudes que la mente humana no puede siquiera imaginar. Y aunque tal vez parezca innecesario volver a decir algo tan obvio, las armas de lo secreto dejan de ser efectivas si eliminamos el secreto.
– Sir William Stephenson, en
Un hombre llamado intrépido.
Ex agente de la kcb busca empleo en campo similar. Teléfono: París, 1-42.50.66.76.
– Aviso clasificado en el
International Herald Tribune, enero, 1992.
Poderes extraordinarios:
Término de la jerga del espionaje utilizado en algunos servicios de inteligencia del antiguo Pacto de Varsovia. Se refiere al permiso que se le da a un oficial clandestino de mucha confianza para que en circunstancias extremadamente raras viole las órdenes de su empleador si es absolutamente necesario para terminar una misión de importancia vital.
NOTA AL LECTOR
Los hechos de septiembre y octubre pasados que tanto conmovieron al mundo nunca se olvidarán. Eso es evidente. Pero el público ha conocido pocos o ninguno de los detalles de lo que pasó en esas semanas extraordinarias.
Hasta hoy.
Hace varios meses, el 8 de noviembre, recibí en mi casa de Manhattan un paquete que me habían enviado por Federal Express. Pesaba cuatro kilos setecientos gramos y contenía un manuscrito, parte a máquina, parte a mano. Mi investigación posterior no logró determinar quién lo había enviado. La compañía Federal Express afirmó que sólo podía asegurar que el nombre de quien lo había enviado era falso (el punto de origen era Boulder, Colorado), y que lo habían pagado en efectivo.
Tres grafólogos independientes me confirmaron algo que yo ya sabía: la letra era de Benjamín Ellison, ex funcionario de la CIA, Agencia Central de Inteligencia, y luego abogado de una importante firma de Boston, Massachusetts. Aparentemente, Ellison había hecho arreglos para que el manuscrito llegara a mis manos en caso de su muerte.
Aunque no fui lo que se dice muy amigo de Ben Ellison, fuimos compañeros de habitación durante un semestre cuando los dos estudiábamos en Harvard. Era un tipo buen mozo, de altura media y cuerpo bien formado, cabello oscuro y espeso, y ojos castaños. Me acuerdo de que era fácil llevarse bien con él, era un hombre agradable y tenía una risa contagiosa. Había visto a su esposa, Molly, algunas veces y me había caído muy bien. Cuando el padre de Molly, el difunto Harrison Sinclair, era director de la CIA, lo entrevisté varias veces, pero hasta allí llegó mi relación con él.
Como documentó recientemente una excelente serie de artículos de investigación de The New York Times, hay poca duda de que la desaparición de Ben y Molly en las aguas de Cape Cod, Massachusetts, una semana después de los hechos del otoño de 1994, fuera por lo menos sospechosa. Un número de fuentes confiables de inteligencia me confirmaron en entrevistas no oficiales lo que imaginan los artículos del Times: que Ben y Molly muy probablemente murieron asesinados, seguramente por agentes relacionados con la CIA, y que la causa fue el conocimiento que tenían de los hechos. Hasta que se localicen sus cuerpos, sin embargo, no podremos saber la verdad.
Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué me habrá elegido Ben Ellison para enviarme su manuscrito? Tal vez por mi reputación como periodista y escritor razonablemente justo (eso quiero creer) sobre temas de inteligencia y relaciones exteriores. Tal vez por el éxito de mi último libro, La defunción de la CIA, cuyo origen fue una investigación que hice para The New Yorker.
Pero, sobre todo, creo yo, fue porque Ben me conocía y confiaba en mí: sabía que nunca entregaría el manuscrito a la CIA ni a ninguna otra agencia del gobierno. (Dudo de que hubiera anticipado las numerosas amenazas de muerte que recibí por teléfono y por correo en los últimos meses, la campaña sutil y no tan sutil de intimidación que me hicieron mis contactos de la comunidad de inteligencia, y el contundente esfuerzo legal de la CIA para impedir la publicación de este libro.)
Para decirlo en palabras suaves, el relato de Ben me pareció impresionante al principio, extraño, hasta increíble. Pero cuando los editores de este libro me pidieron que verificara la autenticidad del relato, entrevisté profunda y cuidadosamente a los que habían conocido a Ellison en los medios legales y de inteligencia e investigué intensamente los hechos en varias de las capitales de Europa.
Y ahora puedo decir con absoluta seguridad que la versión de Ben sobre estos alarmantes sucesos, aunque pueda parecer asombrosa, es exacta. El manuscrito que recibí fue redactado con mucho apuro, eso es evidente, y me he tomado la libertad de corregirlo para su publicación, sobre todo en cuanto a algunos errores de coherencia. Donde me pareció necesario, inserté recortes periodísticos y documentos para sustentar la narración.
Aunque el documento es controvertido, es la primera historia completa que tenemos sobre lo que pasó realmente en esa época terrible, y me alegro de haber sido uno de los responsables del hecho de que saliera a la luz.
James Jay Morris.
Muere el director de la CIA en accidente automovilístico
Harrison Sinclair, 67 años, ayudó a la CIA
a sobrevivir en un mundo posguerra Fría.
Sucesor: aún sin nombrar.
SHELDON ROSS
ESPECIAL PARA THE NEW YORK TIMES
Washington, 2 de mayo. -El director de la CIA, Harrison H. Sinclair, murió ayer cuando su automóvil cayó en una quebrada del estado de Virginia, a cuarenta kilómetros de los cuarteles de la CIA en Langley, Virginia. Murió instantáneamente, según dijeron voceros de la agencia gubernamental. No hubo otras víctimas.
El señor Sinclair, jefe de la CIA desde hace menos de un año, fue uno de sus fundadores en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Deja una hija, Martha Hale Sinclair…
PRÓLOGO
La historia empieza en un funeral. Me parece apropiado.
El ataúd de un hombre mayor baja hacia la tierra. Los deudos que rodean la tumba están tan sombríos como en cualquier funeral, pero en este caso, todos están notoriamente bien vestidos, irradian poder y dinero. Es una escena extraña: en esta mañana gris, fría y lluviosa de marzo, en un pequeño cementerio rural del condado de Columbia, Nueva York, hay senadores de los Estados Unidos, jueces de la Corte Suprema, herederos de los establecimientos del poder en Nueva York y Washington, y todos levantan puñados húmedos de tierra y los arrojan sobre el ataúd. Están rodeados de limusinas negras, bmws, Mercedes, Jaguars y los otros autos de los ricos, los poderosos, los selectos. La mayoría ha recorrido un largo camino para venir a presentar sus respetos: el cementerio queda a kilómetros de cualquier otro lugar.
Yo estaba ahí, por supuesto, pero no porque fuera famoso, poderoso ni selecto. En esa época era sólo un abogado de Boston, de Putnam amp; Stearns, una muy buena firma, y ganaba un salario respetable. Me sentía totalmente fuera de lugar en medio de tantas luminarias.
Y sin embargo, era el yerno del muerto.
Mi esposa, Molly -más formalmente: Martha Hale Sinclair- era la única hija de Harrison Sinclair, una leyenda de la CIA, un enigma, un maestro espía. Hal Sinclair había sido uno de los fundadores de la CIA, luego un guerrero renombrado en la Guerra Fría (trabajo sucio si los hay, pero alguien tenía que hacerlo) y finalmente, director de la Central de Inteligencia, colocado allí para rescatar a la temblequeante Agencia durante su crisis de identidad posterior a la Guerra Fría.