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Después, volvió con las imágenes de computadora del detector de mentiras. Se sentó en una larga mesa negra de laboratorio y me hizo un gesto para que me sentara enfrente. Yo me detuve un momento, lo pensé, y después obedecí.

El extendió las imágenes sobre la mesa. Las miró, la cabeza gacha, como si las consultara. Estábamos a menos de un metro.

Oí su voz, sorda pero sorprendentemente clara: Creo que usted tiene la habilidad.

Dijo en voz alta:

– Como habrá notado, éste es su cerebro al comienzo de la prueba.

Señaló la primera imagen, y me la acercó para que la inspeccionara.

– Sin cambios durante casi toda la prueba porque usted decía la verdad.

Oí: Confíe en mí. Tiene que confiar en mí.

Luego me indicó otro grupo de imágenes y hasta yo me di cuenta con facilidad de que tenían una coloración diferente, amarilla y magenta, junto a la corteza en lugar de los rojos ocres y marrones claros más normales. Tocó con un dedo las áreas que manifestaban el cambio.

– Aquí, está usted mintiendo. -Sonrió con rapidez y agregó con amabilidad innecesaria: -Como yo le pedí que hiciera.

– Ya veo.

– Su dolor de cabeza me preocupa mucho.-Se me va a pasar pronto, no se preocupe.

– Me asusta que sea a causa de la máquina.

– El ruido -dije-. Seguramente el ruido. Pero ya se me va a pasar.

Rossi, la cabeza inclinada, asintió de nuevo.

Oí: Sería tanto más fácil si confiáramos uno en el otro. La voz parecía desvanecerse por momentos. Después volvió: decirme…

No había contestado a mi sugerencia así que dije:

– Si no hay nada más…

Detrás de usted, llegó la voz, urgente y fuerte. Se acerca. El arma está cargada. Usted es una amenaza. La está apuntando a la cabeza. Dios.

No estaba hablando. Pensaba.

Yo no dejé que se diera cuenta de que había oído. Seguí mirándolo, como si no entendiera lo que pasaba, con la mayor indiferencia posible.

Ahora, ahora. Espero que no oiga los pasos que se acercan.

Me estaba probando. Sí, me estaba probando y yo no debía responder, no debía demostrar miedo, eso es lo que quiere, quiere ver una señal, aunque sea pequeña, un brillito en los ojos, quiere que me dé vuelta bruscamente, que le demuestre que estoy oyéndolo.

– Entonces… tengo que irme a la oficina -dije con calma.

Lo oí: ¿Lo tiene?

– Bueno -dijo-. Ya hablaremos otra vez.

Oí: O está mintiendo o…

Lo miré a la cara, vi que su boca no se había movido. Sentí una vez más ese miedo desatado, ese cosquilleo en la piel, y el corazón empezó a latirme con fuerza.

Rossi levantó la vista hacia mí y me pareció que sus ojos estaban llenos de resignación. Por el momento lo había engañado, sí. Pero había algo en Charles Rossi que me hacía pensar que esa situación no duraría mucho.

13

Yo estaba sentado, exhausto, en el asiento trasero de un taxi que me llevaba por las calles anchas, repletas de gente, que rodean el Centro Gubernamental, hacia la oficina. Me latía la cabeza y el dolor era todavía peor que antes. Me sentía siempre al borde de la náusea.

Decir que estaba en las primeras etapas de una especie de pánico profundo es decir muy poco. Mi mundo estaba dado vuelta. Nada tenía sentido. Tenía muchísimo miedo de estar a punto de perder todo contacto con la cordura, con la razón humana.

Oía voces, voces no pronunciadas. Oía los pensamientos de otros casi con tanta claridad como si los hubieran expresado en voz alta.

Estaba convencido de que estaba perdiendo la cabeza.

Ahora que lo cuento, me resulta imposible separar lo que sabía entonces de lo que terminé por entender mucho más adelante. ¿Realmente había "oído" lo que creía? ¿Cómo era posible? Y, sobre todo, ¿qué querían decir exactamente Rossi y su asistente con esa pregunta interior "¿Funcionó?"? Me parecía que sólo había una explicación posible: ellos lo sabían. Por alguna razón, Rossi y su asistente no estaban sorprendidos. El generador de imágenes por resonancia magnética me había hecho algo que ellos esperaban. Porque yo no tenía dudas de que la que había alterado los cables en mi sistema nervioso era la máquina.

¿Pero lo sabía Truslow?

Y un segundo después de estos pensamientos, de haber razonado todo eso con lucidez, me encontré preguntándome, con el regusto del pánico en la boca, si no había entrado en el camino de la locura.

Mientras el taxi esquivaba el tránsito, sentí más y más sospechas. El asunto del "detector de mentiras", ¿no sería un pretexto, una forma de obligarme a pasar por la máquina?

Es decir, ¿lo habían hecho a sabiendas para que me pasara exactamente lo que me había pasado?Y otra vez, ¿Truslow estaba al tanto de la operación?

¿Habría engañado a Rossi realmente? ¿Sabría él que yo tenía esa nueva habilidad terrible y extraña?

Yo suponía, con miedo, que Rossi lo sabía. Normalmente, cuando alguien dice algo que tiene que ver con lo que estamos pensando -todos hemos vivido momentos como ese- nuestra respuesta es la sorpresa, o la excitación, o hasta la alegría. Hasta cierto punto es agradable descubrir que tenemos conexiones de ese tipo y a ese nivel con otro ser humano.

Pero Rossi no me había parecido sorprendido. Parecía… no sabría cómo decirlo… alerta, alarmado, lleno de interés y de sospechas. Como si hubiera estado esperando que me pasara. Sorprendido no.

Me pregunté, mientras revisaba mentalmente la escena con Rossi, si realmente lo habría convencido de que no había nada extraño en mi respuesta, de que solamente había habido una apariencia de conexión, de que era una coincidencia.

Cuando el taxi llegó al distrito financiero de la ciudad, me incliné hacia adelante para darle indicaciones al conductor. Era un negro maduro con una barba rala. Estaba sentado muy en lo suyo mientras manejaba, como envuelto en una ensoñación. Nos separaba una placa de acrílico transparente. Hablé por el micrófono y me di cuenta de algo sorprendente: no estaba "oyendo" al conductor. Me sentí totalmente confundido. ¿Se me habría terminado el "talento"?, y ¿la desaparición era permanente o temporaria? ¿Era el acrílico, la distancia, o alguna otra cosa, que me impedía sentir lo que pensaba? ¿O era que lo había imaginado todo?

– A la derecha en la próxima -le dije-, y ahí estamos. Un edificio gris sobre la izquierda.

Nada. El sonido de la radio, una estación sin música donde charlaban todo el tiempo a bajo volumen y un ocasional estallido de estática en la radio de comunicación, pero nada… nada más.

¿El efecto del generador de imágenes en el cerebro, si es que existía, sería algo de corta duración?

Totalmente confundido, le pagué y entré en el hall del edificio. Lo encontré lleno de gente que volvía del almuerzo, lleno de charla constante. Empujé para entrar en el ascensor junto con la multitud de empleados, apreté el botón de mi piso y… sí, pienso admitirlo… traté de "escuchar" o "leer" o como quiera usted llamarlo, pero las conversaciones en voz alta me lo impedían.

Me latía horriblemente la cabeza. Me sentía claustrofóbico, tenía náuseas. La transpiración me corría por la nuca.

Cuando se cerraron las puertas del ascensor, la multitud sequedó en silencio, como suele suceder en los ascensores, y entonces volvió a pasarme.

Oí, como en un caleidoscopio, pedazos de palabras y de frases, o mejor dicho, rastros, hilachas de palabras y de frases, el sonido de una cinta de audio de las antiguas cuando uno la pasa al revés (eso, en los días en que la tecnología nos permitía esos trucos, los días anteriores al sonido digitalizado). La mujer que estaba junto a mí, pelirroja y regordeta, de unos cuarenta años -bien apretada contra mi hombro por los demás-, tenía un aspecto sereno. La expresión de su cara era agradable, placentera, una sonrisa leve. Pero yo oí una voz -tenía que venir de ella- que llegaba en ondas, distante y luego clara, desvaneciéndose y volviendo a aparecer, como en una mala conexión de teléfono. No lo aguanto, no lo aguanto, decía la voz. Hacerme eso, me lo hizo, no tiene derecho a hacerlo, no puede… El contraste entre el aspecto tranquilo y los pensamientos casi histéricos de la mujer me puso muy nervioso. Volví la cabeza hacia el hombre de mi izquierda, que parecía un abogado en un traje a rayas de abogado y anteojos de carey, cincuenta años, una expresión de aburrimiento vago. Y entonces vino, un grito distante en voz masculina: minutos tarde empiezan sin mí sin mí los hijos de pu…

Estaba "sintonizando" sin saber lo que hacía, como cuando uno trata de escuchar una voz familiar en una multitud, seleccionando un cierto timbre, un cierto sonido. En el silencio del ascensor, era muy fácil.

Sonó el timbre y se abrieron las puertas en el área de recepción de Putnam amp; Stearns. Pasé rozando a varios de mis colegas, sin casi saludarlos, y fui directo hacia mi oficina.

Darlene levantó la vista cuando me le acerqué. Como siempre, estaba vestida de negro, pero ese día había una especie de cosa de cuello alto fruncida en la parte superior de su cuerpo, algo que ella debía de considerar femenino, supongo. A mí me parecía un regalo del Ejército de Salvación.

Cuando me le acercaba, oí: algo serio le pasa, algo anda mal con Ben.

Empezó a decir algo pero le hice un gesto para que se callara. Entré en mi oficina, saludé en silencio a las grandes muñecas que seguían con su vigilia silenciosa junto a la pared, y me senté al escritorio.