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Antes de que pudiera contestarle, espetó:

– ¡Hijo de puta!

Se puso de pie, las manos en la caderas, mirándome.

– Hijo de puta -dijo, la voz tranquila y peligrosa-. No vuelvas a hacerme eso nunca más.

18

La reacción de Molly era comprensible, supongo. Hay algo horrendo y subversivo al saber que los pensamientos más privados de uno -esos que uno supone que son propios e inaccesibles a cualquier otra persona- pueden terminar en los "oídos" de otro.

Habíamos disfrutado del mejor sexo de nuestras vidas, Molly y yo, y ahora a ella le parecía barato, fraudulento, falso. Pero, ¿por qué? Lógicamente, el poder me permitía saber cosas que en general no sabemos, lo que otro quiere en secreto, y dárselo.

¿Correcto?

Y sin embargo, una de las cosas que nos hacen inteligentes, que nos convierten en seres pensantes, es la habilidad para no compartir nuestros pensamientos con otros, para decidir qué decir y qué mantener en secreto. Y ahí estaba yo, poniendo el pie del otro lado de esa frontera. Molly parecía distante cuando nos despedimos una hora después. Después de lo que se había enterado sobre mí, ¿quién podría culparla?

Supongo que en algún nivel yo había esperado despertarme esa mañana y darme cuenta de que lo había soñado todo, de que ahora volvería a mi trabajo seguro y razonable como abogado de patentes, de que seguiría con mis entrevistas y reuniones como siempre.

Eso puede parecerle extraño a usted. Después de todo, la habilidad para leer los pensamientos de otros es una de las viejas fantasías que tenemos muchos de nosotros. Hay lunáticos que compran libros y cintas que prometen enseñarles poderes extrasensoriales. En algún momento de nuestras vidas, todos deseamos algo así.

Pero si en realidad nos lo dieran, no lo querríamos. Le doy mi palabra.

Apenas llegué a mi oficina y charlé un poco con Darlene, cerré la puerta y llamé a mi corredor de acciones, John Matera,en Shearson. Había sacado unos cuantos miles de dólares de mi caja de ahorro y los había puesto en mi cuenta de acciones de Shearson. Eso, más una pequeña cantidad que tenía en valores, sobre todo Nynex y algunos otros, me daría suficiente dinero para la operación. Estaba jugando con el dinero que me había dado Bill Stearns como adelanto para salvarme de la bancarrota, la pobreza y la ruina.

Pero al fin y al cabo lo que iba a hacer era seguro.

– John -dije después de algunas palabras de saludo-, ¿a cuánto cotiza Beacon Trust?

John, que es un tipo directo, rudo incluso, me contestó sin un segundo de pausa:

– Nada. Es gratis. Se las regalan a cualquiera que sea lo suficientemente tonto como para expresar interés. ¿Para qué mierda quieres esa caca de elefante, Ben?

– ¿El precio?

Suspiró una vez, un suspiro largo, desde el fondo del alma. Hubo un ruidito de teclado de computadora y después dijo:

– Piden once y medio, puedes comprarlas por once.

– Veamos -dije-. Con treinta mil dólares puedo conseguir…

– Una úlcera, por Dios. No seas estúpido.

– John, hazlo. Por favor.

– No me está permitido darte consejos -dijo él-. Pero, ¿por qué no lo piensas un poco y me llamas cuando recuperes la razón?

A pesar de sus vehementes protestas, le pedí 2800 acciones de Beacon Trust a once y cuarto. Diez minutos después me llamó para decirme que ya era el "orgulloso poseedor" de 2800 acciones de Beacon Trust a once, y no pudo aguantar el deseo de agregar:

– Imbécil.

Yo sonreí unos segundos, después junté coraje para llamar a Truslow. De pronto, me acordé que había dicho que iba a Camp David y entonces, me dio pánico. Era importantísimo, imperativo que le hablara, que descubriera si lo que me había pasado era intencional, si él sabía…

¿Pero cómo?

Primero llamé a Truslow y Asociados. Su secretaria me informó que estaba fuera de la ciudad y que era imposible comunicarse con él. Sí, dijo, sabía quién era yo, sabía que yo era un amigo del señor Truslow, pero ni siquiera ella sabía cómo comunicarse.

Entonces, llamé a su casa de Louisbourg Square. Una mujer contestó el teléfono (un ama de llaves, supongo). Dijo que el señor Truslow estaba fuera de la ciudad, "en Washington,creo", y que la señora Truslow estaba en New Hampshire. Me dio el número de teléfono de New Hampshire y por fin, conseguí hablar con Margaret Truslow. La felicité por el puesto que iban a darle a Alex y le dije que necesitaba ponerme en contacto con él inmediatamente.

Ella dudó.

– ¿No puede esperar, Ben?

– Es urgente -dije.

– ¿Y su secretaria? ¿No puede arreglarlo con ella?

– Tengo que hablar con Alex. Inmediatamente.

– Ben, usted sabe que está en Maryland, en Camp David -dijo con delicadeza-No sé cómo llegar a él y tengo la sensación de que no es buen momento para molestarlo.

– Tiene que haber una forma -insistí-. Y creo que él estará de acuerdo en que lo molesten. Si está con el Presidente o algo así, bueno. Pero si no…

Un poco molesta, me dijo que llamaría a la persona de la Casa Blanca que había hecho el primer contacto con Alex para ver si podíamos hablar con él. También aceptó pasarle un mensaje: yo le pedía que si me llamaba, lo hiciera desde un teléfono portátil.

Las reuniones de socios en Putnam amp; Stearns son tan aburridas como todas las reuniones de socios en los estudios de abogados, excepto tal vez, en televisión, en Será Justicia. Nos reuníamos una vez por semana los viernes de mañana a discutir lo que Bill Stearns quería que discutiéramos y a decidir lo que debe decidirse.

En el curso de esa reunión en particular, con café y muy buenas rosquillas dulces de los proveedores de la firma, revisamos una serie de cuestiones que iban desde lo aburrido (¿cuántos nuevos asociados tomaríamos para el año siguiente?) a lo casi sensacional (¿aceptaría la firma la representación de un muy famoso señor del crimen, o digamos un supuesto señor del crimen, hermano de uno de los políticos más poderosos del país, al que estaban por acusar de fraude por una denuncia de la Comisión de la Lotería?).

Respuestas: No para el señor del crimen y seis en cuanto a los socios. Si no hubiera sido por el único ítem que me competía -¿podía yo formar un buen caso con un gigantesco conglomerado de comidas para que accedieran a pagarme para una demanda contra otro conglomerado de comida para dirimir quién había robado la fórmula de las fibras para adelgazar de quién?-, no habría podido concentrarme en el trabajo.

Me sentía inquieto, como si fuera a estallar en cualquier momento. Bill Stearns, a la cabeza de la mesa de reuniones con su forma de sarcófago, parecía estar mirándome demasiado. ¿O era que yo estaba paranoico? ¿Lo sabría él también?

No, la verdadera pregunta era: ¿cuánto sabía?

Tuve ganas de ponerme a oír los pensamientos de mis colegas mientras hablaban o callaban pero a decir verdad, era difícil. Tantos estaban nerviosos, irritados, furiosos, que el murmullo incesante subía como una gran pared de sonido, o una pila de charlas confusas, de la cual apenas si podía separar los pensamientos de uno de las palabras de otro. Sí, ya describí la diferencia cualitativa -en timbre- entre los pensamientos que recibía y las voces habladas. Pero la diferencia es sutil y cuando había demasiado ruido en el aire al mismo tiempo, me confundía y me irritaba y no conseguía nada.

Pero no podía dejar de recibir algún pensamiento que otro, al azar. Y así, en un momento, oí a Todd Richlin, el genio financiero de la firma, que mientras discutía letras y activos y disponibles, pensaba en un frenesí de angustia: Stearns levantó las cejas, ¿qué mierda quiere decir eso? y Kinney está tratando de decir algo que me deje en ridículo, ese hijo de puta… Y por encima de eso, las interjecciones de Thorne y Quigley, algo sobre pagarle a un asesor externo para entrenar a nuestros asociados casi iletrados en el arte de hablar y escribir, y después las voces de esos asociados con sus pensamientos por encima. Así que terminé rodeado por un laberinto de voces, que gradualmente me llevó a la distracción total.

Y cada vez que miraba a la cabecera de la mesa, Bill Stearns parecía estar mirándome.

Pronto, la reunión empezó a desarrollar ese ritmo alocado que indica que queda menos de media hora. Richlin y Kinney estaban trabados en una especie de lucha de gladiadores en cuanto al curso del litigio de corporaciones relacionado con Viacorp, una gran firma en Boston, y yo trataba de aclarar mi cabeza cuando oí que Stearns daba por terminada la sesión, se levantaba del asiento y salía de la habitación.

Corrí para alcanzarlo, pero él siguió andando rápido hacia el vestíbulo.

– Bill -lo llamé.

El se volvió para mirarme, los ojos duros como el acero, y no se detuvo. Deliberadamente (o así me pareció) trataba de mantener una buena distancia física entre los dos. El jovial Bill ya no estaba allí, se había convertido en un hombre de cara severa, casi aterrorizante.

¿Él también sabía?

– Ahora no, Ben -dijo en una voz extraña, perentoria, que nunca había usado conmigo.Unos minutos después, en mi oficina, me pasaron una llamada de Alexander Truslow

– Por Dios, Ben, ¿es importante? -Su voz tenía el tono chato, extraño, de los telefonos portátiles

– Sí, Alex, muy importante -respondí- ¿La línea es estéril?

– Si Por suerte pensé en traer esto conmigo

– Espero no haberlo llamado en medio de una reunión con el Presidente, o algo así

– No, no Se esta viendo con un par de miembros de su gabinete sobre algo que tiene que ver con la crisis en Alemania, asi que estoy aquí, esperando ¿Qué pasa?