En los últimos días hubo sublevaciones en Berlín, ataques terroristas de los neonazis de ultraderecha y un aumento enorme en la tasa de delitos callejeros dentro del territorio de lo que antes fue Alemania Occidental. La nación está llegando al final de un proceso eleccionario muy discutido y duro para elegir el próximo canciller y hace diez días asesinaron al jefe del Partido Demócrata Cristiano.
Fuentes del gobierno siguen culpando de la caída de la bolsa a la recesión global en el país y también a la fragilidad de la Deutsche Börse, el mercado de valores creado después de la integración.
Algunos observadores recuerdan cada tanto que la última crisis económica de magnitud semejante, durante la era de Weimar, provocó la llegada de Adolf Hitler al poder.
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Las oficinas legales de Putnam amp; Stearns están ubicadas en las estrechas calles del distrito financiero de Boston, entre enormes edificios bancarios con frente de granito: la versión bostoniana de Wall Street, con menos Bancos que en Nueva York. Nuestras oficinas ocupan dos pisos de un viejo edificio elegante sobre la calle Federal, en cuya planta baja hay un respetable Banco Brahmin, famoso por sus lavados de dinero para la Mafia.
Putnam amp; Stearns, debería explicar en este punto, es una de las firmas legales "externas" de la CIA. Es totalmente legítima, no viola la carta de fundación de la Agencia (que prohibe jugarretas legales domésticas; aparentemente esos asuntos en el extranjero están aceptados). Muchas veces, la CIA necesita consejo legal en asuntos que involucran, digamos, inmigraciones y naturalizaciones (si están tratando de meter a un espía desertor en el país) o propiedades (si necesitan adquirir algo para refugio, u oficinas o alguna otra cosa que no quieran que se rastree hasta Langley). O, y ése es el campo preferido de Bill Stearns, el movimiento de fondos de cuentas numeradas hacia Luxemburgo o Zúrich o Gran Caimán, o desde allí hacia algún otro lugar.
Por otra parte, Putnam amp; Stearns hace mucho más que el trabajo sucio de la CIA. Es una firma de abogados de práctica general, una firma de abogados legales con unos treinta profesionales, doce socios, que abarca un espectro legal amplio, desde litigios entre corporaciones hasta propiedades y divorcios, pasando por impuestos y derechos de propiedad intelectual.
Ese último ítem, los derechos de propiedad intelectual, es mi especialidad: patentes y copyrights, quién inventó qué, quién robó la invención de quién. Seguramente usted recuerda que hace unos años un famoso fabricante de zapatillas salió al mercado con un aparato que permitía que el comprador inflara su zapatilla con aire, a menos de ciento cincuenta dólares el par. Yo me ocupé. Quiero decir, del trabajo legal. Diseñé una patente de hierro; o por lo menos, lo más segura que puede llegar a ser una patente.
En esos meses, yo tenía unas veinticuatro muñecas grandes en mi oficina, lo que sin duda desconcertaba a mis clientes. Estaba ayudando a un fabricante de Western Massachusetts a defender su línea de productos Muñecas Big Baby. Seguramente usted no sabe nada de Muñecas Big Baby. Evidentemente, no saben nada porque el juicio terminó con una sentencia contra mi cliente. No estoy muy orgulloso de eso. Me fue mucho mejor en el intento de impedir que una compañía de galletitas usara una criatura animada que se parecía sospechosamente al nene de las rosquillas Pillsbury, en sus avisos para televisión.
Yo era uno de los dos abogados especializados en propiedad intelectual en Putnam amp; Stearns, lo cual nos convierte oficialmente en un "departamento", si contamos las secretarias legales y paralegales y todo lo demás. Eso quiere decir que la firma anuncia que somos una corporación legal completa, lista para manejar todas sus necesidades, incluso los derechos de propiedad intelectual y las patentes. Todos los servicios legales bajo un mismo techo. Un sólo gran shopping center.
Se me consideraba un buen abogado pero no porque amara lo que hacia o me interesara mucho en ello. Después de todo, como dice el dicho, los abogados son las únicas personas en quienes no se castiga la ignorancia de la ley.
En cambio, tengo la bendición de un raro regalo neurólogico, presente en menos del uno por ciento de la población: una memoria eidética (o fotográfica, como se la llama generalmente). Eso no significa que yo sea más inteligente que los que me rodean, pero no hay duda de que ese talento me facilitó la vida en la universidad cuando había que memorizar un pasaje o un caso. Soy capaz de ver la página de nuevo en la mente, completa, como si fuera un cuadro. Esta capacidad no es algo que suela publicitar. La gente no lo sabe porque no es la clase de cosas que puede hacernos populares entre los conocidos. Y sin embargo, es una parte esencial de lo que soy y siempre lo ha sido; a tal punto que tengo que recordarme cada tanto que no debo permitir que me separe de los demás.
Hay que reconocer el mérito de los socios fundadores de la firma, Bill Stearns y James Putnam, ya fallecido: gastaron todas sus ganancias de los primeros años en decoración. La oficina, toda alfombras persas y antigüedades frágiles del período de la Regencia, exuda una elegancia callada, casi asfixiante. Hasta el sonido del teléfono es suave. La recepcionista que, naturalmente, es inglesa está instalada frente a una mesa antigua cuya superficie parece de cristal por el brillo. He visto clientes, propietarios de muchas mansiones, gente que en su propia casa se lo pasa girando sobre sus talones y aullando órdenes a los sirvientes, entrar aquí tan desconfiados e inseguros como chicos de escuela.
Más o menos un mes después del funeral de Hal Sinclair, camino a una reunión en mi oficina, me crucé con Ken McElvoy, un socio joven enredado desde hacía ya seis meses en un litigio inconmensurablemente aburrido entre corporaciones. Llevaba una gran pila de carpetas y parecía muy desdichado, uno de los muertos vivos o algo así. Le sonreí porque me parecía casi un personaje de Dickens en ese momento y me fui para mi oficina.
Mi secretaria, Darlene, me hizo un gesto rápido con la mano y dijo:
– Todo el mundo está adentro.
Darlene es la persona más rara de la firma, algo que no es difícil de lograr. Suele vestirse toda de negro. El cabello teñido del color de un ala de cuervo; las sombras de los ojos, azul oscuro. Pero es inmensamente eficiente así que no me importa lo demás.
Yo había llamado a una reunión para resolver una disputa que llevaba por correo desde hacía ya seis meses. El asunto tenía que ver con una máquina para hacer ejercicios llamada Alpine Ski, un aparato magníficamente diseñado que simula la bajada por una ladera alta en esquís, y le da al usuario no sólo los beneficios de un buen ejercicio aeróbico, semejante al que se lograría bajando por una montaña, sino también un buen trabajo muscular.
El inventor del Alpine Ski, Herb Schell, era mi cliente. Ex entrenador en Hollywood, había dedicado todo a su invento.
Y luego, hacía ya un año, habían empezado a aparecer en la televisión nocturna avisos baratos de algo llamado Scandinavian Skier, evidentemente una copia de la invención de Herb.
Y costaba mucho menos: el verdadero Alpine Ski valía más de seiscientos dólares (el Alpine Ski Gold, más de mil), y el Scandinavian Skier sólo 129,99 dólares.
Herb Schell ya estaba sentado en mi oficina junto con Arthur Sommer, el ejecutivo en jefe de E-Z Fit, la compañía que fabricaba el Scandinavian Skier, y su abogado, un hombre muy poderoso llamado Stephen Lyons, de quién yo había oído hablar pero no conocía personalmente.
En algún punto, me parecía irónico que tanto Herb Schell como Arthur Sommer fueran gorditos y estuvieran en muy mal estado físico. Arthur me había confesado en un almuerzo, poco después de que nos conociéramos, que desde que no era entrenador profesional, se había cansado de hacer ejercicio todo el tiempo y prefería la lipoaspiración.
– Caballeros -dije. Nos dimos la mano. -Tratemos de resolver esto.
– Amén -dijo Steve Lyons. Sus enemigos (que son legión) lo llaman "León Litigón" porque hace cualquier cosa por un litigio, y su firma, pequeña y muy agresiva, recibe el mote popular de "la guarida del león".
– De acuerdo -dije-. Su cliente infringió sin lugar a dudas el secreto de diseño del mío, hasta el último detalle. Ya revisamos esto docenas de veces. Es una copia como las de los japoneses, por Dios, y a menos que resolvamos el asunto hoy mismo, estamos decididos a ir a las cortes federales y buscar reparación allí. También vamos a demandar por daños y perjuicios y, como ya saben, los daños se multiplican por tres en casos de infracciones obvias como esta.
La ley de patentes tiende a ser muy poco severa, y es un modo muy aburrido de ganarse la vida. Lo blando tiende a lo blando, digo yo, así que me gustaban mucho las pocas oportunidades que tenía de confrontarme francamente con alguien. Arthur Sommer enrojeció, tal vez de furia, pero no dijo nada. Los labios estrechos se le curvaron en una sonrisa tensa, pequeña. Su abogado se reclinó otra vez en la silla: un lenguaje corporal decididamente amenazador.
– Mire, Ben -dijo Lyons-. Ya que no hay causa real de acción aquí, mi cliente está dispuesto a ofrecer un arreglo muy pero muy generoso, una cortesía de quinientos mil. Yo no se lo aconsejo, pero esta charada le está costando a él y a nosotros…
– ¿Quinientos mil? Pruebe multiplicarlo por diez.
– Lo lamento, Ben -dijo Lyons-. Esta patente no vale ni el papel en que está escrita. -Unió la manos. -Aquí tenemos un asunto de venta previa.
– ¿De qué diablos está hablando usted?
– Tengo pruebas de que Alpine Ski salió a la venta como un año antes de la patente -replicó Lyons con suavidad-. Dieciséis meses antes, para ser exactos. Así que la patente no es válida. Es venta previa.