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Bajé el asiento, me trepé sobre él y estiré la mano hasta el compartimiento de plástico cerca del techo. Se abrió con facilidad y tal como me habían prometido, ahí estaba: un bulto gordo, un sobre de manila que contenía una caja de cincuenta cartuchos automáticos para pistola Colt.45 y una hermosa pistola.45 color mate, Sig-Sauer 220, totalmente nueva y brillante del aceitado de fábrica, todo envuelto en trapos de algodón. Yo creo que la Sig es la mejor pistola que existe. Tiene miras nocturnas, cañón de cuatro pulgadas, seis ranuras, y pesa unos setecientos cuarenta gramos. Esperaba no tener que usarla.

Mi humor era un desastre. Había jurado no volver nunca a ese juego horrible, y ahí estaba. Una vez más, tendría que buscar el lado violento, oscuro de mi personalidad, que creía haber enterrado de una vez para siempre.

Envolví la pistola de nuevo, la deslicé dentro de mi bolso y dejé el sobre en el compartimiento.

Pero apenas me fui caminando hacia los taxis, sentí que algo andaba mal. Una presencia, una persona, un movimiento. Los aeropuertos son lugares caóticos, inquietos, hervideros de personas, y por lo tanto, perfectos para vigilar. Me estaban observando. Lo sentí. No puedo decir que lo ni que leí a alguien, demasiada gente, demasiados pensamientos, una Babel de lenguas extranjeras y mi italiano no es muy bueno. Pero lo sentí. Mis instintos, tan bien afinados en un tiempo, tan desusados luego, volvían lentamente a tomar el control.

Había alguien siguiéndome.

Un hombre compacto, robusto, de unos treinta o cuarenta años, en una chaqueta deportiva verde grisácea. Cerca de la farmacia, la cara escondida tras una copia del Corriere della sera.

Apresuré el paso hasta que salí del edificio. Me siguió con muy poca sutileza. Eso me preocupó. No parecía importarle que me diera cuenta, lo cual quería decir que había otros. O, probablemente, que querían que me diera cuenta.

Me metí en el primer auto disponible, un Mercedes blanco, y dije:

– Grand Hotel, per favore.El que me vigilaba había tomado el taxi que seguía, lo vi inmediatamente. Probablemente ya había otro vehículo involucrado, tal vez dos, tal vez hasta tres. Después de cuarenta minutos de deslizarse a paso de hombre en medio de la hora pico de la mañana, el taxi se detuvo en la estrecha Via Vittorio Emanuele Orlando frente al Grand Hotel. Inmediatamente bajaron del vestíbulo cuatro hombres de librea para sacar mi equipaje, ponerlo en un carrito, ayudarme a bajar y escoltarme ' al vestíbulo elegante, sobrio y silencioso.

Le di una propina más que generosa a cada uno y mi nombre falso al de la recepción.

El empleado sonrió, y dijo:

– Buon giorno, Signore. -Inspeccionó las hojas de reservaciones. Una expresión de duda apareció en su rostro. -Signore… ¿señor Mason? -agregó, levantando la vista, los ojos llenos de disculpas.

– ¿Hay algún problema?

– Al parecer, señor… No tenemos registro…

– Tal vez bajo el nombre de mi compañía -le sugerí-. TransAtlantic.

Después de un momento sacudió la cabeza otra vez.

– ¿Sabe desde dónde la hicieron?

Golpeé con la palma abierta sobre la superficie de mármol.

– ¡Me importa un carajo quién la hizo y desde dónde! -dije-. Este maldito hotel ya…

– Si necesita una habitación, señor, estoy seguro…

Señalé al jefe de los de librea.

– No, aquí no. Estoy seguro de que el Excelsior no comete este tipo de errores. -El hombre que había llamado se detuvo a mi lado y entonces le dije: -Lleve mi equipaje a la entrada de servicio. A la del frente no. Y quiero un taxi al Excelsior, en la Via Véneto. Inmediatamente.

El hombre se inclinó un poco e hizo un gesto a sus compañeros que dieron vuelta con mi equipaje y empezaron a llevarlo por el vestíbulo.

– Señor, si hay algún error, estoy seguro de que podemos arreglarlo -dijo el recepcionista-. Tenemos una habitación disponible. En realidad, tenemos varias suites…

– No quiero causarles ningún problema -dije con furia mientras seguía el carrito hacia el final del vestíbulo.

En unos minutos, vi que se detenía un taxi frente a la entrada de servicio del hotel. El chico cargó la valija y el bolso en el baúl del Opel y le di una buena propina.

– ¿Al Excelsior, verdad, señor? -dijo el conductor.

– No, no -dije-. Al Hassler. Piazza Trinitá dei Monti.El Hassler está frente a la Plaza España, uno de los lugares más bonitos de Roma. Yo ya había estado allí antes y la Agencia había reservado una habitación a mi pedido. El episodio del Grand Hotel, claro está, era una estratagema y al parecer había dado resultado. Ya no me seguían. No sabía cuánto podría quedarme allí sin que me vieran, pero por el momento, las cosas estaban bien.

Agotado, me duché y me dejé caer en la cama de dos plazas y media, me metí entre las sábanas de lino, lujosas y suaves, momentáneamente en paz, y me dejé caer en un sueño muy necesario, muy profundo, sacudido de a ratos por visiones de Molly que me llenaban de aprensión.

Unas horas después, me despertó el sonido distante de una bocina cerca de la Plaza España. Media tarde y la suite estaba llena de luz. Rodé sobre la cama, levanté el teléfono, pedí un cappuccino y algo de comer. Me estaba haciendo ruido el estómago.

Miré el reloj y calculé que el día de negocios estaría empezando en Boston. Llamé a un Banco en Washington donde tengo una vieja cuenta desde hace ya años. John Matera había enviado mis "ganancias" del Beacon Trust a esa cuenta (aunque la verdad es que "ganancias" es lo único que no eran). No tenía sentido, pensé, hacerle fácil a la cía meter las manos en mi dinero. Yo conocía los trucos de la Agencia y estaba decidido a no confiar en ellos, en lo posible.

El café llegó quince minutos después, en una taza profunda, grande, con borde dorado y junto con deliciosos sandwiches: rodajas gruesas de pan blanco con tajadas delgadas de jamón, arugula, un poco de pecorino fresco, y pedazos de tomate de un color rojo incitante, brillantes por el aceite fragante de oliva.

Me sentía más solo que nunca. Molly, eso lo sabía, estaba bien… en realidad, estaba prisionera pero también la estaban protegiendo. Y sin embargo, me preocupaba por ella, por lo que le dirían acerca de mí, por el miedo que seguramente estaría sintiendo, por la forma en que lo soportaría. Estaba convencido de que no haría ninguna locura. Convertiría en un infierno las vidas de sus captores, de eso sí estaba seguro.

Sonreí y justo en ese momento sonó el teléfono.

– ¿Señor Ellison? -La voz tenía acento estadounidense.

– Sí.

– Bienvenido a Roma. Es un lindo momento para venir.

– Gracias -dije-. Es mucho más cómodo aquí que en losEstados Unidos en esta época del año.

– Y hay mucho más para ver -dijo mi contacto, completando el código de reconocimiento.

Colgué.

Quince minutos después, bajo la luz suave de la tarde romana, salí del Hassler. La gran escalinata de Plaza España estaba llena de gente sentada, fumando, tomando fotografías, gritándose, riendo de las bromas de sus compañeros. Miré la escena llena de vida, me sentí terriblemente fuera de lugar entre tanta vida, y, con el estómago hecho un nudo de tensión, tomé un taxi.

31

Fui hasta la Piazza della Repubblica, no muy lejos de la estación de trenes de Roma y alquilé un auto en la agencia Maggiore con mi nombre falso, Bernard Mason, y con la licencia de conductor, más una tarjeta Visa dorada del Citibank. (En realidad, la tarjeta era real, pero las cuentas que pagaba el ficticio señor Mason se hacían efectivas a través de Fairfax, Virginia, es decir, la cía misma.) Me dieron un brillante Lancia negro, grande como un transatlántico: el tipo de auto que Bernard Mason, nuevo rico de los Estados Unidos, apreciaría más.

El consultorio del cardiólogo estaba cerca, sobre el Corso del Rinascimento, una calle ruidosa y llena de tránsito que nace en Piazza Navona. Estacioné en un estacionamiento subterráneo a una cuadra y media y localicé el edificio cuya entrada tenía una placa de bronce con la inscripción dott. ALDO PASQUALUCCI.

Había llegado temprano para la cita, unos cuarenta y cinco minutos más o menos, y decidí caminar hasta la plaza. Por muchas razones, sabía que era mejor respetar la hora señalada. Tenía que ver al cardiólogo a las ocho de la noche, un horario extraño, pero lo había hecho a propósito. El inconveniente, supongo, estaba diseñado para agrandar mi leyenda: ésa era la única hora del día en que el millonario estadounidense, Bernard Mason, podría encontrar un minuto para una entrevista con el médico. Con ese inconveniente, el doctor Pasqualucci seguramente estaría más decidido a cooperar y a ayudarnos. Pasqualucci era uno de los cardiólogos más renombrados de Europa, y el antiguo jefe de la kgb lo había consultado seguramente por esa razón. Así que era lógico que el señor Mason, que residía varios meses por año en Roma, buscara sus servicios. Lo único que sabía Pasqualucci era que ese estadounidense le había sido derivado por otro médico, un interno al que conocía sólo casualmente. Se le pedía cierto grado de discreción ya que el imperio de negocios del señor Mason podría sufrir incalculables pérdidas si alguien se enteraba de que había recibido tratamiento por un problema cardíaco. Pasqua-lucci no sabía que el médico que me había derivado también era empleado de la cia.

A esa hora de la tarde, los edificios barrocos color ocre de la Piazza Navona estaban iluminados con luces poderosas, una visión impresionante, dramática. La plaza estaba repleta de gente que se sentaba en los cafés, excitada, eléctrica, chillona. Había parejas que caminaban absortas en el amor, o mirando a otros. La plaza está construida sobre las ruinas de un antiguo Circo, el del emperador Domiciano. (Siempre me acuerdo de que fue Domiciano el que dijo: "Los emperadores son necesariamente los hombres más desdichados ya que sólo su muerte por asesinato convencerá al público de que las conspiraciones contra sus vidas son reales".)