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No había duda de que había sido la casa ancestral de una familia toscana y seguramente, siglos antes que eso, un bastión fortificado de una de las tantas ciudades estados de los etruscos. La selva que rodeaba los jardines estaba llena de olivos, campos de girasoles gigantescos, vides y cipreses. Me di cuenta rápidamente de la razón por la que Orlov había elegido esa villa en particular. Su localización, tan arriba en una colina, la convertía en un lugar fácil de asegurar. Una gran cerca de piedra rodeaba la propiedad, y por encima había una instalación de cable electrificado. No era impenetrable -virtualmente nada es impenetrable para alguien con habilidades en la tarea de entrar en lugares vigilados-, pero era una linda manera de mantener bien lejos a los indeseables. Desde un mirador de piedra recientemente construido, en la única entrada, un guardia armado controlaba a los visitantes. Los únicos visitantes de ese momento parecían ser obreros de Rosia y el resto del área, albañiles, carpinteros que llegaban en viejos camiones polvorientos, y a quienes se revisaba cuidadosamente antes de dejarlos entrar para el trabajo del día.

Probablemente Orlov había traído a su guardia con él desde Moscú. Y si uno conseguía engañar a los primeros guardias, seguramente habría más adentro: atravesar los portones por la fuerza no parecía una buena idea.

Después de unos minutos de vigilancia, a pie y desde el auto, empecé a elaborar un plan.

Muy cerca, apenas a unos minutos de viaje en auto, estaba la pujante ciudad de Sovicille, capital del área, una comune al oeste de Siena, que era capital aunque no lo parecía. Estacioné en el centro, en la Piazza G. Marconi, frente a una iglesia, cerca de un camión de agua San Pellegrino. La plaza estaba desierta, apenas perturbada por el silbido lujurioso de un pájaro en una jaula, frente a un Café Jolly y la charla de unas pocas mujeres maduras. Allí distinguí el símbolo de un teléfono público y mientras caminaba hacia él, la paz desapareció con las campanas de la iglesia.

Entré en el café y pedí un sandwich y un café. Por alguna razón, ningún lugar del mundo tiene un café como el italiano. Italia no cultiva café, pero sabe prepararlo. En cualquier tugurio de camioneros o cantina barata de Italia se toma un cappuccino mejor hecho que el del restaurante italiano más fino del Upper East de Manhattan.

Tomé mi café y mientras tomaba pensé con cuidado, cosa que había hecho muy a menudo desde mi salida de Washington. Y sin embargo, a pesar de tanta reflexión, todavía no tenía ni idea de dónde estaba parado.

Poseía el más extraordinario de los talentos pero, ¿qué había logrado hacer con él? Había rastreado a un ex jefe de la inteligencia soviética, un trabajo de espionaje prolijo que sin duda la cia hubiera terminado con facilidad sin mi ayuda. Apenas habrían necesitado algo más de tiempo y un poco de ingenuidad.

¿Y ahora qué?Ahora, si todo salía como estaba planeado, me encontraría con el jefe de espías de la kgb. Tal vez averiguaría por qué razón se había encontrado con mi suegro. Tal vez no.

Esto era lo que sabía o creía que sabía: los miedos de Edmund Moore estaban justificados. Toby los había confirmado. Algo estaba en marcha, algo que involucraba a la cia, algo sustancial y terrible. Algo de consecuencias mundiales, según creía yo. Y fuera lo que fuera, se estaba acelerando. Primero Sheila McAdams, después el padre de Molly. Después el senador Mark Sutton. Y ahora Van Aver, en Roma.

¿ Y cuál era el esquema general, el punto de unión!

Toby me había mandado a averiguar lo que pudiera sobre Vladimir Orlov. Casi me habían matado tratando de hacerlo.

¿Por qué?

¿Por averiguar algo que sabía Harrison Sinclair? ¿Algo que había significado su muerte?

La estafa, la avaricia y el deseo de dinero no eran explicaciones adecuadas. Mi instinto me decía que había algo más, algo mucho más grande, algo de importancia enorme y urgente para los conspiradores, fueran quienes fueran.

Si tenía suerte, lo sabría de boca de Orlov.

Si tenía suerte. Un secreto que gente de inmenso poder quería mantener así como estaba: bien secreto.

También era posible que yo no averiguara nada. Soltarían a Molly, yo estaba casi seguro de eso, pero yo volvería a casa con las manos vacías. ¿Y después qué?

Nunca estaría a salvo, y Molly tampoco. No mientras poseyera esa condición terrible, ese talento, no mientras Rossi y sus secuaces supieran dónde encontrarme.

Deprimido, dejé el café y busqué en la Via Roma un negocito llamado Boero, cuya vidriera mostraba municiones y armas para la caza en una región obsesionada con ese deporte. Las cajas y estuches de esa vidriera nada elegante tenían nombres como Rottweil, Browning, Caccia Extra. Lo que no encontré allí apareció después, cuando me decidí a llegarme hasta Siena, que tenía un negocio mucho más importante en la Via Rinaldi, una armería llamada Maffei que anunciaba liquidaciones de accesorios y ropa de caza (para los toscanos ricos que querían estar a la moda en un día de deporte o que querían tener el aspecto de cazadores profesionales aunque no lo fueran). Después, arreglé una transferencia de dinero, mucho dinero, desde mi vieja cuenta en Washington a una oficina de American Express en Londres, y de ahí a Siena, donde me la entregaron en dólares estadounidenses.

Finalmente, hubo tiempo suficiente -y yo había reflexionado bastante- como para hacer un llamado telefónico. En laVia dei Termini en Siena localicé una oficina de la sip (la compañía telefónica italiana) y disqué un número internacional desde una de las cabinas.

Después de los acostumbrados ruidos de interferencia, atendieron el teléfono después del tercer llamado, tal como se suponía que lo harían.

Una voz femenina dijo:

– Treinta y dos mil.

– Interno nueve ochenta y siete, por favor -dije.

Otro ruidito. El timbre de la conexión cambió casi imperceptiblemente, como si estuvieran llevando la llamada a través de un cable de fibra óptica aislado, especial. Probablemente así era: de un puesto de comunicaciones en Bethesda a una estación en el Canadá (Toronto, creo) y luego de vuelta a Langley.

Una voz familiar en la línea. Toby Thompson.

– La hormiga Cataglyphis -dijo- sale al sol del mediodía.

Era un intercambio en código que él mismo había inventado, una referencia a la hormiga plateada del Sahara que puede tolerar temperaturas superiores que cualquier otro animal en la tierra, hasta sesenta grados centígrados.

Yo le contesté:

– Y acelera más rápido que cualquier otro animal.

– ¡Ben! -dijo-. ¿Qué mierda estás…? ¿Dónde mierda…?

¿Podía confiar en Toby? Tal vez sí, tal vez no, pero era mejor correr el menor riesgo posible. Después de todo, ¿y si Alex Truslow tenía razón y la Agencia estaba infiltrada? Yo sabía que las precauciones en la conexión telefónica, los múltiples enganches y demás me darían más de ochenta segundos antes de que pudieran localizar mi llamada. Tenía que hablar rápido.

– ¿Qué está pasando, Ben?

– Tal vez tú quieras contarme algo de eso a mí, Toby. Charles Van Aver está muerto. Supongo que lo sabes…

– ¡Van Aver…!

Por lo que podía adivinar a través de las telecomunicaciones modernas, Toby sonaba realmente asustado, impresionado. Miré mi reloj y dije:

– Pregunta. Averigua.

– ¿Pero dónde estás? No te comunicaste. Dijimos…

– Lo único que quiero que sepas es que no pienso comunicarme de acuerdo con el plan. No es seguro. Pero voy a mantener el contacto. Te llamo esta noche entre las diez y las once de aquí, y cuando llame, quiero hablar con Molly inmediatamente. Tú puedes hacerlo, tienes magos de la comunicación ahí contigo. Si no me comunican en veinte segundos, cuelgo…-Escucha, Ben…

– Algo más, voy a suponer que tu… tu aparato tiene defectos, que pierde información. Sugiero que arregles las goteras o vas a perder el contacto conmigo. Y sé que eso no te conviene.

Colgué. Setenta y dos segundos. No habían podido rastrearla.

Caminé en medio de la multitud a lo largo de Via dei Termini, preocupado, pensativo, y encontré un quiosco con gran selección de diarios extranjeros: el Financial Times, The Independen!, Le Monde, el International Herald Tribune, Frankfurter Allgemeine Zeitung, Neue Zürcher Zeitung. Tomé una copia del Tribune y miré la primera página mientras seguía caminando. El título principal, por supuesto, era sobre las elecciones en Alemania.

Y a la izquierda de la página, abajo, un título pequeño:

COMITÉ DEL SENADO DE LOS ESTADOS UNIDOS INVESTIGARA CORRUPCIÓN EN LA cia.

Totalmente absorto, choqué con una hermosa pareja italiana, los dos de verde oliva. El hombre, que usaba anteojos de sol tipo aviador marca Ray Ban, me gritó algo en italiano que no entendí del todo.

– Scusi -dije con tanto tono de amenaza como pude lograr.

Después noté el otro título, arriba, a la izquierda:

alexanDER TRUSLOW, JEFE DE LA cia.

Fuentes de la Casa Blanca afirman que Alexander Truslow, antiguo funcionario de la cia, suplente del director en 1973, será nombrado nuevo director de la Agencia. El señor Truslow, que encabeza una compañía consultora con base en Boston, juró llevar a cabo una limpieza general en la cia, sacudida por acusaciones de corrupción.

Las cosas empezaban a tener sentido. Con razón Toby había hablado de "urgencia". Truslow representaba una amenaza para alguien muy poderoso. Y ahora que lo habían nombrado reemplazante de Harrison Sinclair, estaba en el puesto exacto para hacer algo en cuanto al "cáncer", como él mismo lo llamaba, que estaba empezando a dominar el cuerpo de la Agencia.