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Hal Sinclair había muerto, lo mismo que Ed Moore y Sheila McAdams, y Mark Sutton y tal vez… tal vez otros.

El nombre del próximo blanco era evidente.

Alex Truslow.

Toby tenía razón. No había tiempo que perder.

34

Unos minutos después de las tres de la tarde, llegué a la cantera de piedras cerca de la cual había pasado la noche anterior.

Una hora y quince minutos después estaba sentado en el asiento del acompañante de un camión Fiat muy maltratado, detenido a la entrada del portón de Castelbianco. Usaba ropa de trabajo, pantalones de lona azul oscuro y una camisa de trabajo azul, gastada y cubierta de polvo. El que manejaba el camión era el joven obrero de piel oscura que había conocido en el bar de Rosia esa misma mañana.

Se llamaba Ruggiero y era hijo de un italiano y de una emigrada de Marruecos. Yo había detectado que era un hombre dispuesto a cooperar, muy susceptible a una buena propina, y lo había buscado en la cantera para pedirle información.

O, más bien, para comprársela. Le expliqué que era un hombre de negocios del Canadá, un especulador en bienes inmuebles, y que le pagaría muy bien por lo que me dijera. Le pasé cinco billetes de diez mil liras (unos cuarenta dólares) y le dije que necesitaba entrar en la casa del "alemán" para hablar de negocios con él, específicamente para hacerle una oferta generosa (y algo ilegal) por la propiedad de Castelbianco. Tenía un comprador potencial y el "alemán" sacaría buen dinero si estaba de acuerdo.

– Ey, momento, momento -dijo Ruggiero-, no pienso perder mi trabajo.

– No tiene usted que preocuparse -le contesté-. No, si lo hacemos bien. Tengo un plan.

Ruggiero me dio toda la información que necesitaba sobre la renovación que se llevaba a cabo en Castelbianco. Me dijo que un miembro de la servidumbre trataba directamente con el personal de la cantera y pedía mármol y tejas de granito. Aparentemente, el "alemán" estaba haciendo una renovación importante. El ala derrumbada estaba surgiendo de sus cenizas con grandes cuadrados de mármol verde oscuro florentino en el piso y granito en la galería. Había tomado a expertos albañiles, viejos artesanos del oficio, contratados en Siena. Ruggiero me costó caro. Más de quinientos dólares, unas setecientas mil liras por unas pocas horas de su tiempo. Llamó a su contacto en Castelbianco y le informó que no se había entregado el último pedido de mármol florentino en su totalidad. Un empleado ahora despedido, había cometido un grave error. Lo que faltaba se despacharía inmediatamente.

Era muy poco probable que la gente de Castelbianco objetara el hecho de que la cantera complementara el pedido anterior y nadie lo hizo. En el peor de los casos -si la gente de Orlov tenía sospechas y contaba el mármol y veía que no había habido errores-Ruggiero diría que ésas habían sido las órdenes. Había sido un error de la cantera y a él no le pasaría nada.

Unos minutos después estábamos en el portón. El guardia salió de su casilla de piedra, con una larga hoja de papel sobre una madera y se acercó al camión, parpadeando bajo el sol.

– Si?

La entonación y el acento eran tan claros que si hubiéramos estado varios miles de kilómetros más al norte, hubiera podido imaginarlo diciendo "Da?" con la misma brusquedad. Con el cabello rubio bien cortado, la cara roja, saludable, era sin duda alguna, de antepasados campesinos rusos, el tipo de rufián tranquilo, poderoso, que emplean con tanta frecuencia en Lubyanka.

– Ciao -dijo Ruggiero.

El guardia asintió, hizo una marca en la hoja de visitantes, miró la carga de mármol y después me vio.

Y volvió a asentir.

Le hice el más leve gesto de reconocimiento y saludo, y me hundí en mis pensamientos como un obrero que haría cualquier cosa para que el tiempo pase más rápido y llegue por fin el final del turno.

Ruggiero encendió el motor de nuevo y guió el camión entre los macizos pilares de piedra. El camino de tierra pasaba frente a varias casas de piedra con techos a dos aguas que, según supuse, pertenecían a los sirvientes. Pollos y patos caminaban entre los patios diminutos frente a las casas, discutiendo y chillándose unos a otros. Una pareja de obreros extendía polvo blanco sobre un fragmento de pasto. Fertilizante.

– Su gente vive aquí.

Yo gruñí, sin preguntarle quién era "su gente". No sé si él lo sabía.

Un pequeño rebaño de ovejas pastaba sobre la ladera de la colina a la izquierda. Tenían caras flacas y rosadas, diferentes de cualquier cara de oveja que yo hubiera visto en los Estados Unidos, y balaron a coro, asustadas, cuando pasamos a su lado.Arriba, al fondo, acechaba la casa.

– ¿Cómo es por dentro? -pregunté.

– Nunca entré. Me dijeron que es linda, pero que está un poco abandonada. Necesita reparaciones. El alemán la compró barata, dicen.

– Suerte para él.

Giramos en una curva sobre una quebrada estrecha, pasamos otro edificio bajo de piedra. Este no tenía ventanas.

– Casa de las ratas -dijo Ruggiero.

– ¿Eh?

– Broma. O medio broma. Ahí dejaban la comida para el ganado. Está llena de ratas, así que nunca me acerqué, ni ahora ni de chico. La usan para guardar cosas.

Temblé de sólo pensar en las ratas.

– ¿Cómo sabe tanto?

– ¿De Castelbianco? Mis amigos y yo jugábamos aquí cuando éramos chicos. -Puso punto muerto y estacionó el camión cerca de una galería donde varios hombres grandes, bronceados, maduros, cortaban y colocaban pedazos de granito de distintos colores en un dibujo ornamental en círculos concéntricos. -En esos días, cuando Castelbianco era de los Peruzzi-Moncini, dejaban que los chicos de Rosia jugáramos aquí. No les importaba. A veces, ayudábamos con alguna cosa. -Buscó debajo del asiento, sacó dos pares de guantes y me dio uno. Mientras bajaba la palanca que colocaría la carga de mármol en el suelo, dijo: -Si hace que alguien se la compre al alemán, trate de encontrar a alguien que saque el alambre tejido. Este lugar era de toda la comune.

Saltó fuera de la cabina, y lo seguí hasta la parte de atrás donde empezó a levantar el mármol y a colocarlo en una pila cerca de la galería.

– Che diavolo stai facendo, Ruggiero? -gritó uno de los albañiles, volviéndose hacia nosotros y haciendo un gesto con la mano alzada.

– Calmati -dijo Ruggiero y siguió trabajando-. Sto facendo il mio lavoro. E per l’interno, credo. Che ne so io? -Hago mi trabajo, decía. Me le uní para bajar el mármol. Las planchas de material, rugosas de un lado, suaves del otro, no eran pesadas pero sí frágiles y teníamos que apoyarlas en el suelo con mucho cuidado.

– Nadie me comentó nada de una entrega de mármol -dijo el mismo hombre, probablemente un capataz, en italiano. Hablaba con muchos gestos. -El mármol vino la semana pasada. ¿Metieron la pata o qué?

– Yo hago lo que me dicen -dijo Ruggiero e hizo un gesto hacia la casa-. Parece que la última entrega fue escasa y Aldo ofreció mandar más. Y además, no es asunto tuyo, carajo.

El albañil levantó una cuchara, alisó una franja de cemento y dijo, resignado:

– A la mierda contigo.

Trabajamos en silencio, un rato, levantando, llevando, poniendo, encontrando el ritmo. Después le dije, despacio:

– Los tipos esos te conocen, ¿verdad?

– Ese sí. Mi hermano trabajaba para él hace un par de años. Un tarado. ¿Ya terminamos con esto?

– Casi -dije.

– ¿Casi?

Mientras trabajábamos, miré la casa y los alrededores. Arriba, Castelbianco no era un palazzo: era grande y, a su manera, magnífico, pero al mismo tiempo desprolijo y abandonado. Sin duda necesitaba reparaciones. Tal vez un millón de dólares en trabajos de renovación le devolverían una grandeza que no había visto desde hacía siglos, pero Orlov no estaba gastando ni una fracción de eso. Me pregunté de dónde habría sacado el dinero, pero había sido jefe de una gran central de inteligencia: ¿por qué no iba a tener formas de llevarse al bolsillo algo del presupuesto ilimitado que había controlado alguna vez? ¿Y cuánto les estaba pagando a los guardias de seguridad, que tal vez eran más de seis? No mucho, sospechaba yo, pero claro, también les estaba dando asilo, protección contra el arresto y la prisión que los hubieran esperado en Rusia por haber servido fielmente a la tan desacreditada kgb. ¡Qué rápido habían cambiado las cosas! Los funcionarios de la seguridad del Estado, tan temidos, tan poderosos, espada y escudo del Partido, cazados como perros rabiosos en su propio país.

Me molestaba que hubiera sido tan fácil entrar en Castelbianco. ¿Qué tipo de seguridad era ésa para un hombre que temía por su vida, un hombre arrastrado a un trato con el jefe de la cia a cambio de protección, algo así como un comerciante de Chicago que tiene que pagar protección a los hombres de Al Capone?

La seguridad era modesta: no parecía haber cámaras de circuito cerrado ni computadoras. Aunque pensándolo bien, eso tenía sentido en cierto modo. El verdadero sistema de seguridad de Orlov era su disfraz de hombre anónimo, aparentemente tan exitoso que hasta sus hombres ignoraban quién era. Demasiada seguridad hubiera sido… bueno… algo así como una "bandera roja". Un sistema demasiado sofisticado hubiera atraído demasiado la atención. Un alemán excéntrico y rico podía tener unos cuantos guardias, pero una sofisticación demasiado grande en cuanto a la seguridad hubiera sido arriesgada. Así que ahora yo estaba adentro, y según la información que había recibido, Orlov también El problema era ¿cómo iba a entrar en la casa? Y sobre todo, una vez adentro, ¿cómo iba a salir?