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Sin embargo, logré levantar los dos bolsos (ninguno de nosotros dos había despachado el equipaje) y llegar al asiento sin demasiado dolor. Toby había comprado pasajes de primera clase y nos había dado pasaportes nuevos. Ahora éramos Cari y Margaret Osborne, dueños de un negocio de regalos pequeño pero próspero en Kalamazoo, Michigan.

Yo tenía un asiento junto a la ventanilla, tal como había pedido, y miré cuidadosamente cómo corría de aquí para allá el personal de mantenimiento de Swissair, completando los controles de último momento. Tenía el cuerpo duro de tensión. La entrada principal del avión ya estaba cerrada y sellada. El área de primera me daba un excelente punto de mira desde el cual vigilarlo todo. Exactamente en el momento en que el último miembro del personal de tierra abandonó la cabina y descendió por la escalerilla hacia la pista, empecé a gritar.

Levanté los brazos vendados en el aire y aullé:

– ¡Quiero salir de aquí! ¡Dios, Dios mío! ¡Déjenme salir de aquí!

– ¿Qué te pasa? -chilló Molly.Virtualmente todos los pasajeros de primera se habían dado vuelta para mirarnos. Tenían la vista clavada en nosotros, con horror. Una azafata llegó corriendo por el pasillo.

– Dios -grité-. Tengo que bajar… Tengo que bajar ahora mismo, ahora mismo.

– Señor, lo lamento -dijo la azafata. Era alta y rubia con una cara simple, decidida, una cara a la que no se le hacían bromas. -No se permite que desciendan pasajeros cuando el avión está por despegar. Si hay algo más que podamos hacer por usted…

– Pero, ¿qué te pasa? -insistió Molly.

– ¡Tengo que salir! -volví a aullar-. Tengo que salir de aquí. El dolor es intolerable…

– ¡Señor! -protestó la mujer suiza.

– ¡Saca el equipaje! -le ordené a Molly. Con los brazos en el aire, gimiendo y quejándome, empecé a empujar por el pasillo. Molly tomó los bolsos del compartimiento que ya estaba cerrado y se las arregló para colgarse los dos bolsos con correa de cada uno de sus hombros frágiles y, al mismo tiempo, tomar los otros dos con las manos. Me siguió por el pasillo, hacia el frente del avión.

Pero la azafata nos bloqueaba el camino.

– ¡Señor! ¡Señora! Lo lamento muchísimo, pero las reglas…

Una mujer anciana gritó desde el fondo:

– ¡Déjenlo bajar!

– Dios -grité.

– Señor, el avión está por despegar…

– ¡Fuera! ¡Fuera! -Era Molly, feroz en su furia. -Yo soy su médica. Y si no nos deja bajar inmediatamente, le juro que va a tener una demanda legal entre manos, señorita, un juicio. Y me refiero a usted personalmente, a usted y toda la aerolínea detrás, se lo aseguro. ¿Entiende lo que le digo?

Los ojos de la suiza se abrieron de par en par mientras retrocedía por el pasillo y se introducía en una fila de asientos para dejarnos pasar. Con Molly detrás, que peleaba con el equipaje como podía, corrí por la escalerilla que, gracias a Dios, estaba todavía unida al avión.

Corrimos por la pista y volvimos a entrar en la terminal. Allí, tomé todo el equipaje de manos de Molly -era doloroso, pero pude hacerlo-, y la hice correr hacia el mostrador de Swissair.

– ¿Qué mierda pasa?

– Cállate. No me preguntes nada por un rato, por favor. Por favor.

Los hombres del mostrador no habían visto nada, por suerte. Saqué un fajo de billetes (cortesía de Toby) y compré dos boletos a Zúrich en primera. El vuelo salía en diez minutos. Apenas el tiempo justo para llegar.

Aunque el vuelo fue agradable y sin incidentes -Swissair siempre me gustó más que cualquier otra aerolínea-, yo estuve todo el tiempo en agonía física.

Acuné un Bloody Mary entre las manos y traté de poner la mente en blanco. Molly estaba profundamente dormida. Antes de subir al avión, incluso antes del cambio de avión, se había quejado de no sentirse bien. Estaba descompuesta, dijo, floja. Pensaba que no era nada. Algo que se había pescado en el vuelo a Italia con eso que llamaba el "pomo de dentífrico" y los "platos de plástico" de los vuelos 747. Era evidente que volar no le gustaba mucho.

Yo había decidido que era una tontería confiar en Toby en ese momento. Tal vez estaba sospechando de más. Pero ya no podíamos correr ningún riesgo, y si Toby era la serpiente en el jardín…

Por eso, le había dicho que iba a Bruselas. No, Orlov no había pensado "Bruselas", pero el único que sabía eso era yo. En una hora o dos, estaba seguro, el personal de la CIA en Bruselas se daría cuenta de que el señor y la señora Osborne no habían llegado en el vuelo desde Milán y las alarmas sonarían en todo el mundo. Así que era sólo una distracción temporaria. Pero eso era mejor que nada.

Siga el oro. había gritado Orlov unos segundos antes de morir asesinado. Siga el oro.

Ahora sabía lo que eso significaba. O al menos me parecía que lo sabía. Él y Sinclair habían hecho el negocio en Zúrich. El no había dicho el nombre del Banco pero había pensado algo, un nombre probablemente: Koerfer. Sí, tenía que ser un nombre. ¿El nombre de un Banco? ¿O de una persona? Tendría que localizar el Banco de Zúrich en que se habían encontrado los dos jefes de espías.

Siga el oro significaba seguir la huella del papel, que era el único modo de saber la naturaleza de la bestia que había matado a Sinclair. Y sobre todo, probablemente el único modo de hacer que Molly y yo siguiéramos con vida.

Traté de relajarme. Una de las primeras preguntas que él me había hecho, cuando terminé el informe, era si mi habilidad, como sutilmente la había llamado, había sobrevivido al incendio. Y la verdad era que no sabía la respuesta. Al principio, no había tenido la fuerza ni la voluntad necesarias para concentrarme.Ahora, sin embargo, reuní todos mis recursos y mientras Molly dormía, traté… Y traté. Me ardía la cabeza… sí, era peor que cualquier dolor de cabeza que hubiera tenido antes. ¿Tendría que ver con las heridas y las quemaduras?

O, lo cual era peor todavía, ¿tendría algo que ver con el poder que yo había adquirido en el laboratorio del Proyecto Oráculo? ¿Algo estaría empezando a fallar? ¿Quién había sido -Rossi o Toby- el que había mencionado, así, al pasar, que la única persona en la que había funcionado el protocolo, el holandés, se había vuelto loco? El clamor de su cabeza lo había llevado al suicidio. Empecé a entenderlo.

Y sin embargo, al mismo tiempo me preocupaba el hecho de que la maldita habilidad telepática que me había metido en todo eso ya no estuviera en mí.

Así que fruncí el ceño, entrecerré los ojos, traté de convertir mi mente en receptor y… me pareció muy difícil. Estaba rodedado de sonidos, y eso hacía que fuera muy complicado separar las ondas elf del resto. Estaba el sonido del motor del avión, ahogado y repetitivo, como una canción de cuna; la charla más clara de los pasajeros cercanos, una risa fuerte, como un ladrido, de alguien en la sección de fumadores; un chico que lloraba unos asientos más atrás; el ruidito de los carritos de servicio con vasos, hielo y botellitas en miniatura.

Durmiendo a mi lado estaba Molly, pero yo no quería violar mi pacto con ella. El pasajero más cercano -al fin y al cabo, estábamos en primera- estaba bastante lejos.

Incliné la cabeza hacia Molly, un gesto furtivo, y la oí murmurar algo en voz alta. Cambió de posición bruscamente como si hubiera detectado mi proximidad y abrió los ojos.

– ¿Qué estás haciendo?

– Te cuido -dije.

– ¿Ah, sí?

– ¿Cómo te sientes?

– Muy mal. Descompuesta.

– Lo lamento.

– Gracias. No es nada. Ya se me va a pasar. -Se sentó, se masajeó la nuca. -¿Tienes idea de lo que vas a hacer en Zúrich, Ben?

– Una idea bastante aproximada, sí -respondí-. El resto» de oído.

Ella asintió, me tocó la mano derecha.

– ¿Y el dolor?

– Un poco mejor.

– Bien. Quiero decir, buen intento de hacerte el macho. Pero sé lo mucho que duele. Esta noche, si quieres, te doy algo para que duermas. Las noches son peores porque a veces,cuando duermes, ruedas sobre los brazos.

– No creo que haga falta.

– Pero dímelo si después cambias de idea.

– Sí.

– ¿Ben? -La miré. Tenía los ojos bordeados de rojo.

– Ben, tuve un sueño con papá. Pero eso lo sabes, supongo.

– Ya te dije, Molly, no pienso volver a…

– No importa. El sueño que tuve… Ya sabes, todos esos lugares en los que viví mientras crecía, Afganistán, las Filipinas, Egipto… Desde que me acuerdo, sentí su ausencia. Supongo que eso es muy común entre los de la CIA: papá se va y no sabes adonde ni por qué ni lo que está haciendo, y tus amigos siempre te preguntan por qué tu padre no está, por qué nunca está… ¿entiendes? Siempre me pareció que papá no estaba nunca y me llevó mucho tiempo entender por qué, pero me acuerdo de haber pensado que si yo me portaba mejor con mamá, él pasaría más tiempo conmigo. Cuando crecí, me dijo que trabajaba para la CIA, y yo lo tomé bien; creo que ya lo sabía: un par de mis amigos me lo habían sugerido. Pero no por eso fue más fácil…

Volvió a tirar el asiento hacia atrás hasta que estuvo casi horizontal, después cerró los ojos, como si estuviera con el analista.

– Cuando dejó de trabajar como hombre de campo, cuando se lo identificó públicamente como hombre de la CIA, las cosas tampoco mejoraron. Trabajaba todo el tiempo, siempre esclavo de su carrera. Así que, ¿qué hice? Me convertí en esclava de la mía, me metí en medicina, y eso porque yo sabía que en cierto sentido es peor todavía.

Noté que había empezado a llorar, y lo atribuí a que estaba cansada o al trauma que habían representado nuestra separación y nuestro reencuentro.