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Ella siguió hablando. Suspiró una vez.

– Supongo que siempre pensé que él y yo nos conoceríamos mejor cuando él se jubilara y cuando yo tuviera una familia. Y ahora… -Se le quebró la voz, ahogada y aguda. Una nenita otra vez. -Ahora, nunca…

No pudo seguir. Yo le acaricié el cabello como para decirle que igual la entendía…

La última vez que vi al padre de Molly fue en un viaje de negocios a Washington. Él era director de la CIA desde hacía ya varios meses. Yo estaba en Washington por asuntos legales. No había ninguna razón por la que tuviera que llamarlo desdeel hotel Jefferson. Lo llamé porque probablemente quería compartir de alguna forma el entusiasmo de su nueva importancia, la idea de tener un suegro en un puesto tan destacado. ¿Egoísta? Naturalmente. Quería tocar en algo la gloria de Hal. Sin duda también quería volver a los cuarteles de la CIA con algo parecido al triunfo, aunque fuera el triunfo de otro.

En el teléfono, Hal me dijo que le encantaría que nos reuniéramos a tomar algo o a almorzar (se había convertido en un fanático de la salud, había dejado el alcohol, tomaba solamente cerveza sin alcohol o su cóctel preferido: jugo de cerezas, agua mineral y lima).

Mandó un auto y un chofer a buscarme, lo cual me puso nervioso: ¿y si The Washington Post notaba ese abuso de poder de parte de Hal? Harrison Sinclair, ese hombre recto y probo, había enviado una limusina del gobierno, pagada con los impuestos de los contribuyentes, a recoger a su yerno. Que podría haberse tomado un taxi. ¿Vería mi foto en la primera plana dentro de una gran limusina negra?

A diferencia de lo que había pasado en mi última vez dentro de la CIA, cuando me había alejado con la cabeza baja y una caja de cartón con todas mis cosas entre las manos, solo a través del vestíbulo oscuro hacia el estacionamiento, esta vez la entrada fue triunfal. Sheila McAdams -la atractiva secretaria privada de Hal, de treinta años- me recibió en el vestíbulo y me llevó en el ascensor hasta la oficina de Hal.

Él irradiaba buena salud. Parecía realmente encantado de verme. En parte era porque le fascinaba mostrar su nueva oficina, supongo. Almorzamos en su comedor privado ensalada griega y sandwiches de berenjena; tomamos jugo, agua mineral y lima.

Hablamos un rato, al azar, de los negocios que me habían llevado a Washington. Hablamos de la forma en que había cambiado la Agencia desde la caída de la Unión Soviética, de sus planes para el puesto. Charlamos sobre mucha gente que conocíamos. Un poco de charla política. En general, un almuerzo muy agradable e intrascendente.

Pero nunca voy a olvidarme de algo que dijo cuando yo ya me iba. Mientras me acompañaba hacia el ascensor, me puso el brazo sobre los hombros y dijo:

– Sé que nunca hablamos de lo que pasó en París.

Yo lo miré, intrigado.

– Lo que te pasó, quiero decir…

– Sí… -dije.

– Algún día tenemos que hablar. Hay algo que quiero decirte.

Instantáneamente me dieron ganas de vomitar.-Hablemos ahora -dije. Y me sentí bien, aliviado, cuando él contestó: -No puedo.

– Tus tiempos son muy breves, supongo… -No es sólo eso. No puedo. Pero vamos a hablar. Ahora no. Pronto.

Nunca hablamos.

Cuando Molly y yo llegamos al aeropuerto Kloten, tomamos un taxi al centro de Zúrich, un Mercedes. Pasamos el mamut recientemente renovado de Hauptbahnhof, giramos alrededor de la estatua de Alfred Escher, el político del siglo XIX al que, según se dice, se debe la transformación de Zúrich en un moderno centro de Bancos y banqueros.

Yo había reservado habitaciones en el Savoy Baur en Ville, el hotel más viejo de la ciudad, favorito entre los hombres de negocios y abogados estadounidenses. Está renovado desde 1975 y justo en Paradeplatz, cerca de todo y, sobre todo, cerca de Bahnhofstrasse, donde casi todos los edificios son Bancos.

Me registré y subimos a la habitación, que era agradable -mucho bronce y madera y muebles laqueados-, nada demasiado moderno ni demasiado antiguo. Hablamos un rato hasta que los dos nos sentimos demasiado cansados para seguir haciéndolo. Molly volvió a ofrecerme un sedante y yo volví a negarme. Miré cómo Molly empezaba a dejarse llevar por el sueño, traté de unirme a ella. Necesitaba mucho dormir pero el sueño no venía. El dolor de las manos y los brazos subía por mi cuerpo con un calor agobiante y yo tenía la mente mareada por los hechos, las revelaciones de los últimos días que giraban en ella como un remolino.

En una de las bóvedas bajo la Bahnhofstrasse, apenas a unos metros de nuestro hotel, estaba la respuesta a lo que había pasado con más de diez mil millones de dólares en oro robados de la antigua Unión Soviética, la respuesta al enigma de la muerte de Sinclair. Seguramente en unas horas estaría mucho más cerca de resolverlo. Deseaba que ya fuera de mañana.

En el otro extremo de la mesa, cerca de la base de la lámpara, estaba el International Herald Tribune que nos habían dejado en la habitación. Lo levanté y revisé la primera plana sin prestarle demasiada atención.

Uno de los artículos, a una sola columna, en el costado derecho de la página, estaba encabezado por una fotografía de alguien bastante familiar. Aunque no me sorprendió verla, el contenido del artículo era amenazador.

ÚLTIMO JEFE DE LA KGB

ASESINADO EN EL NORTE

DE ITALIA

Por Craig Rimer

Servicio del Washington Post

Roma. Vladimir A Orlov, último jefe de la agencia de inteligencia soviética, kgb, fue encontrado muerto por la policía local en su residencia a 25 kilómetros de Siena Tenia 72 años. Fuentes diplomáticas revelaron aquí que el señor Orlov estaba escondido en la región toscana de Italia desde hace varios meses, después de su huida de Rusia.

Las autoridades italianas confirmaron que el señor Orlov murió en un ataque armado. Sus asaltantes no han sido identificados pero se cree que son enemigos políticos o miembros de la Mafia siciliana. Según informes no confirmados, antes de su muerte el señor Orlov podría haber estado involucrado en operaciones financieras ilegales. El gobierno ruso se negó a comentar la muerte de Orlov, pero en un comunicado de Washington esta mañana, el nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow dijo "Vladimir Orlov presidió la desmantelacion de la agencia mas grande de la opresión soviética por lo cual todos debemos estarle agradecidos. Todos lloramos su muerte ".

Me senté en la cama, el corazón apresurado a pesar del dolor en la cabeza, los brazos y las manos El artículo que venía después tenía que ver con el nuevo líder alemán "Vogel", decía el título, "acepta los lazos con los Estados Unidos"

Y luego "El canciller electo Wilhelm Vogel, de Alemania, cuya elección para el puesto se concretó días después de que cayera la Bolsa alemana hundiendo a la nación en el pánico total, ha invitado al nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow, a Alemania para pedirle consejo sobre cómo asegurar la amistad entre su país y los Estados Unidos El nuevo jefe de inteligencia aceptó la invitación como su primera visita oficial en el cargo y se cree que viajará a Bonn para un encuentro con el canciller electo y también con su colega alemán, el director de la Bundesnachrichtendienst, o Servicio de Inteligencia de Alemania Federal, Hans Koenig…”

Y yo sabía que Truslow estaba en peligro Lo que me preocupaba era la yuxtaposición.

Vladimir Orlov había advertido que los rusos duros podían tomar su país ¿Qué había dicho mi amigo corresponsal inglés, Miles Preston, sobre la relación entre Rusia y Alemania, sobre el hecho de que para que hubiera una Alemania fuerte, hacía falta una Rusia débil? Orlov, que había tratado de salvar a Rusia, junto con Sinclair, estaba muerto.Sobre la estela de una Rusia debilitada, sola, había subido al poder un nuevo líder alemán.

Los teóricos de la conspiración, entre quienes no me cuento (como ya dije), aman hablar y analizar el problema de los neonazis, como si lo único que Alemania quisiera fuera volver al Tercer Reich Es una tontería, una estupidez totaclass="underline" los alemanes que conozco, los que finalmente llegué a apreciar durante mi breve paso por Leipzig, no eran así. No eran nazis ni camisas negras, no llevaban esvásticas ni nada parecido Eran personas buenas, decentes, patrióticas, semejantes en esencia al ruso promedio, al estadounidense promedio, al sueco promedio, al camboyano promedio.

Pero, ¿acaso el punto de la discusión era la gente, el pueblo? No, seguramente no.

Recordaba lo que me había dicho Miles Preston

Alemania, hombre, Alemania La ola del futuro. Estamos a punto de ver el nacimiento de una nueva dictadura alemana. Y no va a ser accidental, Ben Hace mucho tiempo que la planifican.

La planifican…

Y Toby me había advertido sobre un complot para asesinar a alguien.

Y así fue como de pronto, se encendió una luz, un brillo profundo en la oscuridad, un momento de revelación.

Lo que lo provocó fue la imagen del asesinado Vladimir Orlov. Había hablado de la caída del mercado de valores estadounidense en 1987.

Una "caída" del mercado de valores, para usar sus palabras, no es necesariamente un desastre para el que esta preparado. Al contrario, un grupo de inversores con información certera puede hacer grandes ganancias en una de esas caí das.

¿Acaso los Sabios hicieron dinero en ese colapso?, le había preguntado yo

Sin duda, me había dicho él Usaron programas computarizados para mercados y mil cuatrocientas cuentas diferentes, calibraron con precisión lo que pasaba en el Nikkei de Tokio y movieron los hilos del comercio en el momento exacto con la velocidad exacta. Ah, no sólo hicieron vastas sumas de dinero con la caída, señor Ellison la provocaron.