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Pero no. Estaba encantada, alegre. ¿Tendría que ver con la reciente pérdida de su padre? Probablemente, pero ¿quién sabe cómo funciona el inconsciente en realidad?

Ella ya me estaba arrancando la ropa antes de que cerráramos la puerta de la habitación del hotel. Me pasó las manos por el pecho, bajo el cinturón, en las nalgas y después al frente mientras me besaba como enloquecida. Yo le respondí con la misma pasión, jugueteando con la blusa de seda, con los botones (algunos cayeron sobre la alfombra) y tratando de acariciarle los senos, los pezones, que ya estaban duros. Después, recordando mi mano vendada y quemada, usé la lengua y la lamí en círculos concéntricos cada vez más cerrados hacia los pezones. Ella temblaba. Con los hombros y el cuerpo -me dolían los brazos y los abría como las pinzas de una langosta-, la empujé contra la enorme cama y caí sobre ella. Pero ella no iba a dejarse dominar tan fácilmente. Luchamos, peleamos con una agresividad que nunca habíamos tenido en el amor y que yo disfrutaba muchísimo, lo cual era todo un descubrimiento. Antes de que la penetrara, ya estaba gimiendo y gruñendo de placer anticipado.

Y después, nos quedamos juntos disfrutando de la dulzura y el sudor y la suciedad y el brillo tibio, acariciándonos, hablando en calma.

– ¿Cuándo pasó? -le pregunté. Me acordaba de cuando habíamos hecho el amor, después de que yo adquiriera la telepatía. Me acordaba de que los dos estábamos tan excitados que ella no se había puesto el diafragma. Pero me parecía demasiado reciente.

– Hace un mes -dijo ella-. No creí que pasara nada.

– ¿Te olvidaste?

– En parte.

Sonreí por el subterfugio, pero no sentía rencor.

– Ya ves -dije-, la gente de nuestra edad trata y trata de concebir y compra equipos para detectar la ovulación y libros y todo eso. Y tú te olvidas de ponerte el diafragma y pasa por accidente.

Ella asintió y sonrió, una sonrisa enigmática.

– No totalmente por accidente.

– Sí, eso suponía…

Ella se encogió de hombros.

– ¿Deberíamos haber hablado antes?

– Probablemente -dije-. Pero no hay problema.

Otra pausa y después, ella dijo:

– ¿Cómo anda la quemadura?

– Muy bien -respondí-. Las endorfinas naturales son excelentes calmantes.

Ella dudó, como si estuviera reuniendo coraje para decir algo importante. No pude evitar oír una frase -esa cosa horrible que era antes- y después, habló:

– Cambiaste, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir eso?

– Ya sabes. Eres otra vez el que juraste que nunca volverías a ser.

– Pero está bien, Mol. No tuve alternativa.

La respuesta fue lenta y triste.

– No. Supongo que no. Pero estás diferente… Lo siento. Lo siento adentro… No necesito telepatía para darme cuenta… bueno, es como si todos los años en Boston hubieran desaparecido por completo. Estás otra vez en el medio de las cosas, en tu ambiente. Y no me gusta. Me asusta.

– A mí también me asusta.

– Hablaste anoche.

– ¿Dormido?

– No, por teléfono. ¿Con quién?

– Con un periodista que conozco, Miles Preston. Lo conocí en Alemania cuando estaba con la CIA.

– Le preguntaste algo sobre la caída de la Bolsa alemana.

– Y yo que creí que estabas completamente dormida…-¿Crees que eso tiene algo que ver con la muerte de papá?

– No lo sé. Tal vez.

– Yo descubrí algo.

– Sí -dije-. Me acuerdo que dijiste algo cuando yo me estaba durmiendo en Greve.

– Creo que ahora entiendo por qué papá me dejó esa carta de autorización.

– ¿De qué hablas?

– ¿Te acuerdas del documento que me dejó en el testamento? Estaba el título de la casa y las acciones y los bonos y ese extraño "instrumento" financiero, como lo llamaron los abogados, que me autorizaba a tener todos los derechos sobre los papeles, en el extranjero y en el país…

– Sí, ¿y?

– Bueno, eso hubiera sido ridículo en el caso de las cuentas nacionales, que de todos modos me pertenecen por ley. Pero en las cuentas del extranjero… donde las leyes bancadas varían tanto… una carta como esa puede ser útil.

– Especialmente si la cuenta está en Suiza.

– Exactamente. -Se levantó y caminó hasta el armario, abrió una valija y sacó un sobre. -El instrumento financiero a sus órdenes -anunció. Hizo unos malabarismos con las manos y sacó el libro que su padre me había dejado por alguna razón misteriosa: la primera edición de las memorias de Alien Dulles, El Oficio de la Inteligencia.

– ¿Para qué mierda trajiste eso? -pregunté.

Ella no contestó. En lugar de eso, volvió a la cama y puso las dos cosas entre las sábanas arrugadas.

Después, abrió el libro. La tapa gris, estaba inmaculada y el lomo del libro crujió cuando se abrió por el medio. Seguramente lo habían abierto apenas unas dos o tres veces antes. Tal vez sólo una, cuando el legendario señor Dulles sacó su pluma Waterman y escribió en la página del título en letras negras: "Para Hal, con la mayor de las admiraciones, Allen".

– Fue lo único que te dejó papi -dijo ella-. Y durante un tiempo me pregunté por qué.

– Yo también.

– Él te quería. Y aunque siempre fue frugal, no era un avaro. Me preguntaba por qué te había dejado ese libro solamente. Yo conocía bien su mente… era un jugador, le gustaban los juegos. Así que cuando empaqué, reuní los documentos que me dejó papá y decidí traer esto y mirarlo para ver si tenía marcas… Ese es el tipo de cosa que me hacía cuando yo era chica: marcar los libros para que prestara atención a las partes que le parecían importantes. Y así lo encontré.

– ¿Ehh?

Miré la página que ella me indicaba. En la página 73, que trataba de códigos y criptografía, estaba subrayada la frase "Código Rosa". Junto a ella, en lápiz, Hal había agregado: "L2576HJ".

– Es su siete -explicó Molly-, y sin duda, el dos es suyo. Y la J.

Yo entendí inmediatamente. "Código Rosa" significaba en realidad Código Ónix. Dulles no había querido dar el nombre verdadero en el libro. El Código Ónix era un libro de códigos legendario de la Primera Guerra Mundial que la Agencia había heredado del Servicio Diplomático de los Estados Unidos. Todavía estaba en carrera, aunque rara vez se utilizaba realmente porque hacía siglos que alguien lo había decodificado. L2576HJ era una frase en código.

Hal Sinclair le había dejado a Molly los medios legales para acceder a la cuenta.

Me había dejado a mí, el número de cuenta. Siempre que lograra descifrarlo.

– Uno más -dijo Molly-. En la página anterior.

En la parte superior de la página 72 había una serie de números, 79648, que Dulles citaba como ejemplo de cómo funcionan los códigos. Estaba subrayada en lápiz, sin mucha fuerza, y junto a ella, Sinclair había escrito "R2".

R2 se refería a un libro de códigos mucho más reciente, que yo nunca había usado. Supuse que 79648 era otro código que se traduciría en otra serie de números (o tal vez letras) cuando se le aplicara el código R2.

Necesitaba información de la CIA, y sin embargo, no podía arriesgarme a dar a conocer mi paradero. Así que llamé a un amigo de la Agencia, alguien que conocía desde lo de París y que se había retirado hacía unos años y enseñaba Ciencias Políticas en Erie, Pensilvania. Yo le había salvado el pellejo no una sino dos veces: una vez en una misión que se había complicado y otra vez, burocráticamente, limpiando el nombre en la investigación subsiguiente.

Me debía mucho y aceptó sin dudar ni un instante llamar a un amigo suyo de la Agencia y pedirle, como favor a un viejo conocido, que buscara en los archivos de criptografía que quedaban un piso más abajo. Como cualquier libro de código de más de setenta y cinco años de antigüedad no se considera asunto de seguridad nacional, la fuente de mi amigo le leyó una serie de códigos. Después, él llamó a mi teléfono pago fuera del hotel y me los leyó a mí.

Finalmente, tuve el número de cuenta ante mis ojos.

El segundo código, en cambio, fue un hueso mucho más difícil de roer. El amigo no encontró el libro entre los archivos cripto (Cripto, como los llamaban) porque todavía estaba activo.

– Haré lo que pueda -dijo mi amigo Eric.

– Te llamo más tarde -le contesté.

Nos quedamos sentados en silencio, mirando las memorias de Dulles, que había empezado la sección "Códigos" con ese famoso dicho de Henry Stimson, el secretario de Estado de-1929: "Un caballero no lee la correspondencia de otro".

Lo cual, por supuesto, era un error que Dulles se preocupaba por señalar una y otra vez. En el oficio de la inteligencia, todos leen la correspondencia del vecino además de todo lo que encuentran con ella. Para defender a Stimson, tal vez podría decirse que los espías no son caballeros.

Yo me preguntaba qué mierda hubiera dicho Henry Stimson sobre caballeros que leían las mentes de otros caballeros.

Llamé a Eric media hora después. Contestó apenas sonó el teléfono. La voz estaba cambiada, llena de tensión.

– No lo conseguí -dijo.

– ¿Qué quieres decir? -¿Alguien lo había interceptado?

– Está desactivado.

– ¿Ehh?

– Desactivado. Las copias se retiraron de circulación. Todas.