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– Pero nos vendría bien un poco de ayuda.

– No confío en su ayuda.

– ¿Y buscar a Truslow?

– Sí -dije-. Seguramente va para Alemania. Pero si puedo detenerlo…

– ¿Qué?

En la mitad de la frase giré en redondo hacia un teléfono público en la calle. Era muy pero muy arriesgado hacerle un llamado a Truslow a la oficina de la CIA, claro está. Pero había otras formas, sí. Incluso improvisando, con rapidez. Había formas.

De pie en una calle lateral, con Molly a mi lado, miré a mi alrededor. Nadie… todavía.

Con la ayuda de un operador internacional, llamé a un centro de comunicaciones privado en Bruselas, cuyo número recité con toda facilidad, por supuesto. Cuando me conectaron, disqué una secuencia de números que cambiaron la llamada a un sistema bastante complicado de retorno, una especie de lazo. Cuando volviera a llamar, si alguien rastreaba el llamado, parecería una llamada originada en Bruselas.

La secretaria privada de Truslow recibió la llamada. Le di un nombre que Truslow reconocería inmediatamente como mío y le pedí que me pasara con el director.

– Lo lamento, señor -dijo la secretaria-. En este momento, el director está en un avión militar rumbo a Europa.

– Pero se lo puede alcanzar por conexión de satélite -insistí.

– Señor, no se me permite…

– ¡Esto es una emergencia! -le grité. Truslow tenía que hablar conmigo, yo tenía que advertirle que no entrara en Alemania.

– Lo lamento, señor… -contestó ella.

Y yo colgué: era demasiado tarde.

Y después oí mi nombre.

Me volví y miré a Molly pero ella no había dicho nada.

Por lo menos, creí haber oído mi nombre.

Una sensación extraña. Sí, era mi nombre, sí. Miré a mi alrededor en la calle.

Ahí estaba, otra vez, pensamiento, no palabras.

Pero no había ningún hombre cerca que pudiera…

Sí. No era un hombre: era una mujer. Mis perseguidores creían en la igualdad de oportunidades. Correcto, políticamente hablando.

Era la mujer sola, de pie en un quiosco de diarios, a unos metros, mirando absorta una copia de Le Canard Enchainé, un diario satírico francés.

Parecía de unos treinta, treinta y cinco años, con el cabello rojo y corto, y un traje color oliva que la hacía seria y directa. Poderosa, por lo que yo veía. Sin duda era buena en lo suyo que, según creía yo, no se limitaba a rastrear a una persona.

Pero si estaba siguiéndome, eso era todo lo que yo lograba deducir. ¿Una mujer siguiéndome, empleada de quién? ¿De los que Truslow me había mencionado, de los Sabios? ¿O de gente asociada con Vladimir Orlov, que conocía la existencia del oro y sabía que yo estaba buscándolo?

Ellos, los que la habían empleado para el trabajo, sabían que yo había entrado en el Banco de Zúrich. Sabían que había salido sin nada en las manos…

Sin nada en las manos pero con más información. El nombre de un alemán en Munich que había recibido unos cinco mil millones de dólares.

Ahora era mi turno.

– Mol -dije lo más bajo que pude-. Tienes que salir de aquí.

– ¿Qué…?

– En voz más baja. Haz como si no pasara nada…

– Sonreí como si me hiciera gracia algo. -Tenemos compañía. Quiero que te vayas.

– ¿Pero dónde? -preguntó ella, asustada.

– Ve y busca las valijas del depósito cerca de la estación de trenes -susurré y pensé por un segundo-. Después ve al Baur-au-Lac, en Talstrasse. Todos los changadores de Zúrich lo conocen. Hay un restaurante ahí, se llama Grillroom. Ahí te veo. -Le di el maletín de cuero. -Llévate esto.

– Pero, ¿y si…?

– ¡Fuera!

Frenética, me contestó, en voz baja:

– No estás en condiciones de manejar nada peligroso, Ben. Tus manos… los reflejos…

– ¡Vete!

Ella me miró, furiosa, después, sin decir nada, se volvió y se alejó por la calle a zancadas. Era una buena actuación. Cualquier observador hubiera dicho que acabábamos de pelearnos, por lo natural que había sido la reacción de Molly.

La pelirroja levantó la cabeza del diario, y sus ojos siguieron a Molly, luego se volvieron hacia mí y luego otra vez al diario. Claramente había decidido quedarse conmigo, su primera obligación.

Bien.

De pronto, giré en redondo y me lancé por la calle. Por el rabillo del ojo, vi que la mujer había dejado el diario y sin fingir ya, sin cobertura, corría tras de mí.

Justo adelante, había una calle que parecía un pasaje de servicio, y yo giré hacia allí. Desde Barengasse, oí gritos y los pasos de la mujer. Me aplasté contra una pared de ladrillos, vi a la pelirroja del traje color oliva hundirse en el pasaje, la vi sacar una pistola y solté el seguro de mi Glock y le disparé varios tiros.

Hubo un gruñido, una exhalación. La mujer hizo una mueca, giró hacia adelante, luego volvió a recuperar el equilibrio. Le había disparado en algún lugar del muslo, arriba, y ahora, me incliné hacia adelante. Volví a dispararle, no, en realidad no directamente a ella, sino a su alrededor, sobre la cabeza y los hombros y momentáneamente perdió el equilibrio, se contorsionó, retorciéndose a derecha e izquierda. Luego, recuperando el centro de gravedad, me apuntó con el arma, pero tardó un segundo de más…

…y la mano se le abrió cuando una bala se le hundió en la muñeca y el arma cayó al suelo y entonces, le caí encima, la golpeé contra la calle, le metí el codo en la garganta, la aplasté con mi mano izquierda.

Durante un momento, se quedó quieta.

Estaba herida en la muñeca y el muslo, y la sangre manchaba el traje color oliva en varios lados.

Pero ella era muy fuerte y robusta, y se levantó con una onda súbita de fuerza y casi me sacó de mi sitio hasta que volví a ponerle el codo derecho contra el cartílago de la garganta.

Era más joven de lo que yo había creído, tal vez veinte, veinticinco años, y era una mujer de fuerza extraordinaria.

Con un movimiento fuerte, seguro, le arranqué la pistola -una Walther muy chica- y me la metí en el traje.

Desarmada, y obviamente muy dolorida, la asesina gimió, un sonido animal, gutural, y yo volví la pistola hacia ella, apuntándole entre los ojos.

– Esta pistola tiene dieciséis balas -dije con voz tranquila-. Disparé cinco. Eso significa que me quedan once.

Se le abrieron los ojos pero no por miedo. Era una mirada desafiante.

– No voy a pensarlo mucho antes de matarte -le dije-. Y supongo que me crees, pero por si acaso, te diré que no me importa demasiado que lo creas o no. Te mataré porque es necesario para protegerme a mí mismo y a otros. Por el momento, sin embargo, preferiría no hacerlo.

Los ojos se entrecerraron, como aceptando.

Ahora oía sirenas, cada vez más cercanas, casi encima. ¿Creía ella que la llegada de la policía suiza le daría la oportunidad de escapar?Pero yo no la solté, sabiendo que esa mujer era una profesional y que seguramente tenía un coraje homicida por el cual, por otra parte, le pagaban bien.

Haría casi cualquier cosa, yo estaba seguro, pero de hecho preferiría no morir si no era necesario. Eso es instintivo en los seres humanos, y hasta esa asesina tenía instintos humanos.

La arrastré lo más a un costado que pude para que no nos vieran.

– Ahora -dije-. Quiero que te levantes. Despacio. Y quiero que te des vuelta y camines. Yo te diré adonde ir. Si tratas de hacerme algo, si cometes cualquier error o te desvías de mis instrucciones, no voy a dudar ni un segundo.

Me levanté, le saqué el codo de la garganta medio amoratada, y con la Glock apuntada al centro de su cabeza, miré cómo se levantaba, muy dolorida.

Entonces, habló por primera vez.

– No -dijo con un acento de origen europeo.

– Date vuelta -contesté.

Ella lo hizo, despacio, y yo la revisé con la mano libre. No encontré otro revólver, nada, ni un cuchillo.

– Ahora, adelante -dije, metiéndole la pistola en la nuca y empujándola.

Cuando llegamos a una entrada solitaria y negra al final del pasaje, la empujé adentro, con la Glock en la misma posición, y le dije:

– Ahora, mírame.

Ella lo hizo. Despacio. La cara estaba tensa en un empecinamiento lleno de dolor. De cerca, era una cara cuadrada, casi masculina, pero no fea. Era evidente que se preocupaba por su apariencia, ya fuera por vanidad o por la cobertura. Se había pintado con una sombra de ojos de color azul oscuro y luego celeste, mezclada con un brillito apenas detectable. Los labios redondos, abiertos, estaban pintados de rojo.

– ¿Quién eres? -le pregunté.

Ella no dijo nada. Tenía un tic debajo de su ojo izquierdo, pero aparte de eso, la cara estaba congelada, inmóvil.

– No puedes resistirte. No te conviene -le dije.

La mejilla le temblaba, pero los ojos me miraban con aburrimiento.

– ¿Quién te paga? -le pregunté.

Nada.

– Ah, una profesional -me burlé-. Son tan escasas en estos días. Deben de haberte pagado muy bien…

Ella tembló otra vez. Silencio.

– ¿Quién es el rubio? -insistí-. El pálido.

Más silencio.Ella me miró, como a punto de hablar, y luego volvió a mirar a lo lejos. Era buena para esconder el miedo.

Durante un momento, pensé en insistir con las amenazas, pero después me acordé de que tenía otras formas de averiguar lo que quería. Otros talentos y recursos. Me había olvidado de lo que me había llevado allí.

Con la pistola metida entre sus ojos, me le acerqué.

Enseguida recibí ese flujo de sonido indistinto que había empezado a reconocer, esa mezcla de sílabas y ruidos, pero yo sabía que eran los pensamientos "audibles" de alguien que no tenía miedo. Y en un lenguaje que yo no conocía.