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La mejilla derecha de la mujer empezó a retorcerse de tensión, pero no de miedo, emoción que cada uno experimenta a su modo. Esa mujer acababa de sufrir un ataque con una pistola y la habían empujado a un zaguán oscuro con el arma en el cuello y, sin embargo, no tenía miedo.

Hay varias drogas que administran los clandestinos a los agentes para que estén tranquilos, lógicos, una farmacopea de betabloqueantes y ansiolíticos y demás que convierten a los agentes de campo en seres humanos tranquilos que no por eso pierden sus reflejos. Tal vez esa mujer estaba bajo la influencia de algo así. Y tal vez, era naturalmente tranquila, uno de esos especímenes humanos, sociópatas o como quiera que se los llame, que no experimentan el miedo de la forma en que lo hace el resto de nosotros, y que por lo tanto, son especialmente buenos para esa extraña línea de trabajo. Ella había capitulado pero no por miedo, sino por cálculo racional, por lógica. Planeaba sorprenderme apenas yo bajara las defensas.

Pero nadie deja de tener algo de miedo.

Sin miedo, no somos humanos. Todos experimentamos algún grado de miedo. El miedo nos mantiene vivos.

– El nombre del albino -susurré.

Retorcí el dedo sobre el gatillo, despacio, y me dije que si hacía falta, tendría que matar a esa mujer.

Max.

Lo oí, claramente, en ese timbre cristalino, una sílaba muy clara. Max. Un nombre que se entendía en cualquier idioma.

– Max -dije en voz alta-. ¿Max qué?

Sus ojos buscaron los míos, indiferentes, sin miedo ni sorpresa.

– Me dijeron que usted podía hacer esto -dijo ella, hablando por fin. Tenía un acento europeo. No francés… tal vez escandinavo, finlandés… o noruego… Se encogió de hombros. -Sé muy poco. Por eso me dieron este trabajo.

De pronto reconocí el acento: holandés o flamenco.

– Sabes muy poco -dije-. Pero no es posible que no sepas nada. O no servirías. Tienen que haberte dado instrucciones, códigos, y todo lo demás. ¿Cuál es el apellido de Max?

Oí otra vez, Max.

– Trate de descubrirlo -dijo ella, un poco impertinente.

– ¿Cuál es el apellido?

Ella contestó, los labios apenas entreabiertos:

– No lo sé. Y seguramente Max no es su nombre verdadero.

Asentí.

– Seguramente. ¿Pero con quién está?

Otro gesto de indiferencia.

– ¿Quién te paga?

– ¿Me está preguntando el nombre de la compañía que aparece en el cheque a fin de mes? -preguntó, burlándose ahora.

Me incliné más hacia ella y sentí el aliento caliente en la cara, mientras seguía apuntándole con la Glock, la mano derecha apoyada en su pecho para que no se separara de la pared.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté-. Supongo que sabes eso.

La expresión de la cara de ella no había cambiado.

Zanna Huygens, pensó.

– ¿De dónde eres, Zanna?

Fuera, hijo de puta, oí. En inglés.

Fuera.

Hablaba inglés, alemán, flamenco. Probablemente una de las asesinas flamencas que les gusta buscar a las agencias de espionaje mundiales, como talentos independientes. La CIA usaba a los flamencos y a los holandeses, no porque fueran, buenos, sino porque tenían facilidad natural para hablar en varios idiomas, lo cual les permitía pasar inadvertidos en cualquier parte, sumergir en la nada su verdadera identidad.

Había algo que no entendía. Una frase flotante, repetida, varias veces: el nombre el nombre el nombre el nombre

el nombre hijo de puta dame el nombre

el nombre dame el nombre

– No sé nada -espetó y la saliva me salpicó la cara.

– Te dijeron que me sacaras un nombre, ¿verdad?

Un movimiento en la mejilla izquierda, apenas algo leve en los labios carmín. Después de pensarlo un momento, habló.

– Sé que usted es algo así como un fenómeno. -De pronto, las palabras empezaron a salir con fuerza, en un acento cantarín, flamenco. -Sé que lo entrenaron en la CIA. Y sé que tiene… que puede oír voces dentro de las cabezas de otros, dentro de las mentes de los que tienen miedo, no sé cómo ni por qué, ni de dónde salió eso, ni si nació usted con…

Estaba hablando de más, inundándose de palabras, y de pronto, entendí la maniobra.Llenaba el centro del habla de la mente con palabras y más palabras probablemente ensayadas porque si uno habla, el cerebro está demasiado ocupado produciendo eso como para pensar otra cosa que pueda leerse.

– …ni por qué está aquí -siguió diciendo-, pero sé que se supone que es usted sanguinario, rudo y sé que no va a volver a los Estados Unidos vivo. Seguramente yo puedo ayudarlo pero por favor, por favor, no me mate, por favor, no me mate. Yo estoy haciendo mi trabajo y no le disparé de frente ni para matarlo, como habrá notado, yo no…

¿Estaba rogando realmente? Me lo pregunté por un momento. ¿Era miedo lo que había en sus ojos? ¿Se le había terminado el efecto del ansiolítico, o era que el terror y el estrés habían terminado por dominarla? Mientras yo pensaba en cómo responder, me metió las manos en la cara, las uñas me buscaron los ojos y gritó con fuerza, un chillido impresionante, ensordecedor, me golpeó con la rodilla hacia la entrepierna y todo eso sucedió en un solo instante terrible, sorpresivo. Reaccioné, un poco tarde, pero no del todo, poniendo la pistola a nivel, con el dedo vendado en el gatillo. La asesina trató de torcerme la mano y de quitarme la pistola pero no pudo, y en lugar de eso me dobló el dedo sobre el gatillo. La cabeza de la mujer explotó y un sonido líquido de aire le salió de los pulmones, y ella se dejó caer al suelo.

Tranquilo, me agaché, la revisé pero no encontré documentación, nada de papeles ni monederos, excepto una pequeña billetera que contenía una pequeña cantidad de dinero suizo, probablemente sólo lo que necesitaba para esa mañana. Después, salí corriendo.

Durante un rato largo, un momento terrible, lleno de ansiedad, busqué a Molly en el Grillroom de Baur-au-Lac. Sabía que estaba muerta. Sabía que la habían atrapado. Eso ya me había pasado antes: yo sobrevivía a los intentos de muerte pero mi esposa no.

El Grillroom es un.lugar cómodo, casi un club con un bar estilo estadounidense, una gran chimenea y hombres de negocios sentados a las mesas, comiendo émincé de turbot. Yo estaba decididamente fuera de lugar allí, salpicado de sangre y todo desprolijo y rotoso, y recogí una serie de miradas de desaprobación hostiles.

Cuando me volvía para alejarme, una joven en uniforme de camarera se me acercó corriendo y me preguntó:

– ¿Usted es el señor Osborne?

Me llevó un momento recordarlo.-¿Por qué me pregunta?

Ella asintió, con timidez, y me dio una nota plegada.

– De la señora Osborne, señor -dijo y se quedó ahí, esperando mientras yo abría el papel. Le di un billete de diez francos y ella se alejó.

El Ford Granada azul enfrente, decía la nota, en la letra de Molly.

49

Munich estaba oscura cuando llegamos, una noche clara y fría, temblorosa de luces de ciudad. Habíamos buscado nuestro equipaje en el depósito de Hauptbahnhof en Zúrich y tomado el tren de las 15:39, que llegaba a Munich a las 20:09. Hubo un susto momentáneo a bordo cuando cruzamos la frontera alemana y yo me preparé para el control de pasaportes. Había habido mucho tiempo para que alguien pasara el fax de nuestros pasaportes falsos a las autoridades alemanas, sobre todo si la CIA lo ponía entre sus prioridades, que era lo que yo suponía que harían.

Pero los tiempos han cambiado. Antes, uno se despertaba de noche, asustado, se abrían bruscamente las puertas del compartimiento, y una voz alemana ladraba: "Deutsche Passkontrolle!"… Esos días son historia antigua. Europa está unificándose. Los controles fueron muy escasos.

Exhaustos pero tensos, ansiosos, tratamos de dormir en el tren. Yo no pude.

Cambiamos algo de dinero en la oficina del Deutsche Verkehrs Bank de la estación de trenes y yo reservé una habitación para esa noche. El Metropol, con la ventaja única de su ubicación, justo frente a la Hauptbahnhof, estaba lleno hasta el tope. Pero conseguí una habitación en el Bayerischer Hof und Palais Montgelas, en Promenadeplatz, en el centro de la ciudad… muy cara, sí, pero cualquier puerto sirve en una tormenta.

Busqué un teléfono público y llamé a Kent Atkins, jefe de estación de la CIA en Munich. Atkins, un viejo amigo de los días de París (hubo tiempos en que bebíamos juntos), era también amigo de Edmund Moore, y sobre todo, era el que le había dado a Ed los documentos que hablaban de algo "amenazador" dentro de la organización.

Eran las nueve y media cuando lo llamé a su casa. Contestó a la primera llamada.

– ¿Sí?

– ¿Kent?

– ¿Sí? -La voz aguda, alerta. Y sin embargo, sonaba comohubiera estado durmiendo antes de atender. Una de las habilidades vitales que se adquieren en este negocio es la capacidad para despertarse instantáneamente, estar totalmente en onda en menos de una centésima de segundo.

– Ey, ya estás dormido… Apenas son las nueve de la noche.

– ¿Quién es?

– El padre John.

– ¿Quién?

– Pére Jean. -Una broma nuestra, antigua. Una referencia ae yo esperaba que él recordase.

Un largo silencio.

– ¿Quién di…? Ah, sí, ¿dónde estás?