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– ¿Informaste?

– Claro que sí. Es mi trabajo, hombre. Pero me dijeron que lo dejara. Que no investigara; que era perturbador para las relaciones bilaterales entre Alemania y los Estados Unidos. No pierdas tiempo en eso, muchacho.

De pronto, noté que estábamos de pie frente al auto de Atkins, el Ford Fiesta destruido. Habíamos hecho un largo camino en círculos aunque yo me había concentrado tanto que apenas si me había dado cuenta. Molly estaba con nosotros.

– ¿Listo? -preguntó ella.

– Sí -le contesté-. Por ahora. -Luego me dirigí a Atkins: -Gracias, amigo.

– Está bien -dijo él, abriendo la puerta del auto. No lo había trabado: nadie se tomaría el trabajo de robar semejante auto por más necesitado que estuviera. -Pero sigue mi consejo, Ben. Y tú, Molly. Salgan de aquí, rápido, carajo. Si yo fuera ustedes, ni siquiera pasaría la noche aquí.

Meneé la cabeza. Le di la mano.

– ¿Nos llevas al centro, por favor?-Lo lamento -dijo él-. No. Realmente no me haría ningún bien que me vieran con ustedes. Acepté el encuentro porque somos amigos. Me ayudaste en malos tiempos. No me olvido y te lo debo. Pero toma el subte. Hazme ese favor.

Se hundió en el asiento del conductor y se puso el cinturón de seguridad.

– Buena suerte -dijo. Golpeó la puerta con fuerza para cerrarla, bajó la ventana y agregó: -Vayanse de aquí

– ¿Nos vemos de nuevo?

– No.

– ¿Por qué?

– Ni siquiera te me acerques, Ben, si no quieres matarme. -Puso la llave en el arranque, sonrió y agregó:

– Sarampión.

Tomé a Molly del brazo y caminamos por el sendero hacia Tivolistrasse. El motor de Kent no encendió las primeras dos veces pero al tercer intento, el auto gruñó y arrancó.

– Ben -dijo Molly pero algo me había llamado la atención y me volví a ver cómo retrocedía Kent.

La música. Me acordaba de la música.

Él había apagado el auto con la música encendida. Esa canción de Donna Summer. La radio, dijo. Pero ahora la radio estaba apagada.

Él no lo había hecho.

– ¡Kent! -aullé, saltando hacia el auto-. Sal. Ahora.

Él levantó la vista, sorprendido, sonrió como preguntándose si no sería una broma.

La sonrisa desapareció en medio de una luz blanca, poderosa, un ruidito vacuo, como el de un globo que hacen explotar, pero era sólo el principio, las ventanas del Ford. Luego, una explosión tremenda, como un trueno, un brillo color azufre que se puso ámbar y luego rojo sangre, lenguas de ocre e índigo, llamas furiosas y luego una columna de nubes de cenizas de la que salían pedazos del auto. Algo me golpeó la nuca: la esfera del falso Rolex.

Molly y yo nos abrazamos en el terror mudo de lo que habíamos visto y después corrimos lo más rápido que pudimos hacia la penumbra del Englische Garten.

51

Unos minutos después de mediodía llegamos a Baden Baden, la famosa ciudad de fuentes termales que se alza entre bosques de pinos y abedules en la Selva Negra alemana. En nuestro Mercedes 500SL alquilado, color plateado (tapizado en cuero color granate, justo el tipo de auto que elegiría un joven diplomático de la embajada del Canadá), habíamos llegado rápido. Nos había llevado cuatro horas de manejo frenético pero cuidadoso en la autopista A8 que salía hacia el oeste noroeste de Munich. Yo tenía puesto un traje conservador pero elegante que había sacado del perchero de Loden-Frey en Maffeistrasse al salir de la ciudad.

Habíamos pasado una noche de insomnio en el hotel de Promenadeplatz. La explosión en los jardines, la muerte horrenda de mi amigo; las imágenes del fuego, el terror, estaban en nuestras mentes para siempre. Nos miramos y hablamos durante horas tratando de aliviar el miedo, de encontrarle sentido a lo que había pasado.

Sabíamots que era absolutamente necesario encontrar a Gerard Stoessel, el industrial alemán y magnate inmobiliario que había recibido la transferencia de dinero desde Zúrich. El era el centro de la conspiración, eso era seguro. Tenía que acercarme a él y recibir sus pensamientos. Después buscaría a Alex Truslow, en Bonn o donde estuviese, y le advertiría del peligro. O se iba del país o tomaba medidas de seguridad.

A la mañíana siguiente, después de una noche de insomnio, llamé a la periodista financiera de Der Spiegel que había conocido en Leipzig.

– Elizabeth -le dije-. Necesito rastrear a Gerhard Stoessel.

– ¿Nada menos? Estoy segura de que está en Munich. Ahí está la base de Neue Welt.

Pero no estaba en Munich. Yo ya lo había averiguado en una llamada anterior.

– ¿Y Bonn? ¿Podría estar en Bonn? -pregunté.

– No voy a preguntarte para qué quieres a Stoessel -dijo ella, detectando la urgencia que me marcaba la voz-, pero creo que tienes que saber que no es fácil verlo. Dame tiempo.

Me volvió a llamar a los veinte minutos

– Esta en Baden Baden

– No te pido la fuente, pero supongo que es confiable.-

– Muy confiable -Y antes de que pudiera preguntarle, me dijo -Y siempre se queda en el Brenner's Park Hotel.

En el siglo XIX, Baden Baden estaba llena de nobleza europea Fue allí que, después de perderlo todo en el casino Spielbank, Dostoievski se sentó a escribir El jugador. Ahora los alemanes y otros europeos iban allí a esquiar, jugar al golf o al tenis, mirar las carreras de caballos en la pista de Iffezheim y disfrutar de los ricos baños minerales alimentados por los pozos artesianos que quedan debajo de la Montaña Florentiner.

El día empezó frío y medio nublado y para cuando llegamos al Brenner's Park Hotel, rodeado de un parque privado junto al rio Oosbach, una llovizna fría caía desde el cielo Baden Baden parecía una ciudad acostumbrada a la grandeza y las fiestas. La arbolada Lichtentaler Allee, con sus vibrantes rododendros, azaleas y rosas, es el centro, el gran paseo. Pero parecía desierta y abandonada, resentida y furtiva, con ese clima.

Molly se quedo en el Mercedes mientras yo entraba en el vestíbulo espacioso y callado del hotel Había viajado tanto en los últimos meses, me habían pasado tantas cosas, nos habían pasado tantas cosas a los dos desde aquel día lluvioso de marzo en el estado de Nueva York cuando bajamos el ataúd de Harrison Sinclair a tierra y ahora estábamos allí, en una ciudad de baños termales medio desierta, en Schwarzwald, y llovía de nuevo

El empleado uniformado que parecía a cargo del registro era un joven alto de unos veinticinco años, eficiente y pensativo.

– ¿Le puedo ayudar en algo, señor?

– Ich habe eine dringende Nachricht für Herrn Stoessel -dije con el tono más severo e importante que pude fingir, mientras levantaba la mano con un sobre grande Tengo un mensaje urgente para el señor Stoessel

Me presenté como Chnstian Bartlett, segundo agregado del consulado canadiense en Tal Strasse en Múnich

– ¿Le puede dar este sobre, por favor? -dije en mi alemán, claro pero con mucho acento.

– Si, por supuesto, señor -dijo el empleado, estirando la mano- Pero no está aquí Se fue hasta la noche-¿Dónde está? -dije y volví a ponerme el sobre en el bolsillo.

– En los baños, creo yo -, Cuáles?

– No lo sé -dijo y se encogió de hombros- Lo lamento

Sólo hay dos baños importantes en Baden Baden, los dos sobre Romerplatz: los Viejos Baños, que también se llaman Friedrichsbad, y las Termas de Caracalla En el primero que entré, el de Caracalla, repetí mi rutina y me miraron como si les hubiera hablado en chino No había ningún Herr Stoessel allí, me dijeron Uno de los empleados más viejos me había oído y dijo

– El señor Stoessel no viene aquí. Pruebe en el Friedrichsbad.

En el Friedrichsbad, el empleado, grandote, seco, y maduro, asintió Sí, dijo, el señor Stoessel estaba allí.

– Ich bin Christian Bartlett -le dije-, von der Kanadischen Botschaft. Es ist äusserst wichtig und dringend, dass ich Herrn Stoessel erreiche -Es urgente que yo vea al señor Stoessel.

El empleado meneó la cabeza, despacio, como una mula

– Er nimmt gerade ein Dampfbad -Está en los baños de vapor -Man darf ihn auf gar keinen Fall stören -Me dijo que no lo molestara.

Pero estaba asustado e impresionado por mi seguridad y tal vez por el hecho de que era extranjero y aceptó escoltarme hasta el baño termal privado donde estaba el gran Herr Stoessel. Si realmente era cuestión de urgencia, él vería lo que podía hacer Pasamos algunas empleadas vestidas de blanco que llevaban bandejas de plata con agua mineral y otras bebidas frías, y algunas con toallas de algodón blanco, impecables y gruesas, y finalmente llegamos a un corredor que parecía ser el límite de los empleados.

Fuera de la habitación, había un hombre ancho, con cara de nada en un uniforme gris de seguridad Estaba traspirando mucho y era evidente que estaba incomodo Un guardaespaldas.

Levantó la vista cuando nos acercamos y dijo como ladrando

– Sie dürfen nicht dort hineingehen -¡No pueden entrar aquí!

Yo lo miré, sorprendido, y sonreí. En un solo movimiento rápido, saqué la pistola y lo golpeé en la cabeza El gruñó y se dejó deslizar al suelo Luego di la vuelta y tomé al empleado,de la misma forma. El resultado fue el mismo.

Me apresuré a arrastrar los cuerpos hasta la alcoba de servicio cercana para que nadie los viera, luego cerré la puerta para que se viera que el área estaba cerrada. El uniforme blanco del empleado me venía bien. Tal vez me quedara un poco grande pero tendría que arreglármelas.