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Habíamos dejado el hotel por separado y por diferentes puertas: no hace falta dar detalles; basta con decir que era muy poco probable que nos estuvieran siguiendo. Desde un punto de encuentro en el obelisco de la Place de la Concorde, volvimos en taxi atravesando el Sena por el Pont de la Concorde hacia el Boulevard Saint-Germain y lo seguimos hasta que se cruza con el Raspail.

En el Banco, había unas cuantas mujeres jóvenes, serias, exquisitamente vestidas, sentadas frente a mesas de caoba a buena distancia de las puertas de vidrio y caoba que Molly y yo habíamos atravesado para entrar. Un par de ellas levantó la vista con algo parecido a la rabia por la interrupción. Todas estaban muy ocupadas. Irradiaban una actitud muy estudiada con una pátina particularmente francesa. Un segundo después, un joven se levantó de una de las mesas y se nos acercó, nervioso, como si hubiéramos entrado a robar el Banco y tomar a todos como rehenes.

– Oui?

Se detuvo frente a nosotros, bloqueándonos el camino con un gesto incómodo. Tenía puesto un traje de sarga cruzado de un corte muy exagerado y anteojos perfectamente redondos del tipo que usaba el arquitecto Le Corbusier (y después de él, generaciones de arquitectos estadounidenses con ganas de mostrarse).

Dejé hablar a Molly: ella era la que tenía asuntos oficiales en ese lugar. Ella se había puesto uno de sus trajes extraños pero muy elegantes, algo en una especie de lino negro que hubiera sido igualmente apropiado para la playa como para una cena en la Casa Blanca. Como siempre, nadie sabía hacerse la excéntrica como ella. Empezó explicando la situación en su muy buen francés: que era heredera legal de su padre; que como rutina, quería acceso a la caja de seguridad. Yo los miré hablar como desde muy lejos y reflexioné sobre lo extraño de la situación. Heredera de su padre. Ahí estábamos, rastreando las cuentas de su padre que parecían incluir una vasta fortuna que no le pertenecía.

Como esposo silencioso, los seguí a los dos alrededor del vestíbulo hacia la mesa del banquero. Aunque ése era sólo el segundo Banco que visitábamos desde el comienzo del drama que nos había arrastrado a los dos desde mi adquisición de la monstruosidad telepática, me daba la sensación de que en la última semana no habíamos hecho otra cosa que ir de Banco en Banco. El ritual, los formularios, todo me parecía terriblemente familiar.

Y mientras estábamos allí sentados, descubrí que estaba dejándome ir hacia ese descanso particular de mi cerebro que también empezaba a serme familiar, ese extraño lugar en el que flotaban palabras y frases. Pensamientos. Sabía algo de francés, es decir, mi francés era bastante tolerable en una conversación y esperé los pensamientos del banquero…

Pero no llegó nada…

Durante un momento, me atravesó la vieja duda: ¿acaso el talento peculiar que había adquirido tan inesperadamente se había desvanecido ahora del mismo modo? No llegaba nada. Pensé en la tarde en que había caminado en Boston, después de dejar la Corporación, asaltado por una increíble profusión de pensamientos de otros, frases apuradas, furiosas, temblorosas, arrepentidas, ecos que venían a mí sin que yo tuviera que concentrarme.

Y me pregunté si todo eso no se estaría desvaneciendo para siempre.

– ¿Ben? -oí decir a Molly de pronto.

– ¿Sí?

Ella me miró, con curiosidad.

– Dice que podemos ir a ver la caja ahora, si queremos. Lo único que tengo que hacer es llenar un formulario.

– Entonces hagámoslo -dije, sabiendo que ella estaba tratando de adivinar mis intenciones. Si tuvieras el poder, Mol, no te haría falta preguntarme, pensé.

El banquero sacó de un cajón un formulario de dos páginas diseñado con un solo objetivo: la intimidación. Cuando ella lo llenó, él me miró, se mordió los labios, después se levantó y consultó a un hombre mayor, probablemente su superior. Unos minutos más tarde volvió y con un movimiento de cabeza nos llevó a una habitación interior tapizada de compartimientos de bronce que tenían desde diez centímetros de ancho a por lo menos el triple. Insertó la llave en una de las cajas más pequeñas. Sacó la caja de frente de bronce de su lugar y la llevó a una habitación pequeña y privada donde la colocó sobre una mesa mientras nos explicaba que el sistema francés exigía que las cajas se abrieran con dos llaves: una del cliente y la otra del banco. Con una sonrisa cortante y un gesto de cabeza, nos dejó solos en la habitación.

– ¿Qué esperas? -dije.

Molly meneó la cabeza, un gesto breve que expresaba mucho -apreensión, alivio, dudas, frustración- e insertó la llavecita que había escondido su padre en la cubierta de las memorias de Allen Dulles. Las ideas de Harrison Sinclair, que en paz descanse, nunca dejaron de tener su lado irónico.

La placa de bronce del frente de la caja se abrió con un ruidito. Molly metió la mano adentro.

Yo había dejado de respirar. La miraba con intensidad.

– ¿Vacía? -le pregunté.

Después de unos momentos, meneó la cabeza.

Dejé escapar un suspiro.

Ella sacó un sobre gris largo, que medía tal vez veinte por diez, de la oscuridad de la caja. Lo abrió, intrigada, y sacó el contenido: una nota escrita a máquina, un pedazo de sobre amarillo y una fotografía en blanco y negro, pequeña y brillante. Un momento después, la oí retener el aliento con fuerza.

– Dios mío -dijo-. Dios…

56

Miré la fotografía que tanto había impresionado a mi esposa. Era una foto absolutamente común sacada de un álbum familiar; nada más sencillo. Década del 50, diez por diez, bordes indentados, hasta un pedacito de goma seca en la parte de atrás. Un hombre flaco, atlético, joven, estaba de pie junto a una belleza de cabello negro y ojos oscuros y frente a ellos, sonriendo como en medio de una travesura, una nenita de unos tres o cuatro años, vestida de hombre, ojos luminosos, cabello oscuro atado en dos colitas a los costados.

Los tres estaban sobre los escalones de madera de una gran casa del mismo material, el tipo de casa de verano medio derruida pero cómoda que se suele construir en los lagos Michigan y Superior o en el Poconos, el Adirondacks, o cualquier lago rústico del país.

La nenita -Molly, de eso no había duda alguna- era una mancha borrosa de hiperactividad, la imagen apenas capturada en el breve instante de la apertura, en la sexagésima parte de un segundo o lo que fuera. Los padres parecían orgullosos y cómodos: una imagen de familia tan típicamente estadounidense que era casi kitsch.

– Me acuerdo de ese lugar -dijo Molly.

– ¿Mmmm?

– Quiero decir, no me acuerdo demasiado, pero me acuerdo de haber oído hablar de él. Era de mi abuela; en el Canadá, en alguna parte; la madre de mi madre, quiero decir. Una casa en un lago.

Se quedó callada, mirando la foto, seguramente examinando los detalles: una silla Adirondack en el porche, detrás de los tres personajes, con una madera de menos en el respaldo; piedras grandes, desparejas, formando el frente de la casa vieja; la chaqueta y el moñito de su padre; el vestido floreado de la madre; la pelota de goma y el guante de béisbol apoyados en los escalones.

– Qué extraño -dijo por fin-. Un recuerdo feliz. Y además, esa casa ya no es nuestra. Por desgracia. Mis padres la vendieron cuando yo era chica, creo Nunca volvimos, bueno, nunca no. Me acuerdo de un solo verano

Levanté el pedazo de sobre tenía una dirección o una parte de una dirección escrita en una letra europea que parecía la huella de un pájaro 7, rué du Cygne, ler, 23 París, sin duda Pero ¿qué era ese lugar? ¿Y por qué guardar el dato ahí, en una caja fuerte?

¿Por qué la fotografía? ¿Una señal, un mensaje para Molly de su padre muerto, un mensaje desde (perdón por el cliché) la tumba?

Levanté la carta, compuesta en algún tipo de máquina de escribir antigua, manual, llena de cruces y tipografías equivocadas y dirigida por alguna razón a "Mi adorada Snoops"

Levanté la vista hacia Molly como para preguntarle qué era eso y ella sonrió y explicó

– Snoops era un sobrenombre Así me llamaba él.

– ¿Snoops?

– Por Snoopy, el perro Era el personaje que más me gustaba cuando era chica

– Snoopy.

– Y también, también porque me gustaba abrir cajones, meterme en lo que no era asunto mío, como a Snoopy. Lo hacen todos los chicos, pero si tu padre es un jefe de estación de la CIA en el Cairo o un director de Planificación, o fuera lo que fuera, los retos por ese tipo de travesura son muy serios. La curiosidad mató al gato y todo eso Así que me llamaba Snoopy y después, Snoops.

– Snoops -dije, probando, como en una travesura.

– Ni se te ocurra, Ellison ¿Me oyes? No te atrevas, carajo.

Yo me volví hacia la carta, mal escrita sobre un papel de Upo Crane, muy granuloso, bajo el encabezado de Harrison Sinclair Leí:

A MI AMADA SNOOPS

Si estás leyendo esto y por supuesto que estás leyéndolo porque si tú no lo lees, nadie lo leerá jamás, primero quiero expresarte, por milésima vez, mi admiración Eres una doctora maravillosa, pero también habrías sido una espía de primera clase si no hubieras sentido tanto desprecio por mi profesión No lo digo con rabia en cierto sentido, tenías razón en despreciar al negocio de la inteligencia Hay mucho de objetable en ella. Sólo espero que algún día aprecies lo que tiene de noble, y no por un sentido de deber filial o por culpa. Cuando el cáncer de tu madre progresó hasta que fue evidente que ya no viviría más de unas semanas, se sentó en la habitación del hospital -no conozco a nadie más valiente queella- y me dijo, mientras levantaba el dedo índice, que nunca interfiriera en la forma en que tu quisieras llevar tu vida. Dijo que tu nunca seguirías los moldes convencionales de vida pero que al final, terminaras donde terminases, nadie tendría la cabeza mas fría y tranquila que tu en los peores momentos, mayor comprensión de la realidad, mejor perspectiva. Te llamó "mi querida Martha" Asi que espero que entiendas lo que voy a decirte.