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– ¿Él fue el que lo sacó de Moscú?

– ¿Qué otro hubiera tenido suficiente influencia?

– Pero, ¿por qué?

– Probablemente para que algún día pudiera contarle a usted esta historia. Está encima del televisor.

– ¿Qué?

– Lo que quiero mostrarle. Darle. Ahí, sobre el televisor.

Volví la cabeza para mirar el televisor, que ahora había empezado a pasar mash. Sobre la consola de madera había varias cosas: un busto de Lenin como el que se solía comprar en Moscú hace tiempo; un plato laqueado que parecía funcionar como cenicero; una pequeña colección de versos en ruso, publicada por los soviéticos y firmada por Aleksandr Blok y Anna Akhmatova.

– Está dentro del Lenin -dijo él con una mueca-. El tío Lenin.-Quédese ahí -dije, caminé hasta el televisor y levanté la pequeña cabeza de hierro hueco. La di vuelta. Había una etiqueta en la base. Decía beriozka 4.31, es decir que la habían comprado en uno de los viejos negocios soviéticos para turistas por cuatro rublos y treinta y un copecs, una buena cantidad de dinero en sus tiempos.

– Adentro -dijo él.

Sacudí el busto y algo cambió de lugar dentro de él. Saqué una pelota de lo que parecía ser papel para borrador y luego salió algo pequeño y oblongo. Lo tomé entre las manos y lo miré.

Un microcasete.

Miré a Berzin como haciéndole una pregunta. El perro (que yo suponía atado en otra habitación) empezó a gemir a lo lejos.

– Su prueba -dijo él, como si eso explicara todo.

Cuando no le contesté, agregó:

– Yo llevaba un micrófono.

– ¿En la calle Jacob?

Él asintió, satisfecho.

– Una cinta hecha en París hace quince años me compró la libertad.

– ¿Y por qué mierda llevaba usted un micrófono? -Se me ocurría una razón, pero no tenía sentido. -No estaba desertando, ¿eh? Seguía trabajando para la kgb, ¿no? ¿Plantando información falsa?

– ¡No! ¡Era para protegerme!

– ¿Protegerse? ¿Contra quién? ¿Contra la gente que iba a ayudarlo a desertar? ¡Eso es ridículo!

– No… escuche… Era un micrograbador que me habían dado los de Lubyanka para "provocaciones", trampas, todo eso. Pero esa vez lo usé para protegerme. Para grabar las promesas, las seguridades, hasta las amenazas. Si no lo hacía, y después había un problema con todo eso, sería mi palabra contra la de ellos. Y yo sabía que si tenía un grabador, eso me ayudaría. ¿Qué más podía hacer? -Tomó la mano de su esposa, que estaba algo desfigurada pero no tanto como su cara. -Eso es para usted. Una grabación de mi encuentro con James Tobías Thompson. La prueba que usted quería.

Atónito, me acerqué a los dos, puse una silla muy cerca y me senté. No fue fácil con la mente en turbulencia, la cabeza en un remolino como la tenía en ese momento, pero incliné la cabeza y me concentré, hasta que me pareció que estaba oyendo algo, una sílaba ahí, otra allá, y después estuve seguro. Oía, sí. Había enfocado sus pensamientos desesperados, ansiosos, que casi me gritaban. Muy despacio, metódicamente, dije en ruso:

– Es muy importante para mí que usted me esté diciendo la verdad sobre esto… sobre mi esposa, sobre Thompson, sobre todo.

– Claro que estoy diciéndole la verdad -dijo él.

No le contesté. Escuché. La quietud de la habitación sólo se quebraba con los aullidos del perro pero luego algo entró en mi conciencia, con fuerza, claro:

¡Claro que digo la verdad!

Pero, ¿la decía? ¿Estaba pensando eso? ¿O estaba a punto de decirlo?… dos cosas muy diferentes por cierto. ¿Qué me había hecho creer que yo podía estar seguro de la verdad de otros?

Aferrado a la incertidumbre de ese momento, no estaba listo para lo que sucedió después.

Una voz de mujer, agradable y profunda. Pero no hablada.

La voz del pensamiento, calma y tranquila.

Me oye usted, ¿verdad?

Levanté la vista hacia la mujer. Ella tenía los ojos cerrados otra vez, desaparecidos en ese paisaje horrendo de tumores y valles. Su boquita pareció arquearse ligeramente hacia arriba hasta parecer algo semejante a una sonrisa, una sonrisa triste, sabia.

Pensé: Sí, la oigo.

Y la miré, y sonreí, y asentí.

Un momento de silencio, y luego oí: Usted me oye, pero yo no puedo oírlo. No tengo su habilidad. Tiene que hablarme en voz alta.

– La cinta… -empezó a decir Berzin, pero su esposa le puso una mano sobre los labios. El se calló, extrañado.

– Sí -dije-. Sí, la oigo. ¿Cómo lo sabe usted?

Ella siguió sonriendo, los ojos cerrados todavía.

Sé bastante sobre eso. Conozco los proyectos de James Tobías Thompson.

– ¿Cómo? -pregunté.

Mientras mi esposo era funcionario en París, a mí me dejaron en Moscú. Siempre lo hacían… separar al marido de la esposa para dominarlos. Pero en mi caso, también era porque mi puesto era muy importante. Demasiado para que yo lo dejara. Fui secretaria principal de tres jefes sucesivos de la KGB. La que cuidaba la entrada de otros hacia ellos. Manejaba los papeles secretos, la correspondencia.

– ¿Entonces fue usted la que encontró el archivo urraca?

Sí, y muchos otros.

Berzin habló, sorprendido.

– ¿Qué pasa aquí?Su esposa le dijo con dulzura:

– Vadim, por favor. Silencio, unos minutos. Después, te explico todo.

Y siguió, los pensamientos claros y comprensibles, tanto como su voz hablada.

Toda mi vida tuve esta enfermedad. La mano derecha señaló hacia la cara al pasar, un gesto leve. Pero a los cuarenta, me atacó la cara y pronto… pronto ya no fui… presentable… no podía ocupar un puesto tan visible. Los jefes y sus ayudantes no podían ni mirarme a la cara. Como usted. Me sacaron del trabajo. Pero antes de irme, me llevé un documento que por lo menos le daría a Vadim el pasaporte al Oeste. Y cuando él me visitó en Moscú, se lo di.

– Pero… ¿cómo… cómo supo usted de mí? -insistí.

No sabía. Lo supuse. Como secretaria, me enteré del programa que estaba desarrollando Thompson. No es que nadie en el Directorio Principal de los cuarteles generales de Yasenyevo creyera que era posible… Pero yo si lo creía. No sabía si él lo conseguiría, pero sabía que era posible. Lo que usted tiene es algo muy notable, muy especial.

– No -dije-. Es terrible.

Antes de que pudiera decir más, explicarle, ella pensó: El padre de su esposa nos sacó de Rusia. Fue bueno y generoso con nosotros. Pero teníamos más que esta cinta para ofrecerle.

Yo fruncí el ceño y dije, sin decirlo: ¿Qué?

Sus pensamientos siguieron fluyendo, claros, apasionados.

Este hombre, James Tobías Thompson, su mentor, urraca. Siguió informando a Moscú. Lo sé, vi sus informes. Nos dice que hay gente dentro y fuera de la CIA que planea tomar el poder. Cooperan con los alemanes. Tiene que encontrarlo. Thompson se lo dirá. Lamenta lo que hizo. El le dirá…

Y entonces, de pronto, el aullido del perro se convirtió en un ladrido agudo, fuerte.

– Algo le pasa a Cazador -dijo Berzin-. Tengo que ir a ver…

– No -dije. El ladrido se hizo más fuerte, más rápido, más insistente.

– Algo malo le pasa, en serio -dijo Berzin.

El ladrido se convirtió de pronto en un aullido horrible, desgarrador, un grito que era casi humano, casi un chillido.

Y luego, un silencio terrible.

Me pareció oír algo, un pensamiento. Mi nombre, pensado con gran urgencia, desde algún lugar cercano.

Sabía que alguien acababa de asesinar brutalmente al perro.

Y que nosotros éramos los siguientes en su lista.

59

Es sorprendente, en realidad, lo rápido que uno piensa cuando la vida está en peligro. Tanto Vera como Vadim se aterrorizaron al oír el grito agónico, desgarrador, del perro, y luego Vera chilló y saltó del sillón y empezó a correr hacia el sonido.

– ¡No! -le grité-. No se mueva, no, no… ¡Agáchese!

Confundida y aterrorizada, la pareja se abrazó, sacudiendo los brazos. La mujer empezó a gemir y el marido le gritó:

– ¡Cállate!

Asustada, ella se calló e inmediatamente hubo un silencio amenazador y extraño en el departamento. Un silencio absoluto en el cual yo sabía que una persona… o varias… se movían sigilosamente. Yo no conocía el plano del departamento, pero podía suponerlo: estaba en el primer piso y seguramente habría una salida de incendios en la parte trasera, hacia la cocina, donde habían atado al perro. Y por ahí habían entrado los invasores.

Los invasores: ¿quiénes?

Mis pensamientos corrían en mi cabeza: ¿Quién sabía que yo estaba allí? No había transmisor para guiar a mis perseguidores y no me habían seguido. Toby Thompson… Truslow… ¿acaso trabajaban juntos? ¿O uno contra el otro?

¿Habrían estado vigilando a esa pareja de rusos? ¿Era posible que alguien con excelente acceso a los secretos de la Agencia -y esa frase describía perfectamente a Thompson y a Truslow- supiera algo sobre el trato que había hecho el padre de Molly con ese matrimonio? Sí, ciertamente era posible. Y sabían que yo estaba en París; por lo tanto era natural que intensificaran una vigilancia que antes tal vez estaba casi inactiva…

Esos pensamientos me pasaron por la cabeza en menos de un segundo pero en esa pausa vi que los Berzin corrían, o rengueaban, hacia el vestíbulo, seguramente hacia la cocina. ¡Tontos! ¿Qué hacían? ¿En qué estaban pensando, por Dios?