Algún día, Toby, pienso ahora, con los ojos sobre la enorme estación mientras trato de orientarme. Hacía muchos años que había estado allí. Nunca se te hubiera ocurrido que la información pudiera venirme bien para defenderme de ti, ¿eh?
Físicamente, yo era una ruina. Aunque los brazos me dolían mucho menos, todavía estaban vendados; me ardían las piernas, los pies y los tobillos y sentía dolores en espiral sobre el resto del cuerpo como si me hubieran metido fuegos artificiales para festejar en mi interior el Día de la Independencia.
Chatelet Les Halles. Con cuarenta mil metros cuadrados, es la estación de subtes más grande del mundo. Gracias, Toby. Sí que me sirve. Ah, yo y mi vieja y querida memoria fotográfica.
Miré detrás de mí, no vi nada pero no me permití experimentar una sensación de alivio que tal vez me llevara a la inacción. Sin duda él me había seguido por las escaleras y apenas se había detenido un momento frente a la fuerza de ese hierro oxidado que en cualquier momento se rompería.
Cuando alguien nos está persiguiendo, lo peor que se puede hacer es ceder a antiguos instintos atávicos de la humanidad como el de pelea-o-huida que salvaba las vidas de nuestros antepasados en las cavernas. Los instintos son fáciles de predecir y lo que es fácil de predecir se transforma en nuestro enemigo.
Lo que hay que hacer es ponerse en el lugar del oponente, calcular cómo piensa uno que él está pensando, aunque eso suponga darle más mérito por su inteligencia del que probablemente se merece.
¿Qué haría él?
Si la puerta no cedía, buscaría otra entrada alternativa. Sin duda encontraría una. Entraría en la estación, trataría de pensar en lo que yo estaba pensando, decidir si yo preferiría volver a la calle -no, demasiado arriesgado- o si trataría de perderme en el laberinto de corredores (una buena posibilidad) o de poner la mayor distancia posible entre él y yo y subir al primer tren (una posibilidad todavía mejor).
Y entonces, calculando, eliminaría la mejor posibilidad (la mejor, y por lo tanto la más obvia) y me buscaría en la maraña de corredores. En cualquier lugar menos en una plataforma de subte.
Yo revisé la multitud. Una adolescente de cabello lacio cantaba en un acento francés una canción inglesa, tratando de imitar a Edith Piaf (sin conseguirlo); el fondo era sintetizado, cuerdas crecientes y obligados angelicales que emanaban de una máquina Casio. La gente le tiraba monedas en la chaqueta extendida en el suelo, sobre todo por lástima, supongo.
Todo el mundo parecía moverse con decisión hacia alguna parte. Por lo que veía, nadie me estaba siguiendo.
¿Adonde estaba el hombre?
La estación era un montón impresionante de señales de correspondances, en color naranja, y carteles azules de sortie, con trenes que iban hacia una docena de direcciones: Pont de Neuilly, Créteil-Préfecture, Saint-Rémy Les Chevreuse, Porte D'Orléans, Cháteau de Vincennes… Y no sólo los subtes comunes, también el rer, el Réseau Express Regional, el tren rápido que va hacia los suburbios de París. Un lugar enorme, infinito, confuso, cosa que me vino bien.
Durante unos segundos, por lo menos.
Me alejé en la dirección que mi perseguidor consideraría más obvia, y por lo tanto, tal vez, menos probable: caminé con el flujo más grande de gente, Direction Château de Vincennes y Port de Neuilly.
A la derecha de una larga fila de molinetes había un área marcada como passage interdit acordonada con una cadena. Corrí hacia ella y salté. Una larga línea de gente que tenía entre las manos copias del Pariscope se arremolinaba junto a una ventanilla que vendía entradas de teatro a mitad de precio {Ticket Kiosque Theater: "Les places du jour à moitié prix"), junto a una estatua de bronce de un hombre y una mujer, los dos artísticamente deformados, inclinados uno hacia el otro. Pasé volando junto a una salida hacia el Centro Pompidou y el Forum des Halles, junto a un grupo de tres policías equipados con transmisores y revólveres, que me miraron con sospechas.
Dos de ellos empezaron a correr tras de mí.
Yo me detuve abruptamente junto a una fila de altas puertas neumáticas, que no podía atravesar.
Pero por esa razón, Dios inventó la Sortie de Sécours, la entrada de seguridad para funcionarios solamente, hacia la cual giré. Luego, para alarma de un grupo de trabajadores del Metro, la atravesé a la carrera.
Los gritos crecían detrás de mí. Se oyó un silbato agudo.
Una confusión de pasos apresurados.
Pasé frente a un negocio de medias, luego una florería ("Promotion - 10 tulipes 35F").
Ahora llegué a un corredor muy largo a través del cual se movían una serie de cintas mecánicas -"transportadores", creo que los llaman- que llevaban peatones en dos direcciones, inclinándose gradualmente, en lugar de transportarlos por una escalera mecánica común. Entre las dos había una banda de metal muy estrecha en movimiento.
Miré a mi alrededor y vi que los oficiales de seguridad del Metro que me perseguían estaban acompañados ahora por una figura solitaria en traje oscuro que corría muy por delante de ellos y se me acercaba a toda velocidad. Yo estaba contra un grupo de gente que no se movía y dejaba que los transportadores hicieran todo el trabajo.
El hombre del traje oscuro. El que yo quería perder.
Ahora que estaba más cerca, me volví para calcular la distancia que nos separaba y de pronto me di cuenta de que había visto su cara en otra parte.
Los anteojos pesados apenas lograban ocultar los círculos amarillos que le rodeaban los ojos. Ya no tenía el sombrero que le había visto en las afueras del departamento y ahora era fácil verle el pelo rubio pálido, aplastado contra la cabeza. Flaco, blanco, los labios estrechos.
En la calle Malborough de Boston.
En las puertas del banco de Zúrich.
El mismo hombre, de eso no había duda alguna. Un hombre que seguramente sabía mucho sobre mí.
Y que ya no se preocupaba por ocultar su identidad, no demasiado.
No le importaba que yo lo reconociera.
Quería que lo reconociera.
Me retorcí para pasar entre la gente, empujándolos con el codo y salté a la banda entre los dos transportadores.
Me di cuenta de que cada tantos metros, la superficie de metal estaba interrumpida por hojas de acero pensadas para que correr fuera muy difícil. Y yo, desgraciadamente, pensaba hacer exactamente eso, pensaba correr.
Era difícil, sí, y me tropecé varias veces, pero no era imposible.
¿Cómo lo había llamado la mujer de Zúrich?
Max.
"De acuerdo, viejo amigo," pensé. "Ven a buscarme, Max. No sé lo que quieres, pero ven a buscarlo."
"Inténtalo."
61
Corrí sin pensar.
A lo largo de la banda de metal, hacia arriba. Alrededor de mí oía gritos y jadeos y alaridos de sorpresa -¿Quién es ese loco? ¿Qué es, un delincuente? ¿De qué se escapa?-. La respuesta era obvia para cualquiera que mirara hacia atrás y viera a los oficiales uniformados que nacían sonar los silbatos como en una versión francesa de Chips, mientras corrían en zigzag en medio de la multitud.
Y ahora, sin duda para sorpresa de los que miraban, había no uno sino dos hombres en la banda de metal, y uno de ellos trataba desesperadamente de eludir al otro.
Max. El asesino.
Casi sin pensar en lo que estaba haciendo, salté hacia el transportador opuesto, el que iba hacia el otro lado, me sostuve un segundo en equilibrio precario y luego salté sobre el costado transparente, unos tres metros hacia abajo, hasta la escalera que corría a un costado. Bajé corriendo. No podía arriesgarme a mirar hacia atrás ni medio segundo, ni a perder el paso, así que corrí todo lo que daban mis pobres tobillos, ahogado por el martilleo fuerte, permanente del corazón, la respiración dolorosa y corta de los pulmones. Allá, adelante, sobre las escaleras, había un cartel azuclass="underline" direction pont de neuilly.
Una señal. Yo era un galgo corriendo detrás de un conejo; un prisionero que escapa de la cárcel. En mi cabeza afiebrada era cualquier cosa, cualquier cosa que me inspirara, que me sostuviera sobre mis pies a pesar del dolor, de los gritos de mi cuerpo, cualquier cosa que bloqueara el ruido de la sirena que hacían sonar mis células: Date por vencido, Ben. No te van a lastimar. No puedes escaparte, estás atrapado, ¿no te das cuenta? No vas a ganarles, son más; va a ser más fácil si te das por vencido.
No.
Claro que va a "lastimarte", me contesté en mi extraño y maníaco diálogo interno. Hará lo que tenga que hacer.
Una escalera mecánica estrecha se alzó frente a mí de pronto.¿Dónde estaban los perseguidores?
Me permití echar una mirada rápida hacia atrás, una contorsión de la cabeza, antes de subir las escaleras mecánicas.
Los policías del subte, los tres -¿habían sido tres?- se habían dado por vencidos. Seguramente después de llamar por radio a algún otro en otro sector de la estación para que me sorprendieran más adelante.
Quedaba uno.
Mi viejo amigo, Max.
Él no se rendía, ah, no. No el viejo Max. El seguía corriendo por la banda de metal, una figura solitaria y enroscada que se me acercaba, que aceleraba…
Al final de la escalera mecánica había un descansillo y a la derecha una escalera mecánica más con el cartel sortie rué de rivoli ¿Entonces? ¿Qué? ¿A la calle o a la plataforma de trenes?
Elige lo que conoces mejor.