Durante un segundo, dudé, y luego me arrojé hacia adelante, hacia la plataforma, donde las multitudes entraban y salían de las puertas abiertas.
Tal vez le llevaba dos segundos, no más, es decir que él también se detendría en el descansillo y si yo tenía mala suerte, me vería en la plataforma, un buen blanco, ya no tan móvil.
Sigue.
Hubo una señal electrónica: el tren estaba a punto de salir. De pronto, supe que no lo lograría. Corrí una vez más, desesperado, hacia la puerta más cercana pero todas se cerraron con un golpe final cuando yo todavía estaba a veinte metros por lo menos.
Y cuando el tren arrancó, oí a Max que entraba en la plataforma. Salté como loco -hacia el tren en movimiento- y me tomé del exterior con la mano derecha.
Una manija.
Gracias a Dios.
Luego mi mano izquierda encontró otra mientras el tren me llevaba lejos de la plataforma, dejando a Chatelet y a Max atrás. Apreté el cuerpo contra el tren y me di cuenta de que, en realidad, no había sido una suerte sino una idea terrible, un error espantoso. Me di cuenta de que estaba a punto de morir.
Con los ojos desorbitados, vi lo que se me acercaba cuando la primera parte del tren entró en el túnel a toda velocidad.
Un gran espejo salía de la pared en la entrada del pasaje oscuro.
El tren lo rozaba casi, dejando apenas unos centímetros entre el costado y el metal brillante. Ese espejo me partiría el cuerpo en dos, limpiamente, como un cuchillo que se hunde en un pedazo de queso fresco.
Un vestigio de lógica se levantó de pronto en mi cerebro febril y cansado: ¿Qué mierda crees que estás haciendo? ¿Qué locura es ésta? ¿Vas a seguir en el tren, para que te aplasten como a un insecto contra las paredes de piedra? ¿ Vas a dejar que el tren te haga lo que Max no pudo hacerte?
Oí un grito sordo. Era mío. Se me había escapado de los pulmones involuntariamente y, justo cuando el gran disco de metal se me acercaba para decapitarme, me solté y me dejé caer al final de la plataforma fría, dura.
Apenas oía los disparos a mi alrededor. Estaba en otro mundo, uno casi alucinatorio, una tierra de miedo y adrenalina. Pegué contra el suelo, me golpeé la cabeza y los hombros y se me llenaron los ojos de lágrimas. El dolor era indescriptible, blanco y caliente y cegador, brillante hasta la locura, lo llenaba todo.
PASSAGE INTERDIT AU PUBLIC – DANGER.
Un cartel amarillo sobre mi cabeza penetró la niebla de mi aturdimiento.
Podía quedarme ahí y rendirme y eso sería todo.
O -si el cuerpo me lo permitía- podía lanzarme hacia adelante, hacia el cartel brillante y amarillo, hacia la boca del túnel y… ¿acaso había alguna posibilidad de elección?
Algo en mí, alguna reserva de fortaleza ignota y sorprendente, se abrió de pronto y la adrenalina entró a raudales en mi sangre y me tambaleé hacia adelante, hacia los escalones de cemento que desaparecían en la oscuridad. El cartel estaba inclinado y lo sacudí al pasar, casi bajé cayéndome la escalera y entré en la oscuridad fría y húmeda, siguiendo al tren que acababa de partir.
Había un sendero.
Claro que sí, tenía que haberlo, ¿no?
La passerelle de sécurité. Para el equipo de reparación del Metro, para los casos en que había que seguir trabajando en horario de funcionamiento de trenes.
Mientras corría -no, en realidad estaba rengueando- por el sendero, oí un sonido detrás, un sonido neumático de frenos, el chillido leve de metal, el ruido de otro tren que llegaba a la plataforma que el anterior acababa de abandonar.
Un tren que se me venía encima.
Pero el lugar era seguro, tenía que serlo. Yo estaba seguro, ¿verdad?
No. El sendero era estrecho, demasiado estrecho: mi cuerpo quedaría demasiado cerca del tren, eso me pareció evidente a pesar del estado de intoxicación de adrenalina en que me encontraba. Y seguramente, mi perseguidor no seria tan suicida; sabría que yo era hombre muerto allí dentro, tendría el sentido común suficiente como para dejarme ir al túnel, solo, hacia una muerte inevitable. Pero justo en ese momento, oí algo, un pensamiento, y supe que tenía compañía.
Me volví un instante. El estaba en el túnel conmigo.
Estoy impresionado, Max.
Ahora somos dos los que vamos a morir.
Y desde una distancia muy larga oí los timbres que anunciaban la partida del tren, el sonido de las puertas que se cerraban y me quedé quieto en el túnel mientras el tren empezaba a moverse hacia mí.
Sentí algo parecido al vértigo. Una picazón en la nuca. Mis células nerviosas, todas, saltaban con un mensaje químico de miedo…
corre corre corre corre
… pero yo dominé el instinto, me achaté contra la pared del túnel mientras sentía el viento que formaba la llegada del tren a mi alrededor, y no pude dejar de cerrar los ojos cuando la piel de acero, ese borrón horrendo, me pasó tan cerca que me pareció sentirla contra la mía.
Venía y venía y seguía viniendo.
Abrí los ojos.
Y con el rabillo, vi que Max -apenas diez metros más atrás- había hecho lo mismo. Se había aplastado contra la pared del túnel.
Una luz fluorescente lo iluminaba estroboscópicamente desde arriba con un reflejo amarillo verdoso, enfermizo.
Pero había una diferencia.
Él no tenía los ojos cerrados. Miraba directamente hacia adelante. Y no con miedo, ah, no, miraba con concentración.
Y había otra.
No estaba quieto del todo.
Se deslizaba hacia mí con mucho cuidado.
Se me acercaba.
62
Él se me acercaba y el tren seguía pasando. Parecía el tren más largo del mundo.
Yo sentía como si el tiempo se hubiera congelado y yo estuviera de pie ahí, en el centro de un tornado, justo en el ojo ciego del remolino. Me deslicé para alejarme de él, hacia adelante, hacia adentro, y entonces vi algo adelante. Una entrada en la pared, iluminada por un foco fluorescente. Un nicho. Si lograba…
Y unos metros más allá sí, ahí estaba por fin, la seguridad. Un poco más de esfuerzo, un poco de movimiento tipo cangrejo contra la pared, junto a la horrenda corriente de aire, vidrio y acero y manijas, que corría a menos de diez centímetros de mi cara.
Y ahora estaba ahí, en el nicho, a salvo.
Ningún otro sistema de transporte subterráneo del mundo tiene ese sistema de pasadizos y nichos, me acordé de pronto. Vi en la mente la página enteca, los gráficos, los diagramas. Hay un nicho cada diez metros… Entre las estaciones hay un promedio de seiscientos metros de senderos… Doscientos kilómetros de caminos internos componen las rutas regulares entre estaciones en el Metro de París… El tercer riel es extremadamente peligroso, cargado con 750 voltios de electricidad.
El nicho tenía un metro de profundidad.
Cómodo, sin duda.
Ahora podía sacar la pistola, soltar el seguro, prepararme, tender la mano fuera del nicho y disparar.
Gol.
Sí, le había dado. Hizo una mueca de dolor y se me acercó más…
…y justo al final del tren que pasaba como un trueno, cayó hacia adelante sobre las vías. Pero no estaba herido seriamente, eso fue evidente por la forma en que trató de detener la caída, con las piernas dobladas.
El tren se había ido. Ahora éramos sólo nosotros en el túnel.Él se paró entre las dos vías. Yo me encogí en la cueva. Retrocedí para no quedar en la línea de fuego, pero él saltó hacia adelante, con la pistola extendida, y disparó.
Sentí una punzada de dolor en la pierna. Me había dado.
Una vez más disparé y oí sólo el clic chiquito, chato, inocuo, ese sonido hueco, enfermizo que me decía que la cápsula estaba vacía. Volver a cargar era imposible. No tenía más cargadores listos.
Y entonces hice lo único que podía hacer: con un grito estremecedor, salté hacia adelante, hacia el asesino. Apenas vi su expresión un instante y ya lo tenía en el suelo: una mirada ausente, desinteresada, ¿o de incredulidad? En ese intervalo de menos de un segundo, trató de apuntarme, pero incluso antes de que pudiera levantar la pistola, caímos los dos al suelo, la espalda de él contra el acero de las vías y las piedras y oí que la pistola caía con un crujido un poco más allá.
Él se levantó con una fuerza increíble pero yo tenía dos ventajas, la sorpresa y la posición -le había aprisionado los brazos y las piernas-, y lo empujé hacia atrás mientras le ponía una mano en la garganta.
Él gruñó, trató de levantarse de nuevo y luego habló por primera vez, apenas unas palabras en un acento extranjero muy notable… ¿alemán tal vez?
– Inútil… -gruñó pero yo no estaba interesado en sus palabras, lo único que me importaba era lo que pasaba en su mente, pero claro que no podía concentrarme lo suficiente, no era momento para eso, así que lo golpeé en el pecho.
Allá atrás, hacia la plataforma, a unos cuarenta metros, había un brillo de luz.
Y entonces oí unas frases en lenguaje pensado, frases que parecían llegar con una urgencia extraña, fuertes y sin embargo no del todo claras. Puedes matarme, pensaba él en alemán. Sí, si quieres puedes matarme, pero habrá otro esperando para tomar mi lugar. Y después otro…
…un segundo apenas, dejé de sostenerlo con fuerza. Los pensamientos me habían sorprendido. Él se levantó de nuevo y esta vez lo logró, y yo caí hacia atrás y mis zapatos resbalaron sobre las piedras como en un charco de grasa. Mi mano derecha salió volando hacia la pared pero no había nada de qué aferrarse excepto el aire y más allá…
750 voltios.