…mis dedos pasaron tan cerca del acero duro, frío, del tercer riel que casi perdí el aliento, pero logré retirarlos justo a tiempo, a tiempo para ver cómo Max se lanzaba por el aire hacia mí.
Busqué el arma, pero no la encontré.Con un salto brusco, me levanté, lo golpeé en la cintura y lo mandé volando sobre mi hombro hacia el tercer riel electrificado justo en el momento en que llegaba el tren, ensordecedor, increíblemente ruidoso. Vi cómo le temblaban las piernas con la electricidad un segundo antes de que el tren le cayera encima con la bocina a todo volumen, y Dios, Dios, yo no podía creer lo que veía, las piernas temblando todavía, pero ahora esas piernas estaban solas, terminadas en muslos y la parte inferior del cuerpo era apenas dos muñones partidos en la cintura, un pedazo de carne humana todavía en movimiento.
Del otro lado, llegó el aullido de otro tren. En una calma glacial, completa, trepé hacia el sendero y la seguridad del nicho. El tren llegó y yo me apoyé contra la pared. Cuando terminó de pasar, salí del túnel sin mirar hacia atrás.
63
La aldea de Mont-Tremblant era una pequeña colonia de edificios: un par de restaurantes franceses tipo campo, un supermercado Bonichoix y un hotel con frente verde y galería, extraño y fuera de lugar, que parecía un modelo a escala de uno de los grandes hoteles de Monte Carlo. Por encima de todo eso, flotaban las montañas Laurentian de Quebec, verdes y hermosas.
Molly y yo habíamos llegado en vuelos separados a Montreal. Tomamos una combinación de vuelos en dos aeropuertos diferentes de París y en líneas aéreas comerciales distintas. Ella hacia Mirabel vía Frankfurt y Bruselas y yo hacia Dorval vía Luxemburgo y Copenhague.
Yo había usado varias técnicas estándar para asegurarme de que nadie nos siguiera. Usamos los pasaportes canadienses que nos había dado mi contacto francés en Pigalle. Los dos pares de pasaportes estadounidenses -a nombre del señor y la señora Crowell y del señor y la señora Brewer- todavía estaban vírgenes y podríamos utilizarlos en cualquier emergencia. Habíamos decidido usar aeropuertos diferentes: Molly, el Charles de Gaulle y yo, el de Orly. Y sobre todo, habíamos volado en primera clase y en compañías europeas -Aer Lingus, Lufthansa, Sabena y Air France-. Las aerolíneas europeas todavía tratan a los pasajeros de primera clase como si fueran personas importantes, a diferencia de las estadounidenses que dan a sus clientes de primera un asiento mejor, un trago gratis y eso es todo. Si uno es un personaje importante, el asiento se guarda hasta último momento; generalmente lo consideran tomado apenas el pasajero muestra el pasaje aunque después no aborde. En cada vuelo del viaje, abordamos siempre a último momento, es decir que la revisión de nuestros pasaportes fue siempre de apenas un segundo.
Aunque habíamos volado dando un gran rodeo, pudimos aterrizar milagrosamente a dos horas y media de diferencia uno del otro.
Yo ya había alquilado un auto en Avis, luego recogí a Molly y empezamos nuestro viaje de 130 kilómetros por la carretera 15, hacia el norte. La autopista podía haber sido cualquiera de las tantas autopistas del mundo, y la zona industrial y suburbana, la de las afueras de Milán o Roma o París o Boston. Pero para cuando la 15 se convirtió en la 117 -la Autoroute des Laurentides-, el camino ancho, bien pavimentado, corría ya como un corte elegante entre las altas y hermosas montañas Laurentian, a través de Sainte-Agathe-des-Monts y después Saint- Jovite.
Y ahí estábamos ahora, frente a nuestros platos de escargots Florentine y trucha, como un par de boxeadores aturdidos, sin hablar. Tampoco habíamos hablado en el camino.
En parte era porque los dos estábamos realmente exhaustos y maltratados por los vuelos. Pero además el silencio era porque habíamos pasado por tanto en los últimos días, solos y juntos, que no había mucho de qué hablar.
Habíamos cruzado del otro lado del espejo: el mundo se ponía más y más y más extraño. El padre de Molly era una víctima, luego un villano, y… ahora, ¿qué? Toby había sido una víctima, luego un salvador, después un villano… y ahora, ¿qué?
Y Alex Truslow, mi amigo y confidente, el cruzado y nuevo director de la CIA, era en realidad el líder de una facción que durante años se había aprovechado ilegalmente de los conocimientos de la Agencia.
Un asesino cuyo nombre en código era Max había tratado de matarme en Boston y en Zúrich y en París.
¿Quién era, en realidad?
La respuesta me había llegado en los últimos momentos sorprendentes de mi habilidad telepática, mientras el asesino y yo luchábamos sobre las vías del Metro de París. Con un último esfuerzo de concentración, me había puesto en posición y había leído sus pensamientos.
– ¿Quién eres tú? -le había preguntado.
Su verdadero nombre era Johannes Hesse. "Max" era sólo el nombre en código.
– ¿Quién te paga?
Alex Truslow.
– ¿Por qué?
Un contrato.
– ¿ Y quién es la víctima?
Sus empleadores no lo sabían. Lo único que sabían era que la supuesta víctima era el testigo sorpresa del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia.
Mañana.
¿Quién era? ¿Quién podía ser? Quedaban veinticuatro horas apenas. ¿Quién era?
Así que mientras estábamos allí, en ese lugar remoto y solitario de Quebec, ¿qué esperábamos encontrar? ¿Un árbol hueco con documentos? ¿Una lámpara con un microfilm adentro?
Yo tenía mis teorías, teorías que lo explicaban casi todo, pero la pieza final del rompecabezas aún no había aparecido. Y estaba convencido de que íbamos a encontrarla enterrada en una vieja casa sobre las orillas de Lac Tremblant.
El registro de propiedades de la aldea de Mont-Tremblant estaba en la ciudad de St.-Jerome, que no quedaba lejos. Pero no nos sirvió de mucho. El francés indiferente que llevaba los registros y entregaba licencias y otros papeles burocráticos, un hombre llamado Pierre La Fontaine, nos informó con voz cortante que los únicos registros de Mont-Tremblant habían desaparecido en un incendio a principios de la década del 70. Lo único que quedaba eran las transacciones que se habían hecho desde entonces y no pudo encontrar ninguna operación de compra o venta de una casa en el lago, que involucrara los nombres de Sinclair o Hale. Molly y yo perdimos unas buenas tres horas revisando los registros con él y no sirvió de nada.
Después recorrimos Lac Tremblant hasta más allá del Tremblant Club y los otros lugares nuevos y de moda: el Mont Tremblant Lodge con sus canchas de tenis de polvo de ladrillo y la playa arenosa, el Manoir Pinoteau, el Chalet des Chutes y las casas, tanto elegantes como rústicas.
La idea, supongo, era que alguno de los dos reconociera la casa, ya fuera por recuerdos personales en el caso de Molly, o en el mío, por la fotografía. Pero no tuvimos suerte. La mayoría de las casas no se veían desde el camino de tierra que rodeaba el lago. Lo único que podíamos distinguir eran los nombres sobre los buzones, algunos pintados a mano y otros forjados en hierro por profesionales. Aunque hubiéramos tenido tiempo de revisar entrando en los senderos particulares hasta el frente de las casas sobre el lago -y eso nos hubiera llevado muchos días, por cierto-, habría sido imposible porque muchos de los senderos estaban bloqueados al tránsito público. Y además, algunas casas estaban en la parte norte del lago, lejos, y sólo se podía llegar en bote.
Al final del viaje de reconocimiento frustrado, me detuve frente al Tremblant Club y estacioné allí, desilusionado.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Molly.-Ahora, alquilamos un bote -dije.
– ¿Dónde?
– Aquí, supongo.
Pero no iba a ser tan fácil. No había lugares para alquilar botes a la vista y ninguno de los hoteles en los que nos detuvimos daba ese servicio. Evidentemente la ciudad no alentaba demasiado el turismo.
Luego, el ronquido de un motor fuera de borda rompió el silencio del hermoso lago transparente a lo lejos y entonces, tuve una idea. En Lac Tremblant Nord (no en la punta norte del lago, sino justo al final del camino), encontramos varios cobertizos de botes de aluminio y madera, desiertos y medio grises ya por el tiempo. Estaban cerrados con llave, por supuesto: parecía ser un área de muelles para los residentes del lago que no tenían una propiedad frente al agua.
Abrirlos no me llevó mucho tiempo. Adentro había botes de pesca de varios tamaños. Elegí un Sunray amarillo con un motor de setenta caballos, un bote bueno, rápido, y sobre todo, uno que tenía las llaves puestas. El motor encendió inmediatamente y unos minutos después, entre nubes de humo azul, salimos por el lago.
Las casas eran muy variadas: chalets suizos modernos y cabañas rústicas, algunas sobre el agua, algunas visibles entre los árboles, algunas colgadas peligrosamente sobre las montañas. Hubo una falsa alarma, una casa de piedra que al principio parecía la indicada y resultó ser la aventura modernista de un arquitecto colocada sobre otra casa más antigua.
Y luego, apareció sin aviso, la vieja casa con frente de piedra, sobre una colina a tal vez cien metros de la orilla. Una galería sobre el lago y sobre la galería dos sillas Adirondack. Era sin duda la casa en la que Molly había pasado un verano en su infancia. En realidad, parecía no haber cambiado un ápice desde la fotografía, que tenía décadas de antigüedad.
Molly la miró, sacudida, casi en éxtasis. El color había abandonado sus mejillas.
– Es ésa -dijo.
Yo detuve el motor apenas nos acercamos a la orilla y dejé que el bote llegara por inercia hasta tierra y entonces lo até al muelle de madera.
– Dios mío -dijo Molly-. Es aquí. Este es el lugar.
Yo la ayudé a bajar al muelle y luego subí yo también.
– Dios mío, Ben -volvió a decir ella-. Me acuerdo de este lugar, me acuerdo… -Tenía la voz aguda, excitada, convertida casi en un susurro. Señaló un cobertizo de botes pintado de blanco. -Ahí fue donde papá me enseñó a pescar.