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Empezó a caminar por el muelle hacia el cobertizo, perdidaen sus recuerdos. Yo la tomé bruscamente del brazo…

– ¿Qué…?

– ¡Quieta! -le grité.

El sonido apenas se oía al principio, un crujido de pasto desde algún lugar hacia la casa.

Un zas zas zas.

Me quedé inmóvil.

La silueta oscura parecía flotar hacia nosotros sobre el césped, bajando la colina, y el zas zas zas se había convertido casi en una sirena.

Un gruñido bajo.

El gruñido se convirtió en un ladrido fuerte, aterrorizante, un gruñido de advertencia, mientras la criatura -un Doberman- saltaba hacia nosotros con los dientes abiertos.

Se movía tan rápido que virtualmente se había transformado en una mancha de sombras.

– ¡No! -gritó Molly, corriendo hacia el cobertizo de botes.

Con el estómago revuelto mientras el Doberman saltaba en el aire desde muy lejos, a una distancia increíble, busqué la pistola y en ese momento oí una voz de hombre que ordenaba:

– ¡Alto!

Oí una sacudida en el agua y me volví en un movimiento brusco.

– Se pueden lastimar con ese bicho. No le gustan las sorpresas.

Un hombre alto con una malla azul marina emergía del agua a mis espaldas. El agua le caía en cascada desde el cabello mientras él se ponía de pie. El profundo tostado de su piel lo hacía parecer un Neptuno casi anciano, saliendo de su mundo submarino.

Era una figura tan ilógica que al principio mi mente no quiso registrarla.

Molly y yo lo mirábamos ambos con la boca abierta, sin hablar, sin poder decir ni una sola palabra.

Molly corrió a abrazar a su padre.

PARTE VII. WASHINGTON

64

¿Qué se dice en un momento como ese?

Durante una eternidad, nadie abrió la boca.

El lago estaba quieto; el agua opaca y detenida. No había ruido de motores ni gritos ni siquiera el canto de los pájaros. Silencio absoluto. El mundo se había quedado inmóvil.

Llorando, Molly apretó sus brazos alrededor del pecho de su padre. Hacía tanta fuerza que parecía a punto de quebrarlo. Ella es alta pero él es más alto todavía y tuvo que agacharse un poco para que lo besara.

Yo los miraba, asustado.

Finalmente, dije:

– Casi no te reconocí con la barba.

– ¿No te parece que ése es el punto? -dijo solemnemente Harrison Sinclair, la voz quebrada. Luego sonrió, una sonrisa torcida, dura. -Supongo que se aseguraron de que nadie los seguía.

– Lo mejor que pudimos.

– Sabía que podía contar con ustedes.

De pronto, Molly lo soltó, retrocedió un paso y lo golpeó en la mejilla. Él hizo una mueca de dolor.

– Vete a la mierda -dijo ella, con la voz en un susurro.

La casa estaba oscura y quieta. Tenía el olor particular de las habitaciones que han estado cerradas durante mucho tiempo: fuegos encendidos durante años, fuegos y humos que han permeado los pisos y las paredes; alcanfor y naftalina; pintura y musgo y aceite rancio.

Nos sentamos en un sillón con el tapizado de muselina descolorido ya por años de polvo, y miramos a Harrison Sinclair mientras hablaba. Estaba sentado en una silla de tela suspendida del techo por una soga.

Se había puesto un par de pantalones cortos color caqui y un suéter azul marino suelto, para no seguir con la malla mojada. Con las piernas extendidas frente a él, cruzadas en los tobillos, parecía relajado, el anfitrión amigable que se sienta con un martini frente a sus huéspedes de fin de semana.

Tenía la barba sin cortar, una barba de meses que tenía mucho sentido. Había tomado mucho sol, seguramente nadando y remando en el lago, y tenía la cara correosa y dura, la piel de un viejo marinero.

– Suponía que ustedes me encontrarían aquí -dijo-. Pero no tan rápido. Y después Pierre La Fontaine me llamó hace unas horas y me dijo que una pareja había estado haciendo preguntas en St.-Jerome, sobre la casa y sobre mí…

Molly parecía sorprendida, así que él siguió diciendo:

– Pierre es el que lleva los archivos en Lac Tremblant, es alcalde, jefe de policía y hombre importante. También cuida cierto número de residencias. Un viejo y querido amigo mío. Alguien en quien puedo confiar. Hace ya mucho que lo tengo a cargo de esta casa; años, diría yo. En la década del 50 arregló la venta, una "venta" muy inteligente para que ya no estuviera en manos de la abuela Hale. Casi no quedaron huellas de la venta: desde entonces, fue muy difícil rastrear la identidad del dueño.

"No fue idea mía, en realidad, sino de Jim Angleton. Cuando empecé a involucrarme en el trabajo duro, en el trabajo de campo, Jim sintió que yo tenía que tener un lugar en el que desaparecer si las cosas se ponían demasiado calientes. El Canadá parecía una buena opción. Fuera de las fronteras de los Estados Unidos. Y a veces Pierre alquilaba esto en verano, o en la temporada de esquí. El alquiler llegaba a nombre de un canadiense, un inversor ficticio llamado Strombolian. Esa entrada pagaba más o menos el mantenimiento de la casa y lo que él me cobraba por cuidarla. -Sonrió otra vez; la misma sonrisa torcida. -El resto lo guardaba él. Es un hombre honesto.

Sin aviso, así, de pronto, la furia de Molly hizo erupción. Había estado sentada a mi lado sin decir nada, tranquila creía yo, sin duda en estado de shock. Pero al parecer había estado rumiando su rabia.

– ¿Cómo… pudiste…? ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste hacerme pasar por esto?

– Snoops… -empezó a decir su padre.

– ¡Mierda, mierdal ¿Tienes idea de…?

– ¡Molly! -gritó él con la voz ronca-. Espera. No tuve alternativa. Piensa en la situación. -Levantó las piernas, se sentó derecho y luego se lanzó hacia su hija, con los ojos brillantes. -Cuando mataron a mi querida Sheila, a mi amor… sí, Molly, éramos amantes, estoy seguro de que ya lo sabías…, cuando la mataron, me di cuenta de que a mí me quedaban horas. Tenía que esconderme.-De los Sabios -dije-. De Truslow y Toby…

– Y media docena más. Y de las fuerzas de seguridad que ellos controlaban, y que no son poca cosa, se los aseguro…

– Esto tiene que ver con Alemania, ¿verdad? -dije.

– Es complicado, Ben. No me parece que tenga que…

– Yo sabía que estabas vivo -dijo Molly-. Lo sabía desde París.

Había algo duro en su tono, una seguridad tranquila, y yo me volví para mirarla.

– La carta -siguió diciendo ella, mirándome-. Hablaba de una operación de apendicitis de emergencia que lo había obligado a pasar un verano entero con nosotros, en Lac Tremblant.

– ¿Y? -pregunté.

– Y… parece trivial pero yo no me acordaba de haber visto la cicatriz de la operación cuando lo reconocí. Tenía la cara destruida, pero el cuerpo no, y supongo que me habría acordado, habría registrado esa marca en algún nivel inconsciente. Quiero decir, quizás estuviera ahí, pero yo no estaba segura. ¿Entiendes? ¿Te acuerdas de que al principio traté de conseguir la autopsia, pero la habían puesto en un archivo secreto? Orden del fiscal del condado de Fairfax. Así que moví algunos contactos…

– ¿Para eso querías el fax en París? -pregunté. En ese momento, me había dicho que tenía una idea sobre el asesinato de su padre, una idea y la forma de probarla.

Ahora, asintió.

– Todos los patólogos… por lo menos los que yo conozco… guardan una copia de su trabajo en archivos cerrados. Por si acaso hay problemas después, para tener notas y defenderse… ¿entiendes? Así que no me faltaban recursos. Llamé a un amigo en el Hospital General de Massachusetts, un patólogo, y él llamó a un colega de Sibley, en Washington, donde se hizo la autopsia. Para la audiencia de rutina… Algo burocrático, ¿entiendes? Es fácil, muy fácil romper los circuitos de seguridad en un hospital si uno sabe de qué hilos tirar.

– ¿Y? -volví a decir.

– Y pedí que me pasaran el fax de la autopsia. Y decía que el muerto tenía su apéndice intacto. Y en ese punto, supe que sí, tal vez papá estuviera muerto, pero el que estaba bajo esa tumba del condado de Columbia en Nueva York no era él. -Se volvió hacia su padre. -¿De quién era el cuerpo?

– Nadie que vayas a extrañar -dijo él-. No dejo de tener mis recursos yo también. -Y agregó, despacio, en voz baja: -Es algo muy feo.

– Dios -dijo Molly, sin aliento, la cabeza baja.-No, no tan malo como crees -dijo él-. Una buena investigación sobre desconocidos, cadáveres sin identificar en morgues de hospital, y pronto aparece alguien con el cuerpo, la edad y la salud que corresponden. Es difícil, sobre todo el último punto: la mayoría de los vagabundos tiene enfermedades notorias.

Molly asintió, sonrió con ferocidad. Y luego dijo, con amargura:

– Total, ¿qué importa un vagabundo más o menos?

– La cara no importaba -dije-. La destruirían en el choque, ¿verdad?

– Correcto -contestó Sinclair-. En realidad, la destruimos antes del choque, si te interesa el detalle. Los artistas de decoración de la funeraria no tenían idea de que ése no era el cadáver de Harrison Sinclair, recibieron una fotografía y trabajaron con ella. Haya o no velatorio abierto, les gusta que el cuerpo quede lo mejor posible, ya sabes…

– El tatuaje -dije-. El lunar en el mentón.

– No cuesta mucho.

Molly había estado observando esta conversación tranquila entre su padre y su esposo como desde más lejos, y en ese punto, empezó a hablar de nuevo, la voz teñida de amargura.