66
Molly soltó un grito.
– ¡No! ¡No! Entonces está…
– Tenemos que ir con él, tiene que volver… -la interrumpí.
Todo encajaba ahora: todo tenía sentido, un sentido terrible. Harrison Sinclair, el testigo sorpresa, era la víctima del próximo asesinato de los Sabios y sus socios alemanes. Una ironía terrible me pasó por la cabeza: Sinclair, a quien habíamos creído enterrado, estaba vivo de pronto pero lo matarían de nuevo en cuestión de horas.
Molly (que debe de haber pensado lo mismo) se retorció las manos, se las llevó a la boca. Se mordió los nudillos como para no gritar. Empezó a caminar de un lado a otro en círculos frenéticos, tensos.
– Dios, Dios -susurraba-. Dios. ¿Qué podemos hacer?
Yo también estaba caminando, me di cuenta de pronto. No quería asustar a Molly. Los dos necesitábamos calma, pensamientos claros.
– ¿A quién podemos llamar? -dijo ella.
Yo seguí caminando en círculos.
– Washington -dijo ella-. Alguien en el comité.
Yo meneé la cabeza.
– Demasiado peligroso. No sabemos en quién podemos confiar.
– Alguien en la Agencia…
– ¡Eso es ridículo!
Ella seguía mordiéndose los nudillos.
– Entonces otra persona. Un amigo. Alguien que pueda ir a la audiencia…
– ¿Ir? ¿Para qué? ¿Ir a enfrentarse con un asesino entrenado? No, tenemos que ir nosotros. Alcanzarlo.
– ¿Pero cómo? ¿Y dónde lo alcanzamos?
Empecé a pensar en voz alta.
– Ese helicóptero no va directo a Washington.-¿Por?
– Demasiado lejos. Y va demasiado lento.
– Montreal.
– Seguramente. Pero no podemos darlo por sentado. Yo calculo que las probabilidades son altas. Puede ir a Montreal y ahí se va a detener por un tiempo…
– O tomar un avión a Washington. Si controlamos los vuelos desde Montreal a Wa…
– Ah, sí, sí -dije, impaciente-, pero si es que toma un vuelo comercial. Seguramente, tiene un charter.
– ¿Por qué? ¿No te parece más seguro un vuelo comercial?
– Sí, pero un avión privado tiene horarios más flexibles y es más anónimo en otros sentidos. Yo en su lugar, alquilaría un avión. Supongamos que el helicóptero lo lleva a Montreal… -Miré el reloj. -Seguramente ya está allí.
– ¿Pero adonde? ¿En qué aeropuerto?
– Montreal tiene dos, Dorval y Mirabel, para no hablar de los miles de privados que hay desde aquí a la ciudad.
– Pero tiene que haber un número determinado de compañías de charters en Montreal -dijo Molly. Sacó una guía de teléfonos de debajo de la mesa, cerca del sillón. -Si las llamamos…
– ¡No! -exclamé un poco demasiado fuerte-. La mayoría no va a contestar el teléfono a esta hora de la noche. Y ¿quién dice que tu padre arregló con una compañía canadiense'! Podría haber sido con una de las miles de compañías de charters en los Estados Unidos…
Molly se dejó caer en el sillón. Las manos, contra la cara.
– Dios… Dios, Ben. ¿Qué podemos hacer?
Yo miré el reloj de nuevo.
– No hay salida -dije-. Tenemos que llegar a Washington y hacerlo ahí.
– Pero no sabemos dónde va a estar en Washington.
– Claro que sí. En el edificio del Senado, en la audiencia, Sala 216 para más datos.
– Pero ¿y antes? No tenemos idea de dónde va a estar antes.
Tenía razón, por supuesto. Lo más que podíamos esperar era que apareciera en la sala vivo y…
¿Y qué?
¿Cómo mierda íbamos a impedir el testimonio de Hal, a protegerlo?
La solución, me di cuenta de pronto, estaba en mi cabeza. Mi corazón empezó a latir con la fuerza de la excitación y el miedo.
Unos momentos antes de morir tan horriblemente, Johannes Hesse, alias "Max", había pensado que otro asesino tomaría su lugar.
Yo no podía detener a Harrison Sinclair pero sí a su asesino.
Si alguien podía hacerlo, ése era yo.
– Vístete -le dije-. Ya sé qué hacer.
Eran las cuatro y media de la mañana.
67
Tres horas después -casi las siete y media de la mañana del último día- nuestro avioncito tocó tierra en un pequeño aeropuerto en la parte rural de Massachusetts. Quedaban menos de doce horas y aunque era un lapso de tiempo sin rupturas, yo temía (con buenas razones) que no fuera suficiente.
Desde Lac Tremblant, Molly había contactado a una pequeña compañía de charters llamada Compagnie Aéronautique Lanier, con base en Montreal, que promocionaba su disponibilidad de servicios en casos de emergencia a cualquier hora del día o de la noche. La llamada había pasado al piloto de guardia y lo había despertado. Molly le había explicado que era médica y quería volar al Aeropuerto Dorval de Montreal por una emergencia. Dio las coordenadas exactas del helipuerto de su padre y una hora después nos recogieron en un Bell 206 Jet Ranger.
En Dorval, arreglamos con otra compañía de charters para volar de Montreal a la base Hanscom de la Fuerza Aérea en Bedford, Massachusetts. Cuando nos pidieron que eligiéramos el avión -la oferta era entre un Séneca II, un Commander, un King Air Jet a propulsión, o un Citation 501- nos decidimos por el Citation, que era de lejos el más rápido, capaz de alcanzar unas 350 millas por hora o más. En Dorval, pasamos la aduana con facilidad: apenas miraron nuestros pasaportes estadounidenses falsos (usamos los del señor y la señora Brewer, lo cual nos dejaba un par más, vírgenes, por si alguna vez necesitábamos ser el señor Alan Crowell y señora). De todos modos, cuando Molly explicó que se trataba de una emergencia médica, nos pasaron por allí a toda velocidad.
En Hanscom alquilamos un auto y yo manejé los cuarenta y cinco kilómetros lo más rápido que pude, justo en el límite de velocidad. Cuando le expliqué mi plan a Molly, nos quedamos sentados en un silencio amargo. Ella estaba aterrorizada, pero seguramente se dio cuenta de que no tenía sentido discutir conmigo, ya que ella no lograba diseñar un plan que fuera menos riesgoso para salvar la vida de su padre. Yo necesitaba aclarar mi mente lo más posible para pensar en las posibilidades de fracaso y encontrarlas antes de que se dieran. Sabía que Molly hubiera querido que yo le dijera que todo saldría bien, pero yo no podía hacerlo y además apenas si tenía tiempo de madurar mi plan hasta el momento crucial.
Sabía que sería un desastre que me detuvieran por exceso de velocidad. Yo había alquilado el auto con una licencia de conductor falsa de la ciudad de Nueva York y una tarjeta Visa también falsa. Habíamos logrado engañar a los de la agencia de alquiler, pero no sobreviviríamos al control de rutina de un policía del Estado de Massachusetts, que se lleva a cabo cada vez que se expide una multa por cualquier falta a la ley de tránsito. No había ningún registro de mi licencia en el banco de datos de la computadora interestatal y todo el plan volaría en pedazos inmediatamente.
Así que manejé con cuidado hacia la ciudad de Shrewsbury en medio de la hora pico. Un poquito antes de las ocho y media llegamos a la pequeña casa amarilla de los suburbios, que buscábamos. Era el domicilio particular de un hombre llamado Donald Seeger.
Seeger era un riesgo, a decir verdad, pero un riesgo calculado. Era un negociante de armas, dueño de dos negocios de alquiler de armas en las afueras de Boston. Entregaba armas de fuego a la policía del Estado y, si era necesario, al fbi (cuando necesitaban conseguir armas particulares con rapidez sin pasar por canales burocráticos largos y complejos).
Seeger ocupaba un área gris especial del mercado de armas más o menos legal, en algún lugar indefinido entre los fabricantes de armas y los clientes que por alguna razón necesitaban gran discreción y no la conseguían si trataban directamente con los distribuidores o los vendedores de la red común.
Pero además de todo eso, yo lo conocía lo suficiente como para creer que podía confiar en él. Uno de mis compañeros de estudios legales había crecido en Shrewsbury y Seeger era un amigo de su familia. El comerciante de armas, que generalmente no trataba con abogados, y que (como casi todo el mundo, supongo) los despreciaba, necesitaba algo de consejo legal (gratis) en cuanto a un fabricante de armas enojado que lo amenazaba, me había dicho mi amigo abogado. Ciertamente no era mi área, pero había hecho que uno de mis amigos encontrara la respuesta que Seeger necesitaba y él había quedado muy agradecido y me había llevado a cenar a un buen restaurante de carnes en Boston para demostrarlo.
– Si alguna vez puedo hacer algo por usted -me dijo mientras comía un filet mignon y levantaba su jarra de cerveza Bass-, llámeme.En ese momento, pensé que nunca lo vería de nuevo, pero ahora era tiempo de cobrar mi deuda.
Atendió la puerta su esposa en un vestido de entrecasa de tela estampada con pequeñas flores azules ya descoloridas.
– Don está trabajando -dijo mirándonos con sospecha-. Generalmente se va entre las siete y media y las ocho.
La oficina del depósito y negocio de Seeger era un edificio de ladrillos largo y sin carteles sobre una calle comercial a unos kilómetros de su casa, cerca de Ground Round. Visto de afuera, podría haber sido uno de esos depósitos en los que se alquilan lugares por un precio mensual, o tal vez una planta de lavado de alfombras, pero adentro el sistema de seguridad era muy sofisticado.
Seeger se sorprendió al verme, por supuesto, pero corrió a la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía unos cincuenta años y estaba en un muy buen estado físico, con el cuello de toro ancho y poderoso como la última vez que yo lo había visto. Usaba un saco azul, tal vez un talle demasiado chico, sin abotonar.