– ¿El abogado, no? -dijo, haciéndonos pasar junto a estantes de metal llenos de cajas de armas-. Ellison. ¿Qué mierda está haciendo por aquí en los bosques?
Le dije lo que quería.
Seeger, que antes me había parecido básicamente inconmovible, se detuvo un instante, mirándome, con los ojos astutos y cuidadosos.
Se encogió de hombros, después.
– Lo tiene -dijo.
– Algo más -agregué-. ¿Podría usted obtener algún consejo para pasar una Sirch-Gate III modelo SMD200W por un detector de metales?
Me miró un largo, largo rato.
– Tal vez -dijo.
– Sería importante.
– Supongo. Sí, tengo un amigo que es consultor de seguridad. Puedo hacer que me mande un fax en unos minutos.
Le pagué en efectivo, por supuesto. Para cuando terminamos la transacción, ya estaba abierta la casa de suministros médicos en Framingham, a unos quince kilómetros más o menos.
El negocio, que se especializaba en equipos para inválidos, tenía unas cuantas sillas de ruedas. La mayoría, descartables con una sola mirada. Cuando expliqué que buscaba una para mi padre, el vendedor me recomendó inmediatamente las más livianas, más fáciles de cargar en un auto. Le dije que mi padre era un hombre especial, algo excéntrico, y que prefería una silla que tuviera la mayor cantidad de acero posible y poco aluminio. Quería algo sólido.
Finalmente, me decidí por una silla antigua, buena, de Invacare. Era muy pero muy pesada; con marco de acero carbónico cromado en su superficie y un diámetro hueco en los apoyabrazos suficiente para mis intenciones.
La cargué en la caja de cartón, haciendo un gran esfuerzo y dejé a Molly en un centro comercial para que comprara un traje caro a rayas, dos talles más grandes de mi talle habitual, una camisa, gemelos y algunas otras cosas.
Mientras tanto, yo seguí hasta un taller en Worcester. Seeger me había recomendado al dueño, un hombre grandote, un ex convicto llamado Jack D'Onofrio. Era hombre temperamental, había dicho Seeger, pero un maestro en el trabajo en metales. Seeger lo había llamado de antemano y le había informado que yo era un buen amigo suyo y que si me trataba bien, yo le devolvería el favor con creces.
A pesar de la llamada, D'Onofrio no estaba de buen humor cuando abrió. Inspeccionó la silla de ruedas con irritación y furia, tocando los grandes apoyabrazos de plástico gris fijados al metal con tornillos Phillips.
– No sé -dijo por fin-, no es fácil agujerear este plástico. Podría reemplazarlos con teca. Eso sería muchísimo más fácil.
Yo lo pensé un momento y después dije:
– Adelante.
– El acero no es problema. Cortar y soldar. Pero tengo que cambiar el diámetro de la goma del frente.
– No tiene que haber ni rastros del corte, de cerca tampoco -dije-. ¿Qué le parece un serrucho tipo quirúrgico para cortar el tubo?
– Eso es lo que pensaba hacer.
– De acuerdo. Pero la necesito en una hora o dos.
– ¿En una hora? -espetó él-. Tiene que estar bromeando, viejo… -Hizo un gesto que abarcó con los brazos el negocio lleno de cosas. -Mire eso. Estamos tapados, viejo… Totalmente tapados… ¡Hasta la coronilla!
Una, hasta dos horas, era presionarlo un poco, pero no era imposible. El hombre estaba negociando, claro. Yo no tenía tiempo que perder, ése era el problema: saqué un fajo de billetes y se lo tiré.
– Estamos preparados para pagar más -dije.
– Veré lo que puedo hacer…La última cita era la más difícil de arreglar y, en cierto modo, la más riesgosa. De tanto en tanto, las fuerzas policiales, el fbi y la cía tienen que pedir los servicios de especialistas en técnicas de disfraz. Generalmente, son personas entrenadas en el teatro, en la aplicación de prótesis y maquillaje, pero el disfraz para cobertura de acciones ilegales es un arte muy especializado. El artista debe poder transformar a un funcionario o un agente cualquiera en alguien totalmente irreconocible, capaz de pasar los exámenes más cuidadosos y exhaustivos. Por lo tanto, las técnicas son limitadas y el número de artistas, muy escaso.
Tal vez el mejor, un hombre que había hecho trabajos ocasionales para la CIA (y para una larga lista de estrellas de cine y televisión y líderes políticos y religiosos de primera línea), se había jubilado y vivía en Florida, según averigüé. Finalmente, después de varias llamadas telefónicas a compañías de disfraces y de teatro en Boston, obtuve el número de un viejo, un húngaro llamado Balog que había hecho trabajos para el fbi y conocía los requisitos. Su trabajo le había permitido a un funcionario del fbi infiltrarse en una familia de la Mafia en Providence no una sino dos veces, me dijeron. Eso era suficiente para mí. Trabajaba en un viejo edificio de oficinas de Boston, como socio de una compañía de maquillaje teatral. Lo conseguí poco antes del mediodía.
Como no había tiempo para ir hasta Boston y volver, arreglé que se encontrara conmigo en un Holiday Inn, en Worcester, donde yo había reservado una habitación. Para hacerme tiempo, tendría que abandonar a sus clientes el resto del día. Le dije que valdría la pena.
– Tenemos que separarnos -le dije a Molly cuando llegamos al Holiday Inn-. Tú haz los arreglos de vuelo. Y ven a verme cuando termines.
Ivo Balog era un hombre de cerca de setenta años, rasgos rudos y piel roja de bebedor, pero yo me di cuenta enseguida de que fueran cuales fuesen sus defectos personales, Balog era un mago.
Meticuloso y muy inteligente, se pasó un cuarto de hora inspeccionándome la cara antes de abrir la caja de maquillaje.
– ¿Quién quiere ser exactamente? -me preguntó.
Mi respuesta, que yo había supuesto perfectamente razonada, no lo satisfizo.
– ¿De qué vive la persona que usted quiere personificar? -preguntó-. ¿Dónde vive? ¿Tiene dinero o no? ¿Fuma? ¿Está casado?
Conversamos unos minutos, fabricando la biografía falsa.Varias veces, objetó mis sugerencias, diciendo una y otra vez el mantra de su profesión, en su inglés muy extranjero:
– No, la esencia del diseño es la simplicidad.
Finalmente, me destiñó el color oscuro del cabello castaño y las cejas y después lo convirtió en un gris plateado.
– Puedo agregarle diez, tal vez quince años -me advirtió-, más es peligroso.
Él no tenía idea de la razón por la que yo estaba pidiéndole todo eso pero no había duda de que sentía la tensión. Y yo apreciaba su cuidado, su meticulosidad.
Aplicó una loción química para tostarme la cara y la distribuyó con cuidado para evitar líneas blancas que pudieran desenmascararme.
– Esto puede llevar dos horas -dijo él-. Supongo que tenemos ese tiempo.
– Sí -dije.
– Bien. Déjeme ver la ropa que se va a poner.
Inspeccionó el traje y los zapatos negros muy brillantes, y asintió. Estaba de acuerdo.
Luego pensó en algo.
– Pero… ¿y la protección antibala?
– Aquí está -dije, levantando la Safariland Cool Max, una remera de fibra de Spectra ultraliviana que según había dicho Seeger es diez veces más fuerte que el acero.
– Linda -dijo Balog, con admiración-. Delgada.
Para cuando la crema se secó, Balog ya me había aplicado una pintura para oscurecerme los dientes y me había fabricado una barba realista bien cortada y un par de anteojos de marco de carey.
Cuando Molly volvió a la habitación, se quedó fría, la mano en la cara.
– Mi Dios -dijo-. ¡Me engañaste por un momento!
– Un segundo no basta -dije y luego me volví para mirarme por primera vez en el espejo del hotel. Yo también me quedé de una pieza. La transformación era extraordinaria.
– La silla está en el baúl -dijo ella-. Vas a tener que inspeccionarla. Escucha… -Miró al artista del maquillaje con preocupación. Yo lo miré también y le pedí que se fuera al vestíbulo durante unos momentos.
– ¿Qué pasa?
– Había un problema con la audiencia -dijo ella-. Generalmente, las audiencias son públicas y abiertas, excepto las secretas. Pero esta vez, no sé por qué, tal vez porque se televisa, admiten sólo prensa e invitados especiales.
Yo le contesté con calma; no quería dejarme dominar por el pánico.-Dijiste que había un problema; había, dijiste…
Ella tenía una sonrisa tensa: algo seguía preocupándola.
– Llamé a la oficina del senador del Commonwealth de Massachusetts… -dijo ella-. Le dije que era asistente administrativa de un tal doctor Charles Lloyd de Weston, Massachusetts, que está en Washington y quiere ver una audiencia en vivo y en directo. La gente del senador siempre está encantada cuando puede hacerle un favor a un votante. Hay un pase esperándote en la sala.
Se inclinó y me besó la frente.
– Gracias -dije-. Pero no tengo identificación con ese nombre y no hay tiempo para…
– No van a pedir identificación. Ya pregunté. Les dije que te habían robado la billetera y entonces me sugirieron que llamaras a la policía. De todos modos, nunca piden identificación en las audiencias públicas… En general, no piden pases tampoco.
– ¿Y si controlan y descubren que ese médico no existe?
– No van a controlar, pero si lo hacen, sí que existe. Charlie Lloyd es el jefe de cirugía del Hospital General de Massachusetts. Siempre pasa todo este mes en el sur de Francia. Ahora, está de vacaciones con su esposa en Iles d'Hyéres, en la costa de Toulon, Costa Azul, claro. Pero el servicio de mensajería dice solamente que está fuera de la ciudad. A nadie le gusta saber que su cirujano está en Provenza o algún lugar así.
– Eres genial.
Ella se inclinó con modestia.
– Gracias, pero en cuanto al vuelo…