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Le costó abrir la verja, que, oxidada, medio pendía fuera de sus goznes. Una ráfaga de aire hizo que su maltrecho sombrero adoptase una postura de mayor descuido.

—¡Qué lata! —exclamó Bunch.

El optimismo indujo a sus padres a bautizarla con el nombre de Diana. Pero la señora Harmon fue conocida por Bunch desde su más tierna edad, y nunca más dejó de llamarse así. Abrazada a sus crisantemos, cruzó la verja y caminó hasta la puerta de la iglesia.

El aire de noviembre era cálido y húmedo. Las nubes corrían por el cielo, mostrando algún que otro parche azul. La oscuridad y el frío eran la nota predominante en el interior de la nave, donde la calefacción se encendía sólo a las horas del servicio religioso.

—¡Brrr! Será mejor que termine ahora mismo o moriré congelada —murmuró.

Con esa rapidez que da la práctica, recogió los diversos jarros destinados a las flores. «Me gustaría que tuviésemos lirios —pensó—. ¡Me cansan los crisantemos!» Sus entumecidos dedos arreglaron los tallos en los respectivos envases.

Ni la originalidad ni el arte lucían en la disposición de las flores. Bunch nunca había sido original ni artista. No obstante, era un adorno casero muy agradable. Cogió los jarros con sumo cuidado y se encaminó al altar. Entonces salió el sol.

Los rayos penetraron a través de la vidriera situada en el lado este, cuyos cristales de color azul y rojo, donativo de un rico feligrés victoriano, refulgieron con repentina opulencia. «Parecen joyas», pensó Bunch.

De pronto se detuvo y sus ojos quedaron fijos en los peldaños del presbiterio, donde yacía una forma oscura.

Dejó las flores en el suelo, ascendió los peldaños y se inclinó sobre el hombre tendido. Luego se arrodilló a su lado y lenta, cuidadosamente, le dio la vuelta. Sus dedos buscaron el pulso en una de las muñecas, y lo halló tan débil como significativa la verdosa palidez del rostro. Sin duda alguna, el hombre se moría.

Tendría unos cuarenta y cinco años y llevaba puesto un traje oscuro no muy limpio. Bunch soltó la fláccida mano que había levantado y miró la otra, que parecía cerrada sobre el pecho. Un examen más detenido le permitió ver que aprisionaba un pañuelo. En la mano se observaban también algunas salpicaduras de color castaño seco, que supuso sangre coagulada. Bunch se sentó sobre sus talones con el ceño fruncido.

Hasta entonces los ojos del hombre habían permanecido cerrados, pero en aquel momento los abrió para fijarlos en el rostro de ella. Aquellas pupilas la miraron sin el más leve atisbo vidrioso. Eran unos ojos llenos de vida e inteligencia. Los labios del desconocido se movieron y Bunch se inclinó para oír las palabras o, más bien, la palabra. Pues sólo pronunció una.

Santuario.

Creyó percibir una desmayada sonrisa en el moribundo, que pasado un momento volvió a repetir:

Santuario.

Luego de un largo y débil suspiro, cerró de nuevo los párpados. Una vez más, los dedos femeninos buscaron el pulso. Lo encontró, si bien más débil e intermitente. Se levantó decidida.

—No se mueva. No intente hacerlo. Voy en busca de ayuda.

Los ojos del hombre se abrieron otra vez, si bien parecieron fijarse en la colorida luz de la vidriera. Murmuró algo que ella no logró captar. Sobresaltada, pensó en que tal vez nombrara a su marido.

—¿Julián? —preguntó—. ¿Vino usted en busca de Julián?

No obtuvo respuesta. El hombre tenía los ojos cerrados y su respiración se hizo más lenta.

Bunch salió presurosa del templo. Miró su reloj y le satisfizo saber que el doctor Griffiths estaría en su consultorio, sólo a un par de minutos de distancia. Entró sin llamar.

—Doctor, venga en seguida. Hay un moribundo en la iglesia.

Minutos más tarde el doctor Griffiths se alzó del suelo, después de examinar al herido.

—¿Podemos trasladarlo a la rectoría? Allí lo atenderé mejor, si bien temo que sea inútil.

—Claro que sí. Iré a disponer las cosas. Le enviaré a Harper y Jones y que le ayuden a trasladarlo.

—Gracias. Telefonearé pidiendo una ambulancia, aunque me temo que...

La frase quedó inconclusa. Bunch preguntó:

—¿Hemorragia interna?

El doctor Griffiths asintió:

—¿Cómo diablos vino?

—Supongo que lleva aquí toda la noche. Harper abre la iglesia por la mañana al irse al trabajo, si bien por regla general no entra.

Cinco minutos más tarde el doctor Griffiths dejaba el receptor en su cuna para regresar al cuarto donde el herido yacía sobre sábanas encima de un sofá. Bunch le llevó una palangana llena de agua y las demás cosas para la cura de urgencia.

—Bien, ya está —dijo Griffiths—. He pedido una ambulancia y lo he comunicado a la policía.

Con el ceño fruncido contempló al paciente, que seguía con los ojos cerrados. El hombre se pasaba la mano izquierda por encima de la herida.

—Le dispararon un tiro —explicó el doctor—. Un disparo a corta distancia. Hizo una pelota con el pañuelo y se la aplicó para evitar la hemorragia.

—¿Cree usted que pudo andar mucho después de eso? —preguntó Bunch.

—Sí. Es muy posible. Conocí a un hombre mortalmente herido que recorrió una gran distancia como si no tuviera nada. Luego, de repente, se cayó al suelo. Quizá lo hayan herido lejos de la iglesia. Claro que también pudo dispararse él mismo, tirar el arma y encaminarse a la iglesia. Lo que no entiendo es por qué entró en el templo y no en la rectoría.

—Algo dijo de eso —explicó Bunch—. Pronunció la palabra «santuario».

El doctor la miró sorprendido.

—¿Santuario?

—Ahí llega Julián —la mujer volvió la cabeza al oír los pasos de su marido en el vestíbulo—. ¡Julián! Ven.

El reverendo Julián Harmon entró en la estancia. El pastor aparentaba más años de los que tenía.

—¡Dios mío! —exclamó mirando la figura en el sofá y los utensilios quirúrgicos.

Su esposa le explicó lo sucedido con su peculiar modo ahorrativo de palabras.

—Estaba en la iglesia. Le han disparado un tiro. ¿Lo conoces, Julián? Me pareció oírle tu nombre.

El pastor se acercó al sofá y miró al moribundo.

—¡Pobre muchacho! —sacudió la cabeza—. No, no lo conozco. Estoy casi seguro de no haberlo visto en mi vida.

El herido abrió los ojos y miró al médico, luego a Julián Harmon y después a su esposa. Los ojos se quedaron fijos en el rostro de ella. El doctor Griffiths se apresuró a decirle:

—¡Cuéntenos lo sucedido!

El hombre exclamó con voz débiclass="underline"

—Por favor, por favor...

Y tras un ligero estertor se murió.

El sargento Hayes humedeció el lápiz en su boca y volvió la hoja del libro de notas.

—¿Esto es cuanto puede contarme, señora Harmon?

—Sólo esto. Aquí tiene todo lo que llevaba en los bolsillos de su americana.

En la mesa, junto al codo del sargento, había una cartera, un viejo reloj con las iniciales «W. S.» y un billete de regreso a Londres.

—¿Saben ya quién es? —preguntó Bunch.

—Un tal Eccles ha telefoneado a la comisaría. Según parece es su cuñado. El difunto hace tiempo que tenía una salud precaria y padecía de los nervios. Últimamente se hallaba peor. Anteayer se marchó de su casa y no regresó. Por lo visto llevaba un revólver.

—¿Y vino aquí a matarse? —preguntó Bunch—. ¿Por qué?

—Parece ser que sufría una fuerte depresión.

Bunch le interrumpió.

—No me refiero a eso. Quiero decir, ¿por qué aquí, en la iglesia?

Evidentemente, el sargento Hayes desconocía la respuesta.

—Vino en el autobús de las 5.10 —explicó.

—Pero, ¿por qué? —insistió ella.