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—Lo ignoro, señora Harmon. ¿Quién sabe? Si la mente no responde...

Bunch acabo por él.

—Pudo hacerlo en cualquier parte. Aún así, me parece innecesario coger el autobús y venir a un sitio apartado como éste. ¿No conocía a nadie de aquí, verdad?

—No, según las averiguaciones hechas —informó el sargento Hayes, que tosió a modo de excusa y añadió mientras se ponía en pie—: Podría ser que los señores Eccles vinieran a verla, señora; si a usted no le importa.

—Claro que no me importa. Es muy lógico. Si bien no tengo nada que decirles.

—Me voy —dijo el sargento.

—De todos modos me alegra saber que no se trata de un asesinato.

Un coche se acercaba a la rectoría. El sargento Hayes lo observó antes de aventurar:

—Quizá sean los señores Eccles.

Bunch tuvo un presentimiento de que iba a pasar una prueba difícil. «No obstante —se dijo—, si lo necesito llamaré a Julián y que me ayude. Un clérigo es un gran auxiliar cuando la gente está apesadumbrada.»

No había pensado en cómo serían los señores Eccles; quizá por ello, al saludarles, se sintió sorprendida. El señor Eccles era un hombre robusto, de natural alegre y ocurrente. La señora poseía unos ojos vivarachos, su boca era pequeña, con el labio inferior hacia arriba y la voz fina y aguda.

—Para nosotros ha sido un golpe terrible, señora Harmon —dijo la señora Eccles—. Ya puede imaginárselo.

—Desde luego —repuso Bunch—. Siéntese. ¿Aceptarían...? quizá es algo pronto para el té...

El señor Eccles agitó una mano.

—No, no se moleste por nosotros. Es usted muy amable. Sólo deseamos que nos cuente lo que le dijo el pobre William y demás detalles, ¿comprende?

—El pobre estuvo en el extranjero mucho tiempo —explicó la señora Eccles—. Allí debió de vivir experiencias desagradables. Desde que volvió a casa le gustaba la quietud y sentíase deprimido. Según él, no había nada en el mundo digno de vivirse. ¡Pobre Bill, siempre tan triste!

Bunch, sin hablar, los contempló un momento.

—Se llevó el revólver de mi marido —continuó la señora Eccles— sin que lo supiéramos. Parece ser que vino aquí en autobús. Supongo que lo hizo en atención a nosotros.

—¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho! —repitió el señor Eccles entre suspiros—. No se le puede condenar por eso —después de una corta pausa, preguntó—: ¿Dijo algo antes de morir?

Sus pequeños y brillantes ojillos miraban atentos a Bunch. Su esposa se inclinó ansiosa de oír la respuesta.

—Vino a la iglesia al sentirse moribundo, como si buscase refugio en el santuario.

—La señora Eccles, sorprendida, exclamó:

—¿Santuario? No comprendo.

Su esposo aclaró:

—Lugar santo, querida mía. A eso se refiere la esposa del vicario. El suicidio es un pecado mortal. Y, tal vez arrepentido, quiso pedir perdón.

—Intentó hablar antes de morir —explicó Bunch—. Dijo «por favor», pero no pudo seguir.

La señora Eccles se puso el pañuelo delante de los ojos y sollozó.

—Vamos, vamos, Pam, no llores —la consoló su esposo—. Ya carece de remedio. ¡Pobre Willie! Sólo me consuela que ahora está en paz —y dirigiéndose a Bunch—. Muchísimas gracias, señora Harmon. Discúlpenos las molestias. La esposa de un vicario siempre está ocupadísima.

Le estrecharon la mano. Ya se iban cuando el señor Eccles se volvió para decir:

—Por favor, creo que tiene su americana aquí, ¿verdad?

—¿Su americana? —Bunch frunció el ceño.

Intervino la señora Eccles.

—Nos gustaría recoger sus cosas.

—Llevaba encima un reloj una cartera y un billete de ferrocarril —dijo Bunch—. Se los di al sargento Hayes.

—Gracias —repuso el señor Eccles—. Supongo que nos lo entregará a nosotros. Su documentación estaría en la cartera.

—No, sólo un billete de una libra.

—¿No guardaba ninguna carta o nota?

Bunch sacudió la cabeza.

—Gracias otra vez, señora Harmon. La americana, ¿también se la llevó el sargento?

La esposa del clérigo frunció el ceño, como si intentase recordar.

—No, creo que no... El doctor y yo le quitamos la americana para examinar su herida —miró a su alrededor—. Me la habré llevado arriba con las toallas.

—Señora Harmon, si no le importa nos gustaría llevárnosla. Es la última prenda que se puso. Compréndalo, es un deseo sentimental.

—Naturalmente que sí. ¿No prefieren que la limpie primero? Temo que esté... manchada.

—Oh, no. Eso no importa.

—No sé dónde la he puesto. Un momento, por favor.

Bunch subió las escaleras y tardó varios minutos en regresar.

—Lo siento —explicó sin aliento—, la mujer de la limpieza la había puesto con otras ropas para la lavandería. He tenido que buscarla. La envolveré.

Sin hacer caso de las protestas de la señora Eccles, así lo hizo. Luego volvieron a saludarse y el matrimonio se marchó.

Bunch cruzó el vestíbulo y entró en el despacho parroquial. El reverendo Julián Harmon alzó la vista. En aquel momento preparaba un sermón sobre Judea y Persia durante el reinado de Ciro.

—¿Qué hay, Bunch? —preguntó afable.

—Julián, ¿qué significa exactamente «santuario»?

Harmon apartó un poco el papel donde escribía el sermón.

—Santuario en los templos romanos y griegos se llamaba a la cella donde permanecía la estatua de un dios. La palabra latina altar, «ara», significa protección. En 339 d.C. la palabra santuario fue incorporada a las denominaciones de las iglesias cristianas. En Inglaterra aparece reconocida oficialmente en las leyes emitidas por Etherbert en el año 600 d.C.

El hombre se extendió en su erudita exposición y, como siempre, sintióse desconcertado ante la sumisa atención de su esposa.

—Querido, eres un ángel.

Luego le besó la punta de la nariz y él se lo agradeció como el perro a quien dan un hueso después de una hazaña ejemplar.

—Los Eccles han estado aquí.

Harmon frunció el ceño.

—¿Los Eccles? No recuerdo...

—No los conoces. Son los hermanos del hombre que apareció herido en la iglesia.

—¡Señor! ¡Es terrible! —exclamó—. Querida, ¿por qué no me llamaste?

—No hubo necesidad. No precisaban consuelo. Por cierto que me extraña eso. Oye, si pongo la cacerola en el horno mañana, ¿te arreglarás solo? Necesito ir a Londres a ver unas ventas de ocasión.

—¿Unas ventas? —exclamó interrogativo.

Ella se rió.

—Hay una venta especial de géneros blancos en los almacenes Burrows y Portman. Sábanas, mantelerías, toallas y paños de cocina. No sé qué hacemos con los paños de cocina. Desaparecen como por arte de magia. Además —añadió pensativa—, deseo visitar a tía Jane.

La dulce y anciana señorita Jane Marple gozaba las delicias de la metrópoli confortablemente instalada en el piso-estudio de su sobrino.

—Raymond es muy amable —dijo—. Antes de irse con Joan a América, donde estarán dos semanas, insistió en que viniese a instalarme aquí. Y ahora, querida, explícame eso que te preocupa.

Bunch era la ahijada predilecta de la señorita Marple. Ésta la observaba con afecto mientras ella se echaba atrás el sombrero, dispuesta a contarle su historia. El recital de Bunch, conciso y claro, hacía que la señorita Marple asintiera de cuando en cuando.

—Comprendo —dijo.

—Tía Jane, necesitaba contártelo. No soy muy inteligente y...

—Tú eres inteligente, querida.

—No. En eso no me parezco a Julián.

—Tu marido posee un intelecto muy sólido —dijo la señorita Marple.

—Eso es —corroboró Bunch—. Julián posee intelecto y yo sentido común.

—Si, Bunch; y, además, eres muy inteligente.

—No sé qué hacer, tía. Y no me gusta preguntar sobre estas cosas a Julián. ¡Es tan puritano en su rectitud!