La observación fue perfectamente comprendida por la señorita Marple, quien dijo:
—Tienes razón, querida. Nosotras, las mujeres, somos distintas. Bien, me has explicado el suceso, pero me gustaría saber cuál es tu opinión de todo eso.
—Para mí es muy confuso —dijo Bunch—. El moribundo de la iglesia sabía muy bien todo lo relativo al santuario. Pronunció la palabra como lo hubiera hecho Julián. Quiero decir que era un hombre culto y educado. De haberse suicidado, no creo que viniese a la iglesia sólo para decir «santuario». Santuario significa salvación para los perseguidos. Sus enemigos no pueden tocarlo una vez que se refugia en el templo. Incluso en épocas remotas ni la propia ley podía hacerlo.
Miró interrogativa a la señorita Marple, que asintió con la cabeza. Luego continuó:
—El matrimonio Eccles es totalmente distinto. Son ignorantes y groseros. El reloj del difunto tenía las iniciales «W. S.», pero en el interior, con letra muy pequeña, había inscrito: «A Walter, de su padre.», y una fecha. Los Eccles, al nombrarlo, lo llamaban William o por su diminutivo Bill.
La señorita Marple pareció dispuesta a interrumpirla, pero no lo hizo. Bunch continuó:
—Ya sé que a veces no se llama a uno por su nombre de pila. Hay quien al bautizarlo le ponen William, y luego lo llaman «Gordito», «Zanahoria», o algo parecido. Pero la propia hermana no le llamaría William o Bill si es Walter.
—¿Sospechas que no son hermanos?
—Estoy convencida de ello. Ese matrimonio me resultó antipático. Vinieron a la rectoría a recoger las cosas del difunto y averiguar qué había dicho antes de morir. Cuando les expliqué su silencio, advertí algo así como alivio en sus rostros. Yo sospecho que fue Eccles quien disparó contra él.
—¿Tú crees que lo asesinaron?
—Sí. Por eso vine a verte, querida.
Las sospechas de Bunch hubieran sido exageradas para un oyente inexperto; pero la señorita Marple gozaba de bien merecida reputación en cuanto a resolver casos de esta índole.
—Antes de morir me dijo: «Por favor.» Eso evidencia su deseo de que hiciese algo por él. Pero no tengo la más remota idea de qué.
La señorita Marple reflexionó un momento y luego efectuó la misma pregunta que antes se hiciese Bunch:
—¿Por qué fue allí?
—¿Insinúas que si uno necesita un santuario puede entrar en cualquier iglesia y que, por lo tanto, no precisaba tomar un autobús que sólo va cuatro veces al día a un lugar solitario como es el nuestro?
—No, querida. Él debió ir allí con algún fin. Tal vez su propósito era ver a alguien. Chipping Cleghorn no es un lugar grande, Bunch y es fácil averiguar a quién iba a ver.
Bunch pensó en todos los habitantes del pueblo y al fin sacudió la cabeza.
—Pudo ser cualquiera de ellos.
—¿No mencionó ningún nombre?
—Julián, o al menos eso creí. También pudo ser Julia. Pero que yo sepa, no vive ninguna Julia en Chipping Cleghorn.
Rememoró la escena en su mente. El hombre tendido en los peldaños del presbiterio, la luz de la vidriera roja y azul como una explosión de joyas...
—¡Joyas! —gritó Bunch de repente—. Quizá fue eso. Los rayos del sol se descomponían en los cristales con reflejos de joyas rojas y azules. —Joyas —repitió dudosa la señorita Marple.
—Ahora viene lo más importante —dijo Bunch—; la causa que me trajo a verte. Los Eccles tuvieron gran interés en llevarse la chaqueta del muerto, vieja y deslucida. No, nada justifica el interés de ellos, aunque hablasen de sentimentalismos. De todos modos fui por ella, y mientras subía las escaleras recordé que él había intentado buscar algo. Eso me indujo a examinarla cuidadosamente, y encontré un ángulo del forro cosido con hilo distinto. Lo descosí y saqué un papel que había oculto allí. Luego cosí el forro con hilo adecuado para evitar que los Eccles sospechasen de mí. No es fácil que sospechen, si bien no estoy muy segura. Cuando les entregué la chaqueta me excusé por el retraso.
—¿Y el papel? —preguntó la señorita Marple.
Bunch abrió su bolso.
—No quise mostrárselo a Julián, pues me hubiera dicho que pertenecía a los Eccles. Y yo opinaba que era mejor traértelo.
—Un resguardo de consigna —dijo la señorita Marple examinándolo—. Estación de Paddington.
—En un bolsillo tenía un billete de regreso para Paddington— explicó Bunch.
Los ojos de las dos mujeres se encontraron.
—Eso invita a la acción —dijo animada la señorita Marple—. Claro que debemos obrar con mucha precaución. ¿Observaste, querida Bunch, si algún extraño te siguió en tu viaje a Londres?
—¿Seguirme? —exclamó perpleja la señora Harmon.
—Está dentro de lo posible, querida. Y cuando una cosa es posible conviene que adoptemos precauciones —la anciana se levantó con viveza impropia de su edad—. Has venido a Londres con el propósito de ir de compras. Por lo tanto, lo acertado es ir de compras las dos. Antes haremos unos arreglos. De momento no necesito el viejo abrigo que tiene el cuello de castor.
Hora y media más tarde, ambas mujeres, vestidas con sencillez y llevando sendos paquetes de ropa blanca recién comprada, se acomodaron en un pequeño restaurante llamado Apple Bough para restablecer fuerzas a base de filetes de carne, pudding de riñón, tarta de manzanas y flan.
—Desde luego, la calidad de las toallas es la de antes de la guerra —dijo la señorita Marple—. Y con una «J» en ellas, además. Por fortuna la esposa de Raymond se llama Joan. Las guardaré si no las preciso, así le servirán a ella si me muero antes de lo que espero.
—Yo necesitaba los paños de cocina —dijo Bunch—. Y han sido muy baratos, aunque no tanto como esperaba.
Una elegante joven con tenue aplicación de pintalabios entró en el Apple Bough. Después de mirar a su alrededor, se dirigió a la mesa de ellas y puso un sobre junto al codo de la señorita Marple.
—Ahí lo tiene, señorita.
—Gracias Gladys. Muchas gracias. Ha sido muy amable.
—Me complace hacerle un favor. Ernie me dice siempre: «Todo lo bueno lo has aprendido de la señorita Marple, a quien serviste.» Estoy siempre a su disposición, señorita.
—Es encantadora —dijo la anciana a Bunch, una vez que Gladys se hubo marchado—. Siempre dispuesta y amable.
Miró el interior del sobre y lo pasó a Bunch.
—Ten mucho cuidado, querida. ¿Sigue allí aquel simpático inspector que yo recuerdo?
—No lo sé. Pero supongo que sí.
—No importa. Me queda el recurso de telefonear al inspector jefe. Creo que me recordaría.
—¡Claro que sí! —afirmó Bunch— Todos te recuerdan. ¡Eres única! —y se puso en pie.
Una vez en Paddington, Bunch fue a consigna y mostró el resguardo. Poco después le daban una deslustrada maleta y se dirigió con ella al andén.
Durante el viaje de regreso no tuvo ningún contratiempo. Llegada a Chipping Cleghorn, cogió la maleta y, al descender del coche, un hombre se la arrebató, huyendo.
—¡Alto! —chilló Bunch—. ¡Deténganlo! ¡Deténganlo! ¡Se lleva mi maleta!
El portero de aquella estación rural era un hombre de reflejos lentos.
—Oiga, no puede hacer eso...
Su sermón fue cortado por un golpe a su estómago que lo echó a un lado y el otro salió de la estación encaminándose a un coche que lo aguardaba. Puso la maleta en el interior del vehículo y se disponía a introducirse él mismo, cuando una mano sobre su hombro lo inmovilizó y la voz del agente Abel dijo:
—¿Qué ocurre, amigo?
Bunch, que llegaba jadeando, gritó:
—¡Me arrebató la maleta!
—¡Mentira! —gritó a su vez el detenido—. No comprendo qué pretende esta mujer. La maleta es mía y acabo de llegar en el tren.
—Bien, aclarémoslo —propuso el agente,